André Gorz
Publicado en “Ecología y política”,
que reúne artículos entre 1973 y 1977 publicados en le Nouvel
Observateur, le Sauvage y Lumière et Vie (Ed. El Viejo Topo, 1980)
La ecología, es cómo el sufragio
universal y el descanso dominical: en un primer momento, todos los
burgueses y todos los partidarios del orden os dicen que queréis su
ruina, y el triunfo de la anarquía y el oscurantismo. Después, cuando
las circunstancias y la presión popular se hacen irresistibles, os
conceden lo que ayer os negaban y, fundamentalmente no cambia nada. La
consideración de las exigencias ecológicas cuenta con muchos adversarios
entre la patronal. Pero tiene ya bastantes partidarios entre
empresarios y capitalistas, como para que su aceptación por parte de las
potencias del dinero, se convierta en una seria probabilidad.
Entonces más vale, desde este momento,
no jugar al escondite: la lucha ecológica no es un fin en sí, es una
etapa. Puede crear dificultades al capitalismo y obligarle a cambiar;
pero cuando, después de haber resistido durante mucho tiempo por las
buenas y por las malas, finalmente ceda porque el impasse ecológico se
haya convertido en ineluctable, integrará este inconveniente como ha
integrado todos los demás.
Por eso es necesario de entrada plantear
la cuestión francamente: ¿qué queremos? ¿Un capitalismo que se acomode a
los inconvenientes ecológicos, o una revolución económica, social y
cultural que suprima los inconvenientes del capitalismo y, por ello,
instaure una nueva relación de los hombres con la colectividad, con su
medio ambiente y con la naturaleza? ¿Reforma o revolución?
Ante todo no respondáis que esta
cuestión es secundaria y que lo importante es no ensuciar el planeta
hasta el extremo de hacerle inhabitable. Por tanto la supervivencia
tampoco es un fin en sí: ¿vale la pena sobrevivir en “un mundo
transformado en hospital planetario, en escuela planetaria, en prisión
planetaria y en el que la tarea principal de los ingenieros del espíritu
será fabricar hombres adaptados a esta condición”? (Illich).
Si dudáis de la bondad del mundo que los
tecnócratas del orden establecido nos preparan, leed el dossier sobre
las nuevas técnicas de “lavado de cerebro” en Alemania y Estados Unidos:
después de los psiquiatras y los psicocirujanos americanos,
investigadores agregados a la clínica psiquiátrica de la universidad de
Hamburgo exploran, bajo la dirección de los profesores Gross y Svah,
métodos limpios para amputar a los individuos la agresividad que les
impide soportar tranquilamente las mayores frustraciones: las que les
impone el régimen penitenciario, así como el trabajo en cadena, el
asentamiento en ciudades superpobladas, la escuela, la oficina y el
ejército.
Es mejor intentar definir desde un
principio, por qué se lucha y no solamente contra qué. Es mejor intentar
prever como afectarán y cambiarán al capitalismo las exigencias
ecológicas, que creer que éstas provocarán su desaparición sin más. Pero
ante todo, ¿qué es en términos económicos, una exigencia ecológica?
Tomad por ejemplo los gigantescos complejos químicos del valle del Rhin,
en Ludwigshafen (Basf), en Leverkusen (Bayer) o en Rotterdam (Akzo).
Cada complejo combina los siguientes factores:
- recursos naturales (aire, agua y minerales) considerados hasta ahora
como gratuitos porque no necesitaban ser reproducidos (sustituidos)
-medios de producción (máquinas y edificios) que son capital
inmovilizado, que utilizan y que por tanto es necesario asegurar su
sustitución (la reproducción), preferentemente por medios más potentes y
más eficaces, que den a la empresa una ventaja sobre sus competidores.
- fuerza de trabajo humana que también exige ser reproducida (hay que alimentar, cuidar, alojar y educar a los trabajadores).
En la economía capitalista, la
combinación de estos factores en el seno de los procesos de producción,
tiene como objetivo dominante el máximo de beneficio posible (lo que
para una empresa preocupada de su futuro significa también: el máximo de
potencia, y por tanto de inversiones y de presencias en el mercado
mundial. La búsqueda de este objetivo repercute profundamente sobre la
forma en que los diferentes factores son combinados y sobre la
importancia relativa concedida a cada uno de ellos.
