Emilio Jurado - Nueva Tribuna
El decrecimiento como propuesta social supone apartarse del consumismo característico del siglo XX, y parece ser la única alternativa práctica a un modelo histórico que resulta inviable, insostenible. Renunciar a crecer es la única cosa sensata que puede plantearse en un mundo que, agotado, oquea entre la polución masiva y el calentamiento inexorable. Diga lo que diga Trump, no hay alternativa, no hay cuento chino.
Pero ¿por qué da tanto miedo abordar el concepto, la idea misma de decrecimiento? No voy a ocuparme de las razones de tal aversión entre quienes disfrutan de la acumulación de capital proveniente del asalto a los recursos de la naturaleza, obvio. Me interesa más la posición de los movimientos de progreso que, aunque renuentes, parece que acogen propuestas concretas, particularmente entre quienes forman eso que se conoce como ecoizquierda. Algo se mueve en este contexto y puede formar parte de lo que ahora se llama el nuevo futurismo: qué cosas van a componer ese futuro tan inmediato como incierto.
En el discurso de la izquierda tradicional se produce un cuello de botella en la reflexión sobre la expoliación de los recursos de la naturaleza que parece difícil evitar. El decrecimiento como estrategia revolucionaria no acaba de cuajar por dos razones. Primero porque ir contra el crecimiento supone, aparentemente, ir contra un modo de vida instalado en el umbral de la búsqueda de la felicidad que el consumo per se parece producir. Y segundo porque el crecimiento se asocia con el incremento de la producción y por tanto de los salarios de los trabajadores insertos en las cadenas productivas que sostienen el mismo crecimiento.
De modo que la izquierda tiende a ser compasiva con las propuestas ecosostenibles que apuestan por el decrecimiento, pero sin una convicción real, lo hacen por una especie de alistamiento entre las causas de los desfavorecidos, en este caso los recursos de la naturaleza que, como los trabajadores, son extraídos de sus raíces para convertirse en generadores de plusvalor trasmisible a la acumulación de capital vía mercado. El trabajo y los recursos de la naturaleza se convierten en capital en el mercado. La fuerza o la inteligencia de los trabajadores y las excelencias de los recursos de la naturaleza, sean materias básicas o elaboradas, se transforman en ganancias del capital una vez son exhibidas, subastadas (ofertadas) y adquiridas en los mercados. En esta interpretación coinciden la izquierda tradicional y la ecoizquierda.
Pero la coincidencia parece que llega hasta aquí. Para la izquierda más tradicional, renunciar a la acción distributiva de los mercado es un acto de alto riesgo, pues las fábricas y los salarios allí repartidos, que se suponen son la forma de acceder a la soñada felicidad, dependen de la marcha ininterrumpida de este ciclo continuado de relación entre el trabajo y el capital, sin consideración alguna por la eliminación de los recursos naturales que se contemplan como una externalidad, un consumible sin contrapartida. Aparentemente en el mercado uno encuentra lo que necesita y eso le hace feliz. Idea que la izquierda convencional no discute.
Pero el mercado, que no está acunado por una mano invisible si no por una tendencia irrefrenable al beneficio, que convierte toda materia y toda fuerza o inteligencia no en algo socialmente útil, sino en algo intercambiable (dinero), arrasa cualquier opción de producción de bienes de uso y concentra su producción en productos cargados de valor de cambio, aunque para ello deba esclavizar trabajadores (vía precarización) y sobre todo esquilmar los recursos de la naturaleza. El mercado como regulador de la producción está polarizado por la obtención del plusvalor capitalizable. La función principal del mercado no es producir bienes o servicios útiles, sino poner en marcha estrategias de obtención del beneficio asociado a toda mercancía. Por ello la ecoizquierda pone en una cuarentena continua la función de los mercados, descalifica su pretendida utilidad, y en ello se distancia de la izquierda histórica.
Lo que el decrecimiento promovido por parte de la ecoizquierda plantea no es desabastecer los almacenes y empobrecer las sociedades, sino eliminar el crecimiento superfluo medido en PIB, en VAB o en el recuento de las transacciones realizadas como instrumentos de valoración de la satisfacción, y generar y distribuir en instituciones de intercambio alternativas aquellas cosas que son socialmente útiles y reparadoras de la extenuación moral de las personas y de los recursos de la naturaleza. Y en esta labor hay mucho por hacer, mucha riqueza que generar, muchos puestos de trabajo que desplegar, mucha innovación que implementar, mucho conocimiento que impulsar, mucho enriquecimiento de verdad, del que llega a todos.
El gobernador de California Jerry Brown, que no es un ecoizquierdista confeso, sino alguien simplemente sensato, lo tiene bastante claro y responde al desarrollismo nacionalista de Trump del siguiente modo: no vamos a interferir en los circuitos de la riqueza del estado, que son su tierra, su gente y sus emprendimientos. Tenemos más gente trabajando en energías renovables de los que jamás tuvo la minería del carbón.
Si trasladamos esta filosofía a la educación, la sanidad, la integración cultural, la ayuda a los dependientes y a la regeneración de la naturaleza, la riqueza que espera a la humanidad es inmensa.
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