Antonio Morales Méndez
El
pasado día 2 de noviembre la ONU volvió a lanzar una dura
advertencia a la humanidad sobre el deterioro del planeta a causa del
cambio climático. Casi un millar de científicos han elaborado un
extenso informe, preparatorio de la Convención Marco de las Naciones
Unidas sobre Cambio Climático de París del próximo año, en el que
concluyen que si no se toman las medidas adecuadas “no hay un plan
B, porque no existe un planeta B”. Como señala el responsable de
la Organización Meteorológica Mundial, “con este informe en las
manos, la ignorancia ya no puede ser un argumento para justificar la
inacción”. Según el Panel Intergubernamental contra el Cambio
Climático (IPCC), los países deben limitar las emisiones de gases
de efecto invernadero -abandonando los combustibles fósiles,
fundamentalmente -, entre un 40% y un 70% para 2050 y eliminarlas
totalmente en 2100. Los científicos encargados de velar por el clima
y la supervivencia afirman que la lucha por impedir el aumento de la
temperatura global en 2ºC, mejorando la eficiencia energética,
puede ser la gran revolución económica del siglo XXI.
Para
hacer frente al daño ecológico en la Tierra, desde los años
setenta se puso en marcha un movimiento encaminado a generar una
conciencia mundial sobre el desarrollo sostenible, el desarrollo
sustentable o el desarrollo perdurable: el primer informe del Club de
Roma en 1971; la Conferencia de Estocolmo, en el 72; la ONU y su
proyecto de Ecodesarrollo; la comisión Brundtland, que acuñó el
término de Desarrollo sostenible, entendido como el desarrollo que
“permite satisfacer las necesidades actuales sin comprometer las
necesidades de las generaciones futuras”; de nuevo el Club de Roma
(20 años después); la Cumbre de Río del 92; la Agenda 21; Kioto;
la Carta de Aalborg; la Declaración del Milenio de la ONU del 2000;
el informe Stern; las Cumbres de Bali y Copenhague y otras.., y por
tercera vez el Club de Roma, planteándonos un escenario muy
preocupante para el 2052.., y los informes contundentes del IPCC,
entre otros. Todos ellos han marcado una agenda para la preservación
del medio ambiente frente al desarrollismo y el agotamiento de los
recursos y para intentar romper con los desequilibrios entre los
pueblos de la tierra.
Pero
hasta ahora ha servido de muy poco. La realidad es que la temperatura
del planeta sigue creciendo, el deshielo del Ártico y los glaciares
se hace más patente, las catástrofes naturales se suceden con
frecuencia, el nivel del mar continúa aumentando, la seguridad
sanitaria, la pobreza y la desigualdad no dejan de avanzar…
Mientras todo esto sucede, una gran parte del capitalismo salvaje lo
niega; otros consideran que no tiene ningún sentido restringir el
crecimiento dado que si los países desarrollados lo hicieran, detrás
vendrían los emergentes y más tarde los países menos desarrollados
y que en definitiva no hay más opciones que las de seguir creciendo
y consumiendo; algunos defienden que sería demasiado caro combatirlo
o que la Tierra genera suficientes recursos y energía inagotable y
otros se apropian inmoralmente del término sostenible para intentar
edulcorar las prácticas neoliberales más duras, intentando
impregnarlas de legitimidad medioambiental.