La empresa, por ejemplo no se pregunta
nunca como hacer que el trabajo sea más agradable, para que la fábrica
respete mejor los equilibrios naturales y el espacio de vida de la
gente, para que sus productos sirvan a los fines que se lijan las
comunidades humanas. La empresa se pregunta solamente cómo hacer para
producir el máximo de valores mercantiles con el menor costo monetario. Y
a esta última pregunta responde: “Tengo que privilegiar el perfecto
funcionamiento de las máquinas, que son escasas y caras, antes que la
salud física y psíquica de los trabajadores que son rápidamente
sustituibles a bajo precio. Tengo que privilegiar los bajos costos antes
que los equilibrios ecológicos cuya destrucción no correrá a mi cargo.
Tengo que producir lo que puede venderse caro, aunque cosas menos
costosas pudiesen ser más útiles”. Todo lleva el sello de estas
exigencias capitalistas: la naturaleza de los productos, la tecnología
de producción, las condiciones de trabajo, la estructura y la dimensión
de las empresas…
Pero sucede que, especialmente en el
valle del Rhin, el asentamiento humano, la contaminación del aire y del
agua han alcanzado un grado tal que la industria química, para continuar
creciendo o incluso solamente funcionando, se ve obligada a filtrar sus
humos y sus afluentes, es decir a reproducir condiciones y recursos
que, hasta ahora eran considerados como “naturales” y gratuitos. Esta
necesidad de reproducir el medio ambiente va a tener repercusiones
evidentes: hay que invertir en la descontaminación, y por tanto aumentar
la masa de capitales inmovilizados; a continuación es necesario
asegurar la amortización (la reproducción) de las instalaciones de
depuración; y el producto de estas (la limpieza relativa del aire y del
agua) no puede ser vendido con beneficio.
En suma, hay un aumento simultáneo del
peso del capital invertido (de la “composición orgánica”), del coste de
reproducción de éste y de los costos de producción, sin un aumento
correspondiente de las ventas. En consecuencia, una de dos: o bien baja
la tasa de ganancia, o bien aumenta el precio de los productos. La
empresa evidentemente intentará elevar sus precios de venta. Pero no lo
conseguirá fácilmente: las otras empresas contaminantes (cementeras,
metalurgia, siderurgia, etc.) intentarán también hacer pagar más caros
sus productos al consumidor final. La consideración de las exigencias
ecológicas tendrá finalmente esta consecuencia: los precios tenderán a
aumentar más rápidamente que los salarios reales, el poder adquisitivo
popular será por tanto comprimido y todo sucederá como si el coste de la
descontaminación fuese descontado de los recursos de que dispone la
gente para comprar mercancías. La producción de estas tenderá a
estancarse o a bajar; las tendencias a la recesión o a la crisis se
verán agravadas. Y este retroceso del crecimiento y de la producción
que, en otro sistema, habría podido ser un bien (menos coches, menos
ruido, más aire, jornadas laborales más cortas, etc.), tendrá efectos
enteramente negativos: las producciones contaminantes se convertirán en
bienes de lujo, inaccesibles para la mayoría, sin dejar de estar al
alcance de los privilegiados; se ahondarán las desigualdades; los pobres
serán relativamente más pobres, y los ricos más ricos.
La consideración de los costos
ecológicos tendrá, en suma, los mismos efectos sociales y económicos que
la crisis del petróleo. Y el capitalismo, lejos de sucumbir en la
crisis, la administrará como ha hecho siempre: grupos financieros bien
situados aprovecharán las dificultades de los grupos rivales para
absorberlos a bajo precio y extender su influencia económica. El poder
central reforzará su control sobre la sociedad: los tecnócratas
calcularán las normas “óptimas” de descontaminación y de producción,
dictarán reglamentaciones, extenderán los dominios de “vida programada” y
el campo de actividad de los aparatos represivos. Se desviará la cólera
popular, a través de mitos compensatorios, contra cómodas víctimas
propiciatorias (las minorías étnicas o raciales, por ejemplo, los
“melenudos”, los jóvenes…) y el Estado asentará su poder en la potencia
de sus aparatos: burocracia, policía, ejército y milicias llenarán el
vacío dejado por el descrédito de la política de partido y la
desaparición de los partidos políticos. Basta con mirar alrededor, para
percibir por todas partes los signos de semejante degeneración.
