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¿Por qué el decrecimiento?

Carlos Taibo


Hay muchos aspectos de la vida al uso que parecen remitir a verdades reveladas. Uno de ellos afecta a las presuntas virtudes, al parecer incuestionables, del crecimiento económico. Lo que al respecto se nos suele decir es que allí donde hay un crecimiento palpable lo común es que exista también cohesión social, se hayan alcanzado niveles altos de consumo, los servicios sean solventes y, en fin, la pobreza, la desigualdad y el desempleo no ganen terreno.


Sobran las razones, a mi entender, para recelar de todas esas
supersticiones. El crecimiento económico no genera, o no genera necesariamente, cohesión social. La idea de que se traduce inequívocamente en la creación de puestos de trabajo se ve desmentida por lo ocurrido en las tres últimas décadas en el mundo desarrollado.

Por otra parte, se salda muy a menudo en agresiones medioambientales literalmente irreversibles al tiempo que provoca el agotamiento de recursos básicos que sabemos no van a estar a disposición de las generaciones venideras. El crecimiento de los países ricos bebe, en un grado u otro, y en paralelo, del expolio de los recursos, humanos y materiales, de los países pobres, circunstancia que debiera plantear, claro, un problema moral elemental.

Para que nada falte, y en fin, en el terreno individual el crecimiento se traduce a menudo en un modo de vida de esclavo que nos invita a concluir que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más bienes acertemos a consumir.

Frente a todo ello, la perspectiva del decrecimiento nos dice que en el norte rico tenemos inexorablemente que reducir los niveles de producción y de consumo, de la misma manera que estamos obligados a redistribuir radicalmente la riqueza. Pero reivindica, además, al amparo de la firme convicción de que podemos vivir mejor con menos, la introducción de principios y valores muy diferentes de los que hoy aplicamos. Así, aconseja recuperar la vida social que hemos ido dilapidando, obsesionados como estamos por la producción, el consumo y la competitividad.
 Reclama el despliegue de formas de ocio creativo, no vinculadas con el dinero. Sugiere que repartamos el trabajo, una vieja demanda sindical que infelizmente fue muriendo con el paso del tiempo. Reivindica la reducción de las dimensiones de muchas de las infraestructuras que empleamos. Propone la recuperación de la vida local, frente a la lógica depredadora de la globalización y en un escenario de reaparición de fórmulas de democracia directa y de autogestión. Y, en el terreno individual, en fin, plantea que abracemos la sobriedad y la sencillez voluntarias.

Alguien podría pensar que esos principios y valores nos sitúan fuera del mundo. Creo firmemente que no es verdad. Están presentes en muchas de las prácticas históricas del movimiento obrero, se revelan con fortaleza en el trabajo de cuidados que realizan fundamentalmente mujeres, permean el funcionamiento de la propia institución familiar, claramente vinculada con el regalo y la gratuidad y, en suma, adquieren carta de naturaleza en muchos de los elementos de sabiduría popular de nuestros campesinos viejos y en muchas de las conductas de esos habitantes de los países del sur que nos empeñamos en describir como primitivos y atrasados.

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