Ramón
Fernández Durán y Luis González Reyes -
La espiral de la energía
"De
una relación bastante igualitaria entre sexos se fue pasando a otra
radicalmente distinta, en la que las mujeres perdieron poder en todos
los ámbitos. El patriarcado no implicó una menor interdependencia
social. Los hombres realmente no fueron más “independientes” que
antes. Lo que ocurrió fue que las interdependencias se
invisibilizaron y las tareas para el sostén social se repartieron
desigualmente en base a relaciones de poder. En Afroeurasia, hacia
1500 a.C. el patriarcado era ya la norma social (Hernando, 2012),
como se observa en múltiples elementos: la presencia femenina en el
arte y en la religión quedó en un segundo plano, desapareció el
erotismo y el carácter protector de lo femenino, en la religión y
en la política las mujeres fueron relegadas a ser consortes de los
poderosos. ¿Cómo se alcanzó esta situación y por qué?
Ya
argumentamos como una cantidad creciente de hombres fueron
adquiriendo una identidad individual, mientras las mujeres
(especializadas en labores con menos movilidad) mantenían una
identidad relacional. La identidad individual aumentó la conciencia
sobre sí de los hombres y un mayor desarrollo de sus habilidades
racionales. El entrenamiento de la razón fue facilitando el éxito
social, entre otras cosas porque se puso al servicio en gran parte de
la dominación en una incesante carrera tecnológica y armamentística
(Por ejemplo, la metalurgia ya era conocida antes de la civilización
dominadora, pero su desarrollo, con la aparición y generalización
del uso del bronce y del hierro, se encuentra íntimamente
relacionada con los usos bélicos.), y supuso un mayor control de la
naturaleza. Así, el proceso se realimentó a sí mismo fortaleciendo
la identidad individual y dando cada vez más valor a lo racional.
De
este modo, los hombres “independientes” fueron forjando una
autoimagenen el plano consciente de seguridad en base a sus
capacidades racionales. Cuanto más reforzaron ese plano, más fueron
enterrando la comprensión y exteriorización de sus emociones. Sin
embargo, la necesidad de seguridad mediante la adscripción al grupo
siguió intacta, aunque pasó a un plano más inconsciente (Fromm,
2008; Hernando, 2012). Este lazo afectivo lo garantizaron a través
de las mujeres (sus parejas, amantes y madres). Además, esta
seguridad también la consiguieron en base a la adscripción
emocional a grupos de iguales (el de los caudillos, así desde 2500
a.C., en Europa occidental aparecen en las tumbas de los jefes una
similitud de vestimentas y de objetos que dan cuenta de
comportamientos parecidos. De este modo, las élites de cada sociedad
se adscribían a un grupo de élites globales (Hernando, 2012)). Los
hombres obligaron a las mujeres a especializarse en las labores
emocionales, ya que fueron ellas las que les permitieron mantener los
vínculos con el grupo, su seguridad. La conversión de la
heterosexualidad en norma durante esta etapa encajaría con esta
necesidad masculina del sostén femenino (Kottak, 2006; Hernando,
2012). Al avanzar, el patriarcado se realimentó a sí mismo, ya que
los hombres pudieron adentrarse más en el mundo de la razón porque
las mujeres les servían de sustento emocional por detrás. Mientras
ellos perdían su capacidad de empatizar, ellas la mantenían y, con
ello, les sostenían. Además, las mujeres con una identidad
relacional también conseguían seguridad supeditando su devenir a un
hombre (Hernando, 2012).
Conforme
los hombres minusvaloraban el papel de las emociones, la labor
fundamental de sostén emocional femenino fue perdiendo enteros a
nivel social. Pero la cuestión no fue solo el sostén emocional,
sino del resto de labores imprescindibles para el cuidado de la vida,
que los hombres fueron dejando en manos exclusivamente de las
mujeres. Estos trabajos fueron teniendo cada vez menos prestigio
social. Es en este momento cuando se podría hablar de género en el
sentido de especialización social jerarquizada de labores entre
sexos. A la desvalorización social de las tareas encomendadas a las
mujeres ayudaron factores como que la sociedad fuese cada vez más
violenta y fuesen los hombres quienes más capacidad tenían de
ejercerla. Mientras en el pasado la reproducción de la vida
(protagonizada por las mujeres) había tenido el máximo
reconocimiento social, ahora lo tenía la muerte (ejecutada por
hombres). En este sentido, el patriarcado no se puede concebir sin la
guerra, como tampoco el Estado ni el inicio de la explotación de la
naturaleza.
El
patriarcado es funcional a la sociedad dominadora en más sentidos.
Como hemos visto, la propiedad privada cobró un papel clave. Para
poder determinar la transmisión de esta propiedad (que es también
la del poder) fue necesario conocer con certeza el parentesco o,
dicho de otro modo, las mujeres no podían tener una sexualidad libre
(En Afroeurasia aparecen, a partir de 1800 a.C., enterramientos de
niños con ajuares de lujo, lo que indica la existencia de linajes
(Hernando, 2012)). Este fue un argumento más a favor de las
relaciones matrimoniales cerradas e indisolubles.