Os preguntaréis si esto puede evitarse.
Sin duda. Pero es así exactamente como pueden ocurrir las cosas si el
capitalismo es obligado a tomar en consideración los costos ecológicos
sin que un ataque político, lanzado a todos los niveles, le arranque el
dominio de las operaciones y le imponga un proyecto de sociedad y de
civilización completamente diferente. Porque los partidarios del
crecimiento tienen razón en una cosa al menos: en el marco de la actual
sociedad y del actual modelo de consumo, basados en la desigualdad, el
privilegio y la búsqueda del beneficio, el no-crecimiento o el
crecimiento negativo pueden significar solamente estancamiento, paro, y
aumento de la distancia que separa a ricos y pobres. En el marco del
actual modo de producción, no es posible limitar o bloquear el
crecimiento repartiendo más equitativamente los bienes disponibles.
En efecto, es la misma naturaleza de
estos bienes la que con más frecuencia prohíbe su equitativa
distribución: ¿cómo repartir “equitativamente”’ los viajes en Concorde,
los Citroen DS o SM, los apartamentos en el ático de rascacielos con
piscina, los mil productos nuevos, escasos por definición, que la
industria lanza cada año para desvalorizar los modelos antiguos y
reproducir la desigualdad y la jerarquía social? ¿Cómo repartir
“equitativamente”, los títulos universitarios, los puestos de encargado,
de ingeniero jefe o de catedrático?
¿Cómo no ver que el resorte principal
del crecimiento reside en este puso adelante generalizado que estimula
una desigualdad mantenida deliberadamente: en eso que Ivan Illich llama
“la modernización de la pobreza”? Desde que la mayoría puede acceder a
lo que hasta entonces era el privilegio de una minoría, ese privilegio
(el bachillerato, el coche, el televisor) se desvaloriza, el umbral de
la pobreza se eleva un punto, son creados nuevos privilegios de los que
la mayoría esta excluida. Recreando sin cesar la escasez, para recrear
la desigualdad y la jerarquía, la sociedad engendra más necesidades
insatisfechas de las que colma “la tasa de crecimiento de la frustración
excede ampliamente a la de producción” (Illich). Mientras se discuta en
los límites de esta civilización de la desigualdad, el crecimiento
aparecerá ante la mayoría de la gente como la promesa -sin embargo
enteramente ilusoria- de que un día dejarán de ser “subprivilegiados”, y
el no-crecimiento como su condena a la mediocridad sin esperanza. Así,
no es tanto al crecimiento a lo que hay que atacar, sino a la
mistificación que mantiene, a la dinámica de necesidades crecientes y
siempre frustradas sobre la que reposa, a la competitividad que
organiza, incitando a alzarse a cada individuo “por encima” de los
demás. La divisa de esta sociedad podría ser: Lo que es bueno para todos
no vale nada. Sólo serás respetable si eres “mejor” que los demás.
Comencemos por el primer punto. En 1962,
el 10% más rico de la población francesa tenía una renta setenta y seis
veces (¡76 veces!) más elevada que el 10% más pobre. A título de
comparación, este coeficiente de desigualdad era de 10 para
Checoslovaquia, de 15 para Gran Bretaña, de 20,5 para Alemania y de 29
para los Estados Unidos. Diez años más tarde la producción industrial
francesa se había duplicado; sin embargo el coeficiente de desigualdad
se había mantenido prácticamente constante en Francia, y seguía siendo
29 en los Estados Unidos. Aún más: en Francia como en los Estados
Unidos, la mayor parte (más de la mitad) de los bienes y servicios era y
es producido para el 20% más acomodado de la población. Dicho de otra
manera, el privilegio de los ricos y la pobreza de los pobres han
permanecido inalterables.
Ya sé que surgirán las objeciones de
que: “los pobres viven mejor que hace diez años” “Consumen más, luego
son menos pobres”. Error, doble error. Pues:
- Si bien es cierto que los pobres consumen más bienes y servicios, esto no significa que vivan mejor.
