Paco Castejón - www.pensamientocritico.org
El decrecimiento no es una buena alternativa
al desarrollo sostenible. El término “decrecimiento” es introducido por
Serge Latouche (Francia, 1940) a mediados de la década de los 2000. Con
él se quiere reivindicar la necesidad de que el Producto Interior Bruto
(PIB) de los países industrializados se contraiga y así se reduzca el
impacto ambiental que las actividades económicas de esos países
producen. De paso se abandona el paradigma del crecimiento, que es la
guía económica de estos países y del capitalismo.
El
decrecimiento es solo un elemento más del esquema mental de este autor
posmoderno. Más importante en el pensamiento de Latouche es la oposición
a un elemento del pensamiento occidental que él considera clave. Para
él, el principal problema reside en el continuo que va desde el
pensamiento científico hasta el desarrollo industrial. Nuestra ciencia,
basada en el método científico, produciría de forma ciega desarrollo
tecnológico, que da lugar, a su vez, al desarrollo industrial, que marca
nuestra forma de vida y tiene efectos opresores.
Él
critica todos estos elementos como un continuo inseparable, que es
imposible embridar por la política o por cualquier institución, con un
resultado siempre negativo para nuestras vidas y para el medio.
Latouche
introduce otro término que es también importante en su pensamiento y
que ha tenido menos predicamento: la “tecnomáquina”. Con esta palabra se
refiere a una gigantesca construcción en la que todos participamos y en
la que estamos prisioneros. Nuestras vidas formarían parte de un
engranaje que engloba ciencia, tecnología, industria, actividad
económica y cultura occidental. Latouche no rechaza las aportaciones de
culturas indígenas para remediar estos problemas que nos trae la
tecnomáquina.
Contrasta esta construcción
tan “moderna” –en el sentido de que posee una ordenación grande en la
que participan sujetos claros con intereses definidos– con el desarrollo
general de su pensamiento, de índole relativista.
Recientemente,
el término se ha extendido a más países –entre ellos, España– y se ha
popularizado en los sectores ecologistas y, también, en algunos sectores
de izquierdas y libertarios. Con esta extensión se amplía el
significado del término de lo estrictamente económico a una filosofía de
vida que debería extenderse a toda la sociedad para evitar el colapso
ecológico.
La rápida asunción del término “decrecimiento”. Pronto se produce una asunción de este concepto por parte del movimiento ecologista y de algunos pensadores de izquierdas.
Una
buena parte del ecologismo era crítica en el fin de la década de los
noventa del siglo pasado con un concepto clave que había servido de guía
a los pasos de este movimiento: el “desarrollo sostenible”. En esa
época se producen interesantes debates en torno a este concepto, que se
tratarán a continuación. Este sector, disconforme con la construcción
del “desarrollo sostenible”, y ante el desgaste del término, busca
nuevas explicaciones globales que le puedan servir de guía.
Asimismo,
esta corriente ecologista tiene el objetivo prioritario de derribar el
capitalismo. Buscaría, por tanto, propuestas que resulten inasumibles
para este sistema económico. Si el desarrollo sostenible ha sido asumido
por el sistema capitalista, hay que buscar un concepto que resulte
inasumible. Y ciertamente, el decrecimiento lo es en un sistema cuyo fin
es el crecimiento.
Los grupos
“decrecentistas-ambientalistas” suelen tener como objetivo final la
construcción de un mundo donde la vida se desarrolle en comunidades
pequeñas, autocentradas y casi sin necesidades de transporte. Algo a lo
que desde luego no tienden ni las sociedades de los países
industrializados, ni de los emergentes.
Por
extensión, el término decrecimiento es adoptado por algunas tendencias
de pensamiento de izquierdas a la búsqueda de construcciones y teorías
globales para una sociedad alternativa. Estas teorías asumirían las
propuestas ecologistas, especialmente si ponen al capitalismo en un
brete insalvable: si el capitalismo necesita crecimiento, defendamos el
decrecimiento.