Son
estos últimos los que han conseguido prostituir el término hasta
convertirlo en algo huero, carente de significado y vehículo
justificativo de las políticas neoliberales socialmente injustas y
de crecimiento sin freno que, aluden, pretenden ser limitadas por el
empecinamiento de los estados de intervenir en la economía y quebrar
la pureza de los mercados libres que no deben tener más límites que
los de su propio ejercicio. Un ejemplo claro del envilecimiento del
término sostenible nos lo mostraba hace unos días el presidente de
Repsol, la compañía que quiere poner en riesgo nuestro turismo y
nuestra biodiversidad con prospecciones y extracciones de petróleo
en aguas canarias. Antonio Brufau firmaba un artículo en el
periódico Cinco Días, el mismo fin de semana en que el IPCC hacía
público su informe, que titulaba “Un viaje hacia la
sostenibilidad”. Para el petrolero la sostenibilidad consiste en
poner la innovación en el centro de la estrategia empresarial y en
tener capacidad de transformación para crecer reformulando las
propuestas y el trabajo compartido del personal. Más de lo mismo
pero con más eficiencia para producir más y para ganar más y ni
una palabra en el texto sobre el medio natural. Nada dice de poner
fin a las reformas laborales que han empobrecido a los trabajadores y
cercenado sus derechos. Ni de la necesidad de transformar el modelo
energético ni de frenar las extracciones de fósiles, cada vez más
escasos y situados a mayor profundidad, de acuerdo con las
indicaciones de la Agencia Internacional de la Energía (AIE), que
insta a que dos tercios permanezcan sin extraer.
Por
estas y otras razones empieza a hacerse hueco a nivel planetario una
corriente que hunde sus raíces en la economía y en la filosofía
(Georgescu Roegen, Latouche, Taibo. Mosangini…), que se opone al
crecimiento continuo, revestido en muchas ocasiones de sostenibilidad
amañada y que plantea la necesidad de que empecemos a pensar en que
la supervivencia de Gaia solo es posible desde el decrecimiento.
Desde el freno al crecimiento y al consumo ilimitado. Desde un cambio
de modelo que se enfrente a la obsolescencia programada, al gasto
energético sin control, al consumo desmedido, al derroche que obvia
lo finito de los recursos. A las injusticias sociales.
En
estos días pudimos leer en el digital Público una interesante
polémica, con este debate como trasfondo, entre Juan Torres y
Antonio Turiel, previa a una no menos esclarecedora entre V. Navarro
y Florent Marcellesi. Turiel, al hilo de los comentarios en las redes
sobre el encargo de Podemos a Torres y Navarro de su programa
económico, los acusaba de defender propuestas neokeynesianas de
crecimiento basado en la redistribución, sin más, frente a la
austeridad suicida del neoliberalismo. Mientras el keynesiano Paul
Krugman afirmaba recientemente que es errónea la idea de que el
crecimiento es incompatible con las medidas climáticas, el
socialdemócrata español y exministro Jordi Sevilla se preguntaba si
es posible crecer sin crecer en PIB. Lo que si parece estar claro es
que cada vez son más los que cuestionan que el único indicador de
la economía y de la calidad de vida sea el PIB y no otros índices
de progreso, desarrollo humano y calidad de vida que miden más allá
del crecimiento económico puro y duro.
Indicadores
como la Encuesta Mundial de Valores son tajantes a la hora de afirmar
que el ritmo de consumo desenfrenado no solo pone en riesgo la salud
del planeta sino que separa al 28% de la población pudiente mundial
de las otras tres cuartas partes cuyo máximo objetivo es sobrevivir.
Y existen muchas alternativas a este modelo neoliberal que pasan por
no aceptar que solo valemos si consumimos; que tenemos que apostar
por lo cercano en sus acepciones humanas y económicas; que los
medios de producción no pueden estar en manos de unos pocos que
condicionan nuestra existencia; que lo público debe ser garante de
una redistribución justa y ambientalmente sostenible de los
recursos; que la eficiencia, el ahorro y el cambio de modelo
energético son imprescindibles; que no podemos renunciar a la
justicia social y a la igualdad… Eso debe ser, en definitiva, el
desarrollo sostenible no corrompido. Como afirma Adela Cortina (Lo
sostenible no es siempre lo justo. El País), “por eso en el caso
de las sociedades es aconsejable sustituir el discurso de la
sostenibilidad por el de la justicia, el del desarrollo sostenible
por el del desarrollo humano y la sostenibilidad medioambiental. Y en
vez de empeñarse en construir una economía o una sanidad
sostenibles, en vez de hablar de pensiones o ayudas a la dependencia
sostenibles, bregar para que sean justas”.
Antonio
Morales Méndez es Alcalde de Agüimes
0 comentarios:
Publicar un comentario