- Suponiendo incluso que viven mejor, esto no significa que sean menos pobres. Veamos más de cerca estos dos puntos:
1. Consumir más, es decir, disponer de
una mayor cantidad de bienes, no significa necesariamente una mejora.
Esto puede significar simplemente, que desde ahora haya que pagar lo que
antes era gratuito, o que haya que gastar mucho más (en moneda
constante) para compensar la degradación general del medio de vida. ¿Los
ciudadanos viven mejor porque consumen una cantidad creciente de
transportes, individuales y colectivos, para ir y venir entre su lugar
de trabajo y su ciudad-dormitorio cada vez más lejana? ¿Viven mejor
porque cada cinco o seis años reemplacen las sábanas que antiguamente
duraban más de una generación? ¿O porque en lugar de beber un agua del
grifo repugnante, compren cada vez más un agua llamada mineral? ¿Viven
mejor porque consumen más combustible para calentar viviendas cada vez
peor aisladas? ¿Son menos pobres porque han reemplazado la asistencia al
café de la esquina y al cine del barrio -los dos en vías de
desaparición- por la compra de un televisor y de un coche que les
ofrecen evasiones imaginarias y solitarias fuera de su desierto de
hormigón?
Hace mucho tiempo que economistas como
Ezra Mishan (desconocido en Francia) han establecido que, hay que tener
en cuenta las destrucciones que entraña el crecimiento (perjuicios,
poluciones, descomposición de las relaciones interhumanas), “el
crecimiento significa cada vez más una degradación y no una mejora”; “su
costo es superior a las ventajas que de él se obtienen” (Attali y
Guillaume). O como escribe Illich, “los drogadictos del crecimiento
están dispuestos a pagar más caro por disfrutar menos”. La difusión
masiva de vehículos rápidos ha tenido por efecto el acrecentar las
distancias más rápidamente aún que la velocidad vehicular, de obligar a
todo el mundo a consagrar más tiempo, dinero, espacio y energía a la
circulación. “Es la gran batalla entre la industria de la velocidad y
las otras para saber quién va a despojar al hombre de la parte de
humanidad que le queda”. “No se puede atribuir al crecimiento del
consumo la finalidad de incrementar el bienestar de la colectividad. Los
alegatos en favor de un crecimiento reorientado no son admisibles a
menos que se trate de una reorientación radical” (Attali y Guillaume).
2. Ya sé: los electrodomésticos se han
“democratizado”, ya no son como hace cuarenta años, el privilegio de una
élite. Y lo mismo se puede decir del consumo de carne, conservas,
coches, vacaciones…. ¿Significa esto que los obreros, por ejemplo, sean
menos pobres? Plantead la pregunta a obreros viejos. Os dirán que en
1936, con una quincena de salario, marido y mujer podían ir de
vacaciones en bicicleta, comer y dormir en un hotel durante dos semanas y
que aún les quedase dinero a la vuelta. Hoy para ganarse unas
vacaciones en hotel y en coche, el hombre y la mujer deben trabajar y
ahorrar, no hay tiempo para cocinar y comprar, son necesarios el
frigorífico, las conservas, y horas suplementarias para pagar todo eso.
¿Es eso vivir mejor? ¿Es eso la “calidad de vida” aportada por los
electrodomésticos?
Respuesta de una lectora de France
Nouvelle: “En primer lugar, todo es una cuestión de ocio, de tiempo de
vivir… Luchemos por la jornada laboral de cinco o seis horas y los
electrodomésticos podrán ser llevados al museo. ¿Qué es una colada de
cuatro personas cuando se regresa a casa a las cuatro de la tarde? ¿Qué
son ocho platos y ocho cubiertos, cuando en una familia cada uno se
friega lo suyo?”.