Además de este hecho, el
decrecimiento proporciona una explicación sencilla y compacta de lo que
hay que hacer. Y el término resulta lo bastante ambiguo para acoger en
su seno ideas y teorías diversas. No es extraño encontrar autores que se
declaran hoy “decrecentistas” tras haber sido defensores del desarrollo
sostenible.
Críticas al “desarrollo sostenible”. El
desarrollo sostenible es un concepto que se extendió rápidamente en los
años noventa. El término fue introducido por la entonces primera
ministra noruega Gro Harlem Brundtland, autora del informe a la ONU
titulado “Nuestro futuro común”. El desarrollo sostenible es aquel que
permite satisfacer nuestras necesidades sin comprometer la satisfacción
de las necesidades de las generaciones futuras.
Esta
formulación resulta muy interesante, puesto que introduce el concepto
de la solidaridad intergeneracional, pero tiene todavía algunos
problemas que resolver. Estos problemas han hecho que muchos autores
abandonen el término y declaren que no vale la pena trabajar para
aclarar esos puntos más oscuros.
El primer
debate atañía al término en sí mismo. ¿Son “desarrollo” y “sostenible”
términos compatibles? Algunos autores decían que es imposible
desarrollarse sin causar impactos ambientales y sin consumir recursos no
renovables. Para empezar es necesaria una buena definición de
desarrollo. Otra vez según la ONU, “desarrollo” es el proceso de ampliar
la gama de opciones de las personas. Formulado así, es posible desligar
el desarrollo de los requerimientos materiales del consumo.
Y
es también posible distinguir desarrollo de crecimiento. Desde el punto
de vista ambiental es muy sugerente poder distinguir calidad de
cantidad: no todos los modelos de crecimiento económico son igual de
destructivos. No es lo mismo aumentar el consumo de energía a base de
renovables que a base de carbón o nuclear. Tampoco es igual desarrollar
una industria de la construcción para enladrillar el territorio que para
rehabilitar el parque de viviendas ya existente.
Aparece
también un debate en torno al concepto de necesidad. ¿Cuáles de
nuestras necesidades deben satisfacerse lícitamente? Una forma
interesante de resolverlo es aceptar la postura de Manfred Max-Neef,
según la cual, en todas las sociedades y épocas las necesidades humanas
son muy parecidas. Tenemos nueve: subsistencia, protección, afecto,
entendimiento, identidad, libertad, ocio, participación y creación.
Cuando alguna necesidad no se ve cubierta nos enfrentamos con la
pobreza, que puede ser material, cultural, social, espiritual… Lo que
cambia de época en época y de cultura en cultura son los satisfactores,
las formas de satisfacer las necesidades. De esta manera podemos buscar
satisfactores que impacten lo menos posible contra el medio.
También
hay que tener en cuenta la previsión del futuro. ¿En cuántas
generaciones hay que pensar? Hay que reconocer que no sabemos cómo será
el futuro y qué acontecimientos importantes cambiarán el mundo, y en qué
sentido. ¿Cómo saber cómo será el mundo y de qué satisfactores se
dispondrá?
Además, hay que considerar los
tres pilares de la sostenibilidad: ambiental, social y económico. ¿A
cuál se le da más peso? ¿Qué ocurre cuando entran en contradicción? A
menudo nos toca elegir entre un beneficio social a corto plazo, que
implica un cierto impacto ambiental, o bien, la explotación de un bien
natural que permite el desarrollo económico.
Por
si esto fuera poco, el término ha sido asumido por numerosos agentes
económicos y políticos que en absoluto se plantean la necesidad de un
respeto al medio ambiente. Todo se torna en sostenible y ecológico,
incluidos el automóvil privado o la energía nuclear. Se llega a acuñar
el término de crecimiento sostenible, que sí resulta contradictorio, o,
peor aún, crecimiento sostenido.
Desde mi
punto de vista, el desarrollo sostenible, como otros términos que nos
han resultado muy operativos, no debería abandonarse y deberíamos luchar
por su construcción y su interpretación, y porque conserve el
significado original.
