Emilio Santiago Muiño - eldiario.es
El 5 de junio se celebra
el Día Mundial del Medio Ambiente. Para conmemorarlo, alrededor de esta
fecha, ya es costumbre que los ayuntamientos organicen diversas
actividades de carácter divulgativo. Suelen estar dirigidas a un público
infantil, o bien al adulto entendido como un consumidor individual, y
tratar temas como los residuos, la limpieza viaria o la preservación de
la belleza natural.
En Móstoles este año hemos querido hacer algo distinto:
convocar a la ciudadanía a discutir colectivamente sobre pico del
petróleo, nucleares, límites de la transición a las renovables. Y
hacerlo de la mano de algunos de los expertos más lúcidos del panorama
científico nacional. Pero no se escriben estas líneas para promocionar
un evento local. Que en las semanas del medio ambiente de todo el país
primen los talleres de reciclaje a los debates serios sobre el modelo
productivo o la geopolítica de la energía es significativo. Demuestra el
pauperismo de un debate social que es, sin embargo, extremadamente
urgente.
La distancia entre la gravedad del problema ecológico y
su percepción ciudadana es uno de los abismos más desgarradores del
siglo XXI. Un abismo que no es casual, sino que ha sido ideológica y
culturalmente incentivado durante más de un cuarto de siglo. La Cumbre
de la Tierra de 1992 inauguró una articulación sociedad-medio ambiente
bajo el paraguas de un nuevo concepto, el desarrollo sostenible. Un
concepto que nació explícitamente para sustituir una idea mucho más
fundamentada científicamente, pero políticamente más peligrosa, que tuvo
un cierto recorrido en los años setenta: los límites del crecimiento.
El desarrollo sostenible postula que se pueden armonizar la
sostenibilidad ambiental y la económica, definida esta última como una
actividad financieramente rentable. Desde el momento en que la
preocupación por evitar la degradación de la biosfera y la acumulación
capitalista se volvieron asuntos compatibles, el marketing verde se
tornó una obligación. De esta forma surge, en el primer lustro de la
década de los noventa, una explosión de realidades institucionales
(Ministerios de Medio Ambiente), bajo unos parámetros más o menos
homologados a nivel internacional y que tienen en la idea de desarrollo
sostenible su espina dorsal.
Pero el desarrollo
sostenible ha fracasado. En 2017 el naufragio del proyecto se ha hecho
patente en el hecho de que ni un solo indicador socioecológico
importante ha conocido mejora alguna tras 25 años de acción
institucional impulsada bajo este marco. Al contrario: en términos
globales, todos han empeorado. Que los eventos de educación ambiental
que promueven nuestras instituciones sean tan insignificantes es
consecuencia directa de una construcción conceptual que nació muerta. Y
lo hizo al aceptar, como premisa de partida, aquella famosa línea roja
de Bush padre marcó al aterrizar en Río en 1992: "El modo de vida
americano no es negociable". Cuando la cuestión del sistema
socioeconómico se convierte en un tabú, lo ambiental, como nos advertía
Naredo, tiende que rebajarse a un lugar ceremonial y un mantra cosmético
que no tiene apenas efectos sociales constatables.
Por todo ello, y como analiza Antonio Turiel,
estamos profundamente incapacitados para entender que el reto ambiental
por excelencia que va a enfrentar España en el próximo lustro se llama
Argelia. El 50% de nuestro gas proviene del país norteafricano, y
por tanto nuestra matriz energética es radicalmente dependiente del
suministro constante de gas argelino. Desde el año 2014 la producción de
gas del país está en declive. Y lo está por limitaciones geológicas y
termodinámicas que un incremento de la inversión podrá burlar por un
tiempo corto, pero no superar. Más pronto que tarde el incremento de su
propio consumo interno negará a Argelia su condición de nación
exportadora. Entonces, países como España y Francia deberán elegir: o
transición energética nacional (con reducción de consumos) o invasión
militar. Este es el calibre de los verdaderos problemas ambientales del
siglo XXI.
Conectemos con el tablero de juego de la
política nacional. En los últimos años se ha hecho popular la idea de
que estamos en el umbral de una segunda transición española. El sistema
de turnos bipartidista, afectado por el impacto de una crisis donde
economía y ecología se mezclan en un círculo vicioso, ya no es capaz de
gestionar con normalidad la diversidad nacional del Estado. Tampoco el
descontento ciudadano provocado por los recortes, la precarización de la
vida cotidiana, las expectativas de futuro frustradas o la creciente
exclusión social.
