La forma de encierro que normalmente ha sufrido la mujer no puede sin más igualarse a otras, dado que posee sus peculiaridades propias. La sociedad puede prescindir de locos, delincuentes, ancianos, encerrándolos en recintos dentro de su seno, pues así se adquiere para los que están fuera el monopolio de la cordura, la bondad, la salud...Pero en el caso de la mujer, por razones sociales, sexuales, ésta ha de estar cerca del varón, su reclusión no será grupal, no generará masas incontroladas y encerradas.
A la mujer se la ha recluido en el hogar, su verdadera cárcel, la priva de la solidaridad con las otras marginadas, es una prisión camuflada, una pseudolibertad mentirosa. Encierro unipersonal que oculta su verdadera circunscripción carcelaria camuflándose en santuario. Es entonces cuando el carcelero ha de inventar a toda prisa unas supuestas virtudes ‘femeninas’, unos valores femeninos con los que disfrazar la reclusión: hacendosidad, entrega, sacrificio callado, maternidad.
La familia es el núcleo fundamental para la perpetuación de la estructura social, lugar de encierro unitario para la mujer. Reducto donde, si bien no se le exime de su trabajo, se ha mantenido según las épocas y la clase social, un engañoso culto a la invalidez femenina. Todas sus funciones fisiológicas: menstruación, parto, menopausia... son consideradas como enfermedad (en la actualidad y contrariamente, reina el terrorismo de la naturalidad que torna histéricas sus quejas). La permanente enfermedad femenina llega a constituir durante el Romanticismo el criterio de belleza de la época: apariencia frágil, palidez, ojeras, languidez...
Pero prontamente este lugar de encierro se convierte en el centro de discursos (medicina, psiquiatría, pedagogía), aparece así la mujer histérica. El hogar burgués es el perfecto reducto de paz y tranquilidad para el esposo que retorna de la fatigada lucha de su trabajo. Pureza, abnegación, pulcritud, desconocimiento del entorno, y meticuloso cuidado de la precaria salud, son los requerimientos que se hacen a esta mujer, privada también de discurso.
Si hace sonar su voz estridente, o permitido, si tan sólo reclama un derecho a la palabra, ésta será interpretada y recogida por el oído experto del médico, del psicoanalista, del psiquiatra (nos estamos refiriendo, claro está, a la configuración familiar acomodada presente en el siglo XIX, de donde van a arrancar la mayor parte de los discursos clínicos que sobre la mujer llegan hasta nuestros días).
Para saber más: Femenino fin de siglo. La seducción de la diferencia. Rosa María Rodríguez Magda.
0 comentarios:
Publicar un comentario