Sin embargo, se dirá, el hecho de que
hoy los obreros posean “bienes de confort”, reservados antiguamente a
los burgueses, les hace menos pobres, Pero cuidado: ¿menos pobres que
quién? ¿Que los indios o los argelinos pobres? ¿Que los obreros de hace
cincuenta años? La comparación es completamente abstracta, Pues la
pobreza no es un dato objetivo y mesurable (a diferencia de la miseria y
la subalimentación): es una diferencia, una desigualdad, una
imposibilidad de acceder a lo que la sociedad define como “bien” y
“bueno”, una exclusión del modo de vida dominante; y este modo de vida
dominante nunca es el de la mayoría, sino el del 20% más acomodado de la
población, que se caracteriza por sus consumos privilegiados y
ostentosos. En una sociedad en donde todo el mundo fuese pobre, nadie lo
sería. Lo que define a los pobres, es un ser-menos con relación a una
norma sociocultural que orienta y estimula los deseos.
En Perú es pobre el que no tiene
zapatos, en China el que no tiene una bicicleta, en Francia el que no
puede comprar un coche. En los años treinta se era pobre cuando no se
podía comprar una radio; en los años sesenta se era pobre cuando uno
debía privarse del televisor; en los años setenta se es pobre cuando no
se tiene televisor en color, etc. Como dice Illich, “la pobreza se
moderniza: su umbral monetario se eleva porque nuevos productos
industriales son presentados como bienes de primera necesidad,
permaneciendo fuera del alcance de la mayoría”. La masa “paga más caro
un ser-menos creciente”.
Ahora bien, es precisamente lo contrario
lo que hay que afirmar para romper con la ideología del crecimiento:
Sólo es digno de ti lo que es bueno para todos. Sólo merece ser
producido lo que ni privilegia ni rebaja a nadie. Podemos ser más
felices con menos opulencia, porque en una sociedad sin privilegios no
hay pobres.
Tratar de imaginaros una sociedad basada
en estos criterios. La producción de tejidos prácticamente
indesgastables, de zapatos que duran años, de máquinas fáciles de
reparar y capaces de funcionar durante un siglo, todo eso está, en este
momento, al alcance de la técnica y de la ciencia -así como la
multiplicación de instalaciones y de servicios colectivos (de
transporte, de lavandería, etc.) ahorrando la adquisición de máquinas
costosas, frágiles y devoradoras de energía. Suponed en cada edificio
colectivo dos o tres salas de televisión (una por cadena); una sala de
juegos para niños; un taller de reparaciones bien equipado; una
lavandería con secciones de secado y plancha: ¿todavía tendríais
necesidad de todos vuestros equipamientos individuales, iríais a los
embotellamientos de carretera si hay transportes colectivos cómodos
hacia los lugares de descanso, aparcamientos de bicicletas y
ciclomotores abundantes, y una densa red de transportes colectivos para
los barrios periféricos y las otras ciudades? Imaginad que la gran
industria, centralmente planificada, se limita a producir lo necesario:
cuatro o cinco modelos de zapatos y trajes duraderos, tres modelos de
coches fuertes y transformables, además de todo lo necesario para los
equipamientos y servicios colectivos. ¿Es imposible en una economía de
mercado? Sí. ¿Supondría el paro masivo? No: la semana de veinte horas, a
condición de cambiar el sistema. ¿Supondría la uniformidad y la
mediocridad? No, porque imaginad esto: Cada barrio, cada municipio
dispone de talleres abiertos día y noche, equipados con gamas tan
completas como sea posible de herramientas y de máquinas, en los que los
habitantes, individualmente, colectivamente o en grupos, producirán por
sí mismos, al margen del mercado, lo superfluo, según sus gustos y
deseos. Como sólo trabajarán veinte horas a la semana (y puede que
menos) para producir lo necesario, los adultos tendrán todo el tiempo de
aprender lo que los niños aprenderán por su parte en la escuela
primaria: trabajo del tejido, del cuero, de la madera, de la piedra, del
metal; electricidad, mecánica, cerámica, agricultura…
¿Es una utopía? Puede ser un programa.
Porque esta “utopía” corresponde a la forma más avanzada y no a la más
frustrada, de socialismo: a una sociedad sin burocracia, en la que se va
extinguiendo el mercado, en la que hay bastante para todos y en la que
la gente es individual y colectivamente libre de modelar su vida, de
elegir lo qué quiere hacer y de tener más de lo necesario: una sociedad
en la que “el libre desarrollo de todos sería a la vez el objetivo y la
condición del libre desarrollo de cada uno”. Marx dixit.