José David Sacristán de Lama - Crónicas desde el Titanic
Bajo
el látigo de los poderes fácticos (el tardocapitalismo neoliberal),
llevamos tiempo sufriendo medidas económicas de recortes, que se
justifican macroeconómicamente por la necesidad de depurar y sanear
las cuentas del sistema: una parada estratégica del vehículo en el
taller para que pueda seguir haciendo kilómetros. Estas políticas
suscitan resistencias y críticas, no sólo por consideraciones
sociales, sino también con argumentos puramente económicos: los
recortes, el adelgazamiento de los costes salariales y de las
prestaciones sociales, hunden el consumo y sofocan así una posible
recuperación de la producción, originando un círculo vicioso
depresivo del que sería difícil o imposible salir; la ambición
termina volviéndose contra los ambiciosos. En consecuencia, y por el
contrario, deberían llevarse a cabo políticas expansivas que
estimularan el consumo para reactivar la economía. Parece muy
razonable y desde luego es mucho más social… dentro de la lógica
del sistema. Pero ¿es esto todo lo que se nos ocurre?
Me
temo que así no se resuelve la contradicción interna, insalvable,
en la que vuelvo a insistir desde estas páginas: si se reduce el
consumo, el sistema no funciona, y si no se reduce el consumo, se
agotan los recursos. Por cualquiera de las dos vías se acaba siempre
en el mismo punto: colapso. Dentro del sistema no hay
salvación.
En
este asunto, si se me permite la redundancia, la única alternativa
es ser “alternativos”. No es nada original. Son muchas las voces
que llevan tiempo advirtiendo sobre ello y que ofrecen las recetas,
aunque el ruido oficial no permite escucharlas con suficiente
nitidez: no puede haber economía sana sin ecología; el fundamento
económico no debe ser el lucro y el consumo compulsivo, sino la
atención a las necesidades y el equilibrio con la naturaleza.
Cuando, de la mano del sistema reinante, la población se ha
disparado más allá del nivel que el propio sistema puede atender,
por encima de los recursos que el sistema puede movilizar para
alimentar de manera continuada una promesa de buena vida universal,
no queda más remedio que limitar el consumo hasta el nivel de la
sostenibilidad. Uno de los movimientos que ejemplifica esta idea,
entre otros muchos que ponen el énfasis en uno u otro punto pero
coinciden en sus líneas principales, es el denominado Decrecimiento,
cuyas propuestas equiparan algunos a la política de recortes. ¿En
qué quedamos? ¿Qué diferencia hay entre el Decrecimiento y la
política de recortes que padecemos y que tanto criticamos?
Sólo
desde la mala fe o la pereza intelectual se pueden asimilar ambas
vías. La política neoliberal de recortes da preeminencia a la
contabilidad macroeconomica sobre las personas y aprovecha la crisis
para llevar a cabo la revolución conservadora a la que siempre han
aspirado los poderosos, reduciendo salarios y evitando gastos
sociales (ese enojoso estado del bienestar, tan antieconómico).
Cuando los límites del crecimiento se hacen evidentes, cuando la
trama piramidal del crecimiento se derrumba, tratan de salvar su
chiringuito. Son los demás quienes deben sacrificarse, para no
perder –e incluso aumentar– ellos su parte. La revolución
conservadora es una huida suicida del sistema hacia adelante, con la
promesa de una incierta recuperación y una vuelta al consumo
compulsivo.
Por
su parte, el Decrecimiento se sitúa fuera del sistema, que juzga
inviable, y propugna una economía de escala humana, al servicio de
las personas en una coyuntura de superpoblación y de recursos
limitados que no se pueden sobreexplotar sin hipotecar el futuro. En
este marco, frente al actual modelo competitivo, promueve un mundo
cooperativo y un sistema productivo que atienda las necesidades
generales, repartiendo el trabajo y sus frutos, generando verdadero
tiempo libre para el desarrollo personal, en vez de paro. Se
dirá que repartir la pobreza es menos gratificante que repartir la
riqueza, pero lo cierto es que, en el sistema tardocapitalista, la
riqueza siempre se concentra y nunca se reparte (los ricos nunca
comparten más de lo indispensable) y se genera con unos peajes
individuales y sociales (estrés, competitividad, desigualdad, paro,
exclusión…) que no compensan los beneficios, que además se
recortan cuando conviene.
La
adaptación a los recursos disponibles supone, junto a otro modelo de
producción, una limitación de los excesos y una contención del
consumo, pero no tiene por qué significar una pérdida de calidad de
vida. Además, los sacrificios pueden parecer poco atractivos como
aspiración humana, pero no se trata de una meta final, sino de un
paso obligado para salir del actual atolladero. Es obvio que ganarían
todos aquellos que hoy están excluidos de los beneficios del
sistema, pero también a los demás nos liberaría de las necesidades
artificiales que no producen auténtico bienestar, que nos adocenan,
que nos estresan y nos apartan de la vida. En su lugar, podríamos
recuperar y degustar mejor los placeres sencillos, el cultivo de la
amistad, el acercamiento a la naturaleza, el aprecio del conocimiento
y de la belleza, de la vida sosegada y amable que predica el
movimiento Slow (empezó con la comida –Slow Food–
pero ya es una filosofía de vida); en fin, todas esas rarezas de las
que la actual vorágine nos aparta, a las que se pone precio, que se
encapsulan en los museos y reservan a las élites en palacios
de ópera.
Las
propuestas voluntaristas o bienintencionadas de reactivación de la
economía, incluso cuando critican el modelo inhumano de reforma
macroeconómica, son meros intentos de salida del bache dentro del
sistema. Podrían servir como receta coyuntural, como fórmula de
transición, pero no resuelven el problema de fondo de la
insostenibilidad; un problema tan grave que ni siquiera hay que
contemplarlo a largo o medio plazo. Para atravesar el actual cuello
de botella, es necesario ir poniendo ya, al mismo tiempo, las bases
de un nuevo modelo económico. La izquierda no se ha sacudido todavía
un cierto grado de incertidumbre y contradicción: asume
superficialmente el discurso ecologista, pero no acaba de abandonar
decididamente el campo de la economía clásica. Se diría que ha
terminado por resignarse a ella y que su labor es humanizarla en la
medida de lo posible, limando sus aristas, pero sin cuestionar ya sus
bases. No acaban de interiorizar que es necesario refundar la vida
humana sobre otros presupuestos e ideas, dar un salto y salirse de la
actual vía, porque el camino ecologista se sitúa en otro plano y
discurre por otro territorio.
Por
supuesto, queda flotando una incógnita inquietante. Todo lo dicho
puede estar bien, pero, ¿cómo se hace para cambiar de sistema?
¿Cómo nos bajamos del tren en trance de descarrilar y nos subimos a
otro? ¿Cómo nos cambiamos de casa sin quedarnos mientras tanto a la
intemperie? ¿Cómo hacerlo, cuando nuestro casero es muy poderoso y
no quiere dejarnos salir? ¿Ha pasado ya el tiempo de las
revoluciones? ¿Servirán las protestas y el activismo? ¿Se
ablandará el casero cuando la amenaza de ruina dé paso a evidentes
derrumbes? Y, entonces, ¿no será ya tarde? La inercia y la fuerza
de los intereses son tan grandes que uno piensa si todo esto no será
un mero desahogo. Piensen en el nombre de este blog: “Crónicas
desde el Titánic”.
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