Esta
no es la única causa por la que la sociedad dominadora tuvo que
desarrollar el control sobre la sexualidad femenina. Como abordaremos
un poco más adelante, uno de los saltos energéticos básicos de
esta etapa fue el control, por parte de unos pocos, de la fuerza de
trabajo de la mayoría de la población (ya sea mediante trabajo
esclavo o por distintas formas de servidumbre). Nuevamente aquí las
mujeres cumplían un papel clave, ya que son ellas las que permiten
la reproducción de esta mano de obra y, por lo tanto, el control de
su cuerpo está íntimamente relacionado con la perpetuación y el
crecimiento de esta fuerza de trabajo (Federici, 2011a).
Además,
en sociedades guerreras, el dominio de los hombres sobre las mujeres
también se hizo fundamental para conseguir que fuesen ellos quienes
recibiesen la mejor alimentación durante los periodos de
enfrentamientos, o para fomentar el incremento poblacional masculino
a través del control de la fertilidad y del infanticidio femenino
(García Moriyón, 2001; Harris, 1986, 2006).
En
una sociedad en cuya cima se situaron los guerreros masculinos, estos
también terminaron copando las labores de gobierno y de control
religioso institucionalizando, reforzando y reproduciendo el
patriarcado. Si la guerra es un elemento clave en el desarrollo
científico, no es de extrañar que la producción de conocimiento
esté controlada por hombres. En definitiva, no solo el poder
político, sino también el conocimiento administrativo y científico
se fueron centrando en un solo sexo. En la génesis del patriarcado
también está que el ámbito público se fue reflejando en el
privado. Si el Estado se organizaba jerárquicamente, la familia
también lo hacía: el rey estatal equivalía al padre de familia.
Pero la relación no era únicamente especular, también era de
realimentación, poniendo en el plano privado las bases educativas
que permitiesen la reproducción de la jerarquía en el ámbito
público y viceversa.
Aunque
al principio el proceso debió ser paulatino y poco perceptible
(Hernando, 2012), llegó un momento en que no fue así. Desde
entonces, la opresión de las mujeres se consiguió mediante la
violencia y el sistema de valores. Si la transformación del hombre
en guerrero requirió toda una serie de ritos de iniciación, la
conversión de la mujer en sirvienta y el control masculino de su
sexualidad también necesitó otra serie de procesos iniciáticos y
de creación de subjetividades hasta que fuesen las mujeres mismas
quienes perpetuasen esa función.
Este
fenómeno no tuvo la misma extensión en todos los territorios. Al
principio fue menos acusado (Las zonas más inaccesibles continuaron
teniendo relaciones más igualitarias entre hombres y mujeres. Por
ejemplo, en el norte de Escocia, Irlanda y Euskadi las mujeres
siguieron gozando de libertad para casarse y divorciarse cuando y con
quien quisiesen (Taylor, 2008). En algunos de los primeros Estados,
como el egipcio, las mujeres siguieron disfrutando de derechos como
el de trabajar fuera de casa, casarse con extranjeros, vivir solas y
comerciar. En contraste, el Código de Hammurabi estipulaba que la
entrega de la mujer puede compensar el pago de deudas o en la Grecia
clásica las mujeres no tenían derecho a vivir solas ni a la
participación política (Lietaer, 2000). En 3400-3200 a.C., en las
sociedades de las estepas euroasiáticas en muchos enterramientos el
rango de hombres y mujeres era todavía similar (Anthony, 2007), a
pesar de que el cambio civilizatorio ya había empezado) y con el
tiempo, los grados de profundización del patriarcado y sus
expresiones fueron variando (En el Egipto ptolemaico, las mujeres
consiguieron derechos de propiedad y cierto poder político (Kotkin,
2006).
Otro reflujo patriarcal sería la Europa feudal, (como desarrollaremos más adelante). Además, en la economía familiar campesina, la mujer no estaba relegada únicamente a las labores en el ámbito doméstico, pues era imprescindible en las tareas agrícolas. En general, en el mundo campesino hubouna menor profundización del patriarcado que en los estamentos superiores de la jerarquía. Esto, sin embargo, fue cambiando con los siglos, en los que los hombres fueron traspasando al ámbito privado las relaciones de dominación que se iban imponiendo el público (Christian, 2005).”
Otro reflujo patriarcal sería la Europa feudal, (como desarrollaremos más adelante). Además, en la economía familiar campesina, la mujer no estaba relegada únicamente a las labores en el ámbito doméstico, pues era imprescindible en las tareas agrícolas. En general, en el mundo campesino hubouna menor profundización del patriarcado que en los estamentos superiores de la jerarquía. Esto, sin embargo, fue cambiando con los siglos, en los que los hombres fueron traspasando al ámbito privado las relaciones de dominación que se iban imponiendo el público (Christian, 2005).”
Texto
extraído de el libro 'La espiral de la energía' de Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes
http://www.menospetroleo.blogspot.com.es/2013/04/el-origen-de-las-sociedades-de.html
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