Erudino Llano Güemes - Fuego Amigo
En muchas ocasiones me pregunto sobre la auténtica causa de la crisis medioambiental en la que nos encontramos. En cierta forma, se puede observar cómo este problema cada vez ocupa un lugar más importante en el ámbito político y social, pero, en última instancia, las medidas encaminadas a enmendar nuestros errores no dejan de ser tímidas e insuficientes. Parece que el desarrollo “a lo occidental”, basado en la cantidad más que en la calidad, y en la acumulación del beneficio más que en la satisfacción de auténticas necesidades, es algo imposible de parar. Hemos entrado, al parecer, en un círculo vicioso del que es imposible salir.Los informes del IPCC cada vez son más alarmantes: las temperaturas registradas en los últimos meses baten récords; la desertificación avanza; las especies se extinguen a ritmos pocas veces vistos en la historia de la tierra; los mares suben; los bosques retroceden; y, sobre todo, poca gente parece interiorizar la gravedad del asunto. Incluso, aquellos a los que les importa de verdad estas cuestiones, los “concienciados”, terminan asimilando las cada vez más dramáticas noticias con una resignación tan triste que quita el aliento hasta al más comprometido de los activistas.
Pero, ¿qué es lo que falla? Están las evidencias, las previsiones y las difíciles medidas que solucionarían el problema. Todo tiene una lógica extrema y una causalidad incuestionable. La racionalidad del argumento es radical… Y radicalmente inútil al mismo tiempo, en lo que respecta al empuje hacia el cambio social necesario al que nos tenemos que enfrentar. No lo digo yo, lo dicen los hechos. En cierta forma, se puede considerar que para revolucionar nuestra relación con el resto de seres y con el planeta en general, se necesitan, al menos, una de estas dos condiciones: que seamos capaces de percibir, en el momento oportuno, que los costes de las consecuencias de nuestra acciones son mayores que los beneficios que nos proporciona el actual sistema; o un auténtico cambio cultural, que trascienda la lógica racional, y alcance el ámbito de los valores e, incluso, de los sentimientos, las pasiones y los deseos.
Siguiendo la lógica argumental de la segunda de estas opciones, obviamente no voy a decir que la explicación científica de la realidad sea un error. Simplemente considero que tiene su espacio de actuación idóneo. Según creo, el amor se puede explicar como un proceso químico. Sinceramente, me da igual. Pobre de aquel que, por un afán analítico, se pierde en estas tonterías y no permite a su centro de decisión –en el momento oportuno– bajar un poquito desde la cabeza hacia el corazón. El proceso químico del amor me importa exactamente lo mismo que la razón por la cual un insecto con vistosos colores muestra tan llamativa indumentaria… Es decir, nada. Precisamente por eso, porque me da igual, puedo disfrutar del espectáculo, sin destruirlo, y dando la posibilidad al mundo de contemplarlo.
A lo largo de la historia hemos podido observar cómo gran cantidad de pueblos han tenido un respeto hacia la naturaleza de tales magnitudes que todo su esquema social y cultural giraba en torno a ella. Obviamente eran conscientes de su dependencia con respecto al ecosistema a la hora de obtener recursos. Pero, más allá, existía o percibían una conexión espiritual que les hacía parte del Todo. Y era de ahí de donde nacía la armonía con el medio ambiente. Esto se explica por simple comparación. Más allá de nuestra arrogancia y nuestro estado de desarrollo, nuestra dependencia en recursos sigue siendo la misma, si no mayor. Lo que falla es el segundo elemento. El modelo social occidental ha dejado atrás la fase de estos pueblos y ha planteado un esquema en el que todo es cuantificable, y en el que el medio es un mero elemento externo al sistema económico del que se extraen recursos y al que se le ceden desechos.
Explicaciones simplistas de realidades complejas han dominado nuestra relación con los demás seres y con el medio ambiente durante demasiado tiempo. Creo que ha llegado el momento de enseñar a nuestros hijos otro tipo de valores. A la defensa de la libertad, la igualdad y la solidaridad habrá que ir añadiendo otras cuestiones. Entre ellas, que nuestro planeta no es “nuestro”, que los seres que comparten nuestro lugar no están aquí para servirnos, que no todo es reemplazable y que no todo es permisible si se va con un talonario por delante. Hay que empezar a mostrar a la sociedad que las frutas que comemos no nacen en los frigoríficos de los supermercados, sino que son el resultado de un esfuerzo biológico increíble de unos árboles que toman sus nutrientes de un suelo creado durante millones de años, con aportación orgánica de seres que se hidrataban con agua de un río cuya existencia dependía de unas determinadas condiciones climáticas. Todo es un gran ciclo. Todo es armonía y equilibrio. Ante todo es necesario que esta armonía se sienta, se transmita y se defienda.
Nuestra sociedad no solamente necesita un cambio en términos cuantitativos de muchísimas variables, sino también cualitativos. Como bien dije anteriormente, los problemas están ahí, y las soluciones, desde un punto de vista técnico y científico, son las que son. No hay interpretación subjetiva posible. Ahora bien, para alcanzar éstas no podemos tratar, simplemente, de incluir limitadores que moderen nuestro sistema. Hay que cambiar las mismísimas raíces culturales, ya que el medio ambiente, a pesar de ser mostrado como una de las tres dimensiones del desarrollo sostenible, si trascendemos esa visión, podremos ver que es la mismísima base de la que surge todo lo demás.
Erudino Llano Güemes. Graduado en Ciencia Política por la Universidad de
Salamanca y máster en Gestión del Desarrollo Sostenible por la
Universidad de Vigo.
Magnífico. Difundan por favor este mensaje. Gracias Antonio una vez más por tu inteligente selección de artículos.
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