Pero las turbulencias políticas de
los últimos años, y las que están por venir, son solo el oleaje de
superficie de la auténtica tormenta que se está gestando: el estallido
de la burbuja inmobiliaria ha sido el "síntoma hispánico" del
agotamiento general de un modelo económico y social que, durante siglos,
se basó en la depredación de un mundo vacío. Este esquema no volverá
jamás porque ahora habitamos un planeta lleno. Ante lo que se enfrenta
España, Europa y la humanidad en su conjunto es a la quiebra de un modo
de generar riqueza y cohesión social que ya no va a ser viable. Desde el
agua hasta el clima, pasando por la energía, la pérdida de los suelos o
el holocausto de biodiversidad, cualquier análisis materialista
fundamentado de la realidad, que no sea ecológicamente analfabeto,
concluirá algo parecido a esto: otro mundo es inevitable.
Responder a estos retos solo puede venir de la mano de una Gran
Transformación. Tan grande que será parecida a la vivida por nuestras
sociedades con la revolución industrial. Simplificando mucho, tres
campos de tareas van a marcar nuestro futuro: necesitamos otra relación
con la naturaleza, un nuevo sistema de intercambio de energía y
materiales que sea sostenible y basado en recursos renovables; pero esto
tendrá un recorrido corto si no viene acompañado de un modelo
socioeconómico diferente para dejar de vivir en sociedades tan
desiguales y que necesiten crecer para funcionar.
Por
último, esto será políticamente imposible si no tiene lugar un cambio
cultural, para aspirar a una vida buena más sencilla. Modelo productivo
sostenible, modelo socioeconómico desenganchado del crecimiento y vivir
bien con menos: este es el triple desafío de la verdadera segunda
transición española. Un triple desafío que va transformar radicalmente
desde nuestras costumbres hasta la forma de nuestras ciudades. Desde los
sectores productivos que actuarán como locomotoras económicas hasta la
idea de felicidad predominante.
Sin embargo, nada
garantiza el éxito de este proceso. Al contrario. Karl Polanyi pensó que
si había existido un fenómeno político con condiciones objetivas para
su surgimiento, ese fue el fascismo. Su apunte cobra una actualidad
insólita en un siglo XXI donde el retorno de la escasez puede incentivar
el lado más monstruoso de nuestras sociedades. Y no se trata de
hipótesis o política ficción. Le Pen y Trump son ya las prefiguraciones
políticas de una idea terrible, pero que sintoniza bien con el nuevo
escenario, y que si no lo impedimos tendrá por desgracia mucho futuro:
no hay para todos.
Cuando un partido como Podemos
establece como medida primera de su proyecto de país la transición
energética, apunta en la dirección correcta. Pero su puntería falla al
no poder asumir todavía, porque seguramente no lo puede hacer su
electorado potencial, la enorme envergadura de un reto que no es solo
revolucionario en lo técnico, sino también en lo social y lo cultural. Y
lo es porque debe ir unido a algo tan radical que ni siquiera el
socialismo real se lo quiso plantear: una reducción planificada del
tamaño de nuestra actividad económica. Lo que en un sistema organizado
estructuralmente como una estafa piramidal, que necesita expandirse para
no derrumbarse, no se puede desligar de un enorme esfuerzo y un cierto
grado de sufrimiento social que habrá que gestionar.
Bajo la amenaza de la guerra, Churchill ganó unas elecciones prometiendo
sangre, sudor y lágrimas. Todavía estamos muy lejos de que nadie pueda
ganar unas elecciones constituyentes prometiendo liderar la segunda
transición española del único modo que puede merecer la pena:
empobreciéndonos energética y materialmente para ganar en justicia
social y buen vivir. Lo que pasa por repartir mucho. Pero también y más
importante, por desear de otra manera. Que la gente se anticipe a los
hechos consumados de las guerras que vienen como motor de la transición.
Esta es una carrera a contrarreloj en la que las ciudades del cambio
juegan un papel esencial que todavía, en el ecuador de la aventura
municipalista, no han sabido asumir. Son los laboratorios donde podemos
ensayar una propuesta seductora de convivencia, basada en la reinvención
de lo común en clave de sostenibilidad ecológica. Recuerden: un huerto
urbano no cultiva solo hortalizas sino que es sobre todo un símbolo.
Como decimos en Móstoles, un lugar que siembra economías, riega vínculos
y cosecha otra ciudad para una vida más plena.
Me asombra que diga que Podemos pone la transicion energetica como una prioridad en su programa cuando, tras hacer varias campañas electorales, no les he oido JAMAS hablar de ecologia politica ni de decrecimeinto. Eso lo ha hecho cuando EQUO lo ha integrado, con cuña, en el programa. La ecologia politica es la unica capaz de liderar la transicion, y mientras antes lo comprenda la izquierda, mejor
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