El crecimiento y los límites. Es
evidente que la Tierra es un sistema finito y que, a pesar de la
energía que permanentemente le llega del Sol, posee límites: el terreno,
la cantidad de ciertos materiales, etc. Por tanto, resulta extraño
construir una teoría económica y un sistema económico basado en el
crecimiento perpetuo, sin reparar en que esté basado en el consumo de
recursos naturales limitados.
Es necesario
introducir el concepto de límite en la teoría económica y mirar a los
ecosistemas como abiertos, pero finitos. Los bienes naturales deben ser
evaluados de alguna manera. El reciclaje, los procesos cíclicos en que
los productos de uno son los insumos de otro, debería estar en la base
de nuestra producción.
La sostenibilidad
implica consumir solo recursos renovables a un ritmo menor que el que
tardan en regenerarse, siempre que sea posible. Y también implica
sustituir los recursos no renovables por otros renovables.
Pero,
además, es preciso introducir el concepto de límite en las
mentalidades. Seguimos viviendo y consumiendo como si el mundo fuera
infinito, como si los tanques de las gasolineras se llenaran de
combustible de forma mágica y siempre fuéramos a tener combustible
disponible para nuestros coches. Es curioso que, a pesar de la finitud
de nuestra vida, consumamos y vivamos como si todo fuera ilimitado.
Crítica al PIB como indicador. La
forma de medir el rendimiento económico de un país, el Producto
Interior Bruto (PIB), adolece de graves problemas que lo invalidan como
un buen indicador económico.
El PIB a
menudo no tiene en cuenta los recursos naturales, y no cuenta la riqueza
económica que estos suponen, bien cuando se destruyen o cuando se
consumen. Esto hace que se falseen los precios de los bienes y
servicios, puesto que no cuentan de forma íntegra el valor de lo que se
consume. Esto es lo que se conoce como externalidades: el valor de los
productos y de los servicios no reconocido en su precio final. La forma
de corregir este problema, de “internalizar las externalidades”, es
introducir ecotasas que, al menos, lancen señales del valor ambiental y
social de lo que se consume.
El PIB aumenta
cuando se realiza una actividad que daña el medio, sin descontar los
daños que esta actividad produce. Sorprendentemente, los trabajos
encaminados a descontaminar o a restaurar el medio también contribuyen
al PIB. ¿No sería más sensato restar ambas contribuciones?
Las
sinergias entre diferentes impactos o acciones tampoco se tienen en
cuenta en el PIB. Nos limitamos a sumar, cuando muy a menudo el producto
final es más que la suma de los términos. Esto sucede, por ejemplo, con
la contaminación atmosférica en la que se cuentan por separado los
diferentes contaminantes sin considerar el daño combinado que producen.
Otro
problema es que no se pueden contar cabalmente algunos bienes
naturales: ¿cuánto costaría, por ejemplo, la última pareja de ballenas?
Se dice que el valor es el que los consumidores estén dispuestos a pagar
(willing to pay); pero esto no es satisfactorio, por resultar
totalmente subjetivo. Es imposible conocer el valor económico de esas
especies. ¿Cuánto cuesta la vida humana? Según las evaluaciones
económicas, la prima que uno obtendría en un seguro de vida. Ni qué
decir tiene que se trata de una evaluación totalmente insuficiente.
El
PIB debe ser reformado para incorporar paulatinamente los costes
naturales en la contabilidad. Pero, además, se hace imprescindible la
protección de algunos bienes naturales con la regulación y la
planificación.
Un binomio maldito: crecimiento y PIB. Es necesaria otra teoría económica. En efecto, el problema viene de la construcción de un binomio maldito: crecimiento y PIB.
En
la economía realmente existente, el éxito se mide en crecimiento del
PIB, lo que resulta muy negativo, dados los problemas que, como se ha
visto, tienen ambos conceptos. Es necesario criticar el crecimiento del
PIB como medida del éxito económico. No es posible el crecimiento
indefinido del PIB sin ponerle numerosos adjetivos. Habría que señalar
dónde y cómo se puede crecer y dónde no se puede, porque tarde o
temprano se chocará con algún límite si no se tiene cuidado en cómo se
crece. El desarrollo implica añadir el término de “calidad” a la forma
de crecer.
Si mantenemos el PIB como está,
casi ciego al capital natural y a los impactos ambientales, el
crecimiento nos lleva a la superación de límites importantes del planeta
y a producir daños ambientales globales que pueden incluso poner en
cuestión nuestra civilización. El cambio climático es el principal
desafío al que nos enfrentamos. A pesar de que conocemos lo que se debe
hacer para limitar el calentamiento global, las dinámicas políticas y
económicas, junto con los enormes intereses que rodean las emisiones de
gases de invernadero, impiden dar pasos más eficaces en la dirección
apropiada.
Es imprescindible levantar otra
teoría económica que corrija el indicador PIB para evitar los problemas
que hoy conlleva, que pueda tener en cuenta los límites que la
naturaleza impone y que valore de alguna manera los recursos naturales.
En este marco, el decrecimiento no tendría lugar.
Recapitulando. Tras
todo lo dicho, en mi opinión el “decrecimiento” no puede ser una
propuesta a añadir al programa ecologista. Supone, en realidad,
desenfocar el debate. No es buena idea centrarnos en si hay que crecer o
decrecer, sino en construir una forma de desarrollo sostenible.
Las
propuestas ecologistas de aumentar la austeridad privada, disminuir el
consumo de recursos, construir unos valores basados más en el ser que en
el tener, primando la calidad sobre la cantidad, siguen siendo vigentes
y no es preciso buscar nuevos conceptos.
Más
aún, un programa de políticas ecologistas podría producir crecimiento
en el corto plazo, incluso en los países industrializados. Habría que
cambiar el modelo energético, lo que implicaría detener las centrales
nucleares, y proceder a su desmantelamiento, y aumentar la producción e
instalación de sistemas para explotar las energías renovables; todo ello
supondría actividad económica que sumar al PIB.
Habría,
también, que proceder a la rehabilitación del parque de viviendas para
que fueran más eficientes energéticamente, lo que produciría actividad
en el sector de la construcción y crecimiento del PIB. Lo mismo habría
que decir de la modificación del urbanismo, etc. Todas estas
actividades, por cierto, suponen la creación de numerosos puestos de
trabajo.
Es cierto que, a largo plazo, el
respeto con el medio ambiente implicaría un estancamiento secular e,
incluso, decrecimiento económico. Pero aún falta camino que recorrer
para llegar ahí.
La aceptación del
decrecimiento como guía supone abandonar el trabajo para reformar la
teoría económica y el PIB como índice. Habría que explicar que, en
realidad, no nos importaría crecer en algunos aspectos: economía
inmaterial, o basada en energía y productos renovables, y servicios
sociales.
Encerrarnos en el decrecimiento
nos mete en un callejón sin salida. Renunciamos a reformar el desarrollo
realmente existente y lo impugnamos, en lugar de buscar estrategias que
permitan combinar la mejora de las condiciones de vida de las
sociedades, urbanas y rurales, con la protección ambiental.
El
decrecimiento no es ni siquiera un buen eslogan en época de crisis. En
estos momentos, la sociedad asocia decrecimiento a crisis y a problemas
económicos. Sería necesario explicar que el decrecimiento económico
habría de venir acompañado de un sinnúmero de medidas de emergencia
social, de redistribución de los recursos y de cambios en el modelo
energético y productivo. Algunos autores hablan de “decrecimiento
sostenible” para tener en cuenta todos estos problemas.
En
mi opinión, es mejor seguir trabajando por perfeccionar el concepto
“desarrollo sostenible” e intentar pulirlo para librarlo de los
problemas que conlleva. También es preciso seguir luchando por la
interpretación del término, despojándolo de lecturas interesadas.
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