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Descrecimiento: debate emergente y discusión abierta para impugnar el paradigma del desarrollo

Alonso Merino Lubetzky
Introducción

El descrecimiento es aún una perspectiva marginal dentro de las propuestas contestatarias al desarrollo. Joven en tanto constructo teórico, antaño en cuanto a sus demandas. En lo que sigue se hace un esfuerzo por enmarcar el debate del descrecimiento ubicando algunos marcadores históricos de su irrupción en la discusión pública, política y teórica. El presente escrito intenta identificar las condiciones que le dieron origen, pero también las que hoy día sirven para justificarlo, en un ánimo de cuestionar el desarrollo como proyecto civilizatorio occidental dominante, el cual ha negado las miradas alternativas, las terceras vías.

Se sostiene que el descrecimiento no es una mirada conciliadora de posturas ya caducas, toda vez que explora los lados ensombrecidos del desastre social y ecológico que ha dejado a su paso el capitalismo y, por lo tanto, precisa de una mirada más fina y más crítica. Afortunadamente y no, el descrecimiento –a nuestro juicio– se constituye de un cúmulo de miradas que derivan de movimientos sociales, de iniciativas intelectuales, científicas y políticas, y, por ello, siendo tan ambicioso, el debate del descrecimiento sigue y seguirá abierto por mucho tiempo.

Discursos inaugurales y la frontera sur del Trópico de Cáncer

No hay alternativa (There Is No Alternative o TINA de Margaret Thatcher, ex primer ministra británica) ha sido un eslogan que tácita o explícitamente ha sido utilizado para defender a ultranza el desarrollo industrial, la liberalización del comercio, la globalización capitalista, el retraimiento del Estado de la economía y el crecimiento ilimitado como única vía al bienestar desde mediados del siglo XX (Bennholdt-Thomsen y Mies, 1999; Latouche, 2017); un eslogan anclado a aquél discurso que Harry Truman, en 1949, preconizó al término de la Segunda Guerra Mundial en el Inaugural Address, determinando el subdesarrollo de los países pobres y el imperativo de los países ricos, como Estados Unidos, de proveer de la ayuda internacional para desarrollarlos (Illich, 2008; Esteva, 2009; Latouche y Harpagès, 2011; Valencia, 2017). Quizás sea este discurso uno de los referentes más importantes en el desafortunado matrimonio entre las ideas-fuerza del desarrollo, el crecimiento, la industrialización y, aunque negada, la colonización persistente del Tercer Mundo:

[…] en cooperación con otras naciones, debemos fomentar la inversión de capital en áreas que necesitan desarrollo. Nuestro objetivo debe ser ayudar a los pueblos libres del mundo, a través de sus propios esfuerzos, a producir más alimentos, más ropa, más materiales para la vivienda y más poder mecánico para aligerar sus cargas. […] Con la cooperación de empresas, capital privado, agricultura y trabajo en este país, este programa puede aumentar considerablemente la actividad industrial en otras naciones y puede elevar sustancialmente sus niveles de vida. El antiguo imperialismo, la explotación con fines de lucro extranjeros, no tiene cabida en nuestros planes. Lo que prevemos es un programa de desarrollo basado en los conceptos de un trato democrático justo. Todos los países, incluido el nuestro, se beneficiarán enormemente de un programa constructivo para el mejor uso de los recursos humanos y naturales del mundo. La experiencia demuestra que nuestro comercio con otros países se expande a medida que avanzan industrial y económicamente. Una mayor producción es la clave para la prosperidad y la paz (Truman, 20 de enero de 1949)1.

Un co-discurso científico acompañó también al surgimiento político del desarrollo, encontrando su derrotero en la llamada economía del desarrollo o teorías del desarrollo. Entre los años 40 y 80, hasta antes del surgimiento del neoliberalismo, éstas surgen como respuesta a la preocupación de los estudios económicos en torno al “atraso” social, político y económico de algunos países y sociedades del mundo con respecto a los países con un crecimiento económico más pujante (Gutiérrez y González, 2010).

Las teorías del desarrollo intentaron explicar los orígenes de esta disparidad del producto interno bruto entre países para dirigir las políticas económicas con la pretensión de emparejar el subdesarrollo de los países periféricos al desarrollo de los países centrales. Las teorías del desarrollo buscaron disminuir las diferencias o disparidades entre los países ricos y pobres en cuanto al nivel de satisfacción de necesidades, a la creación de empleos, de mayor crecimiento económico, de aumento progresivo de los salarios, de incremento del bienestar, imponiendo como referente global el crecimiento industrial de los países occidentales (Gutiérrez y González, 2010).

En la actualidad, sin embargo, prima el paradigma económico neoclásico por encima de la visión clásica de la economía (Carrasco, 2006), el cual da sus fundamentos teóricos al neoliberalismo. El neoliberalismo no es otra cosa que un proceso de reestructuración del capital con la finalidad de globalizar la acumulación capitalista por medio de la apertura de mercados y nichos comerciales, eliminando las barreras estado-nacionales, así como formando oligopolios y cadenas de valor transnacionales. En este contexto de cambio estructural de la conformación geopolítica y macroeconómica del mundo, los gobiernos nacionales, nos recuerda Machuca (2009), “se hallan sometidos a presiones que no dan lugar a la posibilidad de optar por vías ‘alternativas’” (25), ya que son los organismos financieros internacionales los que condicionan las políticas económicas –previo endeudamiento de los países “subdesarrollados” por la contracción de deuda externa para el sostenimiento del modelo de sustitución de importaciones o industrialización hacia adentro que rigió la escena económica como antesala del neoliberalismo.

Sin embargo, para el tema que nos ocupa, el tiempo parece congelado en aquel 20 de enero de 1949. Hoy día, en los Estados Unidos, Donald Trump ha atribuido a su administración “el giro económico de buen crecimiento” (economic turnaround) para distanciarse políticamente de la administración de Obama. En México, el presidente electo próximo a ocupar la silla presidencial, Andrés Manuel López Obrador, ha reiterado, una y otra vez, el interés de su administración de “crecer en el sexenio, en promedio, 4%, el doble de lo que se creció en el periodo neoliberal” (Andrés Manuel López Obrador en Monroy, 2018). Una muestra de ello es la propuesta de activación turística y comercial del Tren Maya en el sureste del país, alegando, casi sin perder la oportunidad, la “falta de desarrollo y crecimiento en la región sureste”.

Declaraciones y posturas como estas dominan el imaginario colectivo tanto de políticos y empresarios, como de académicos, tomadores de decisiones y amplios sectores poblacionales en el plano nacional e internacional. Al tiempo que escribo estas líneas, varios miles de migrantes centroamericanos han sido expulsados de sus respectivos países de origen en Centroamérica, hallándose en tránsito a través de México rumbo a EUA. En redes sociales y medios periodísticos leí con recurrencia una atinada precisión: en tanto expulsados por la fuerza de sus países, los “migrantes” son más bien refugiados, desplazados. Los motivos del éxodo oscilan desde el desempleo, los bajos ingresos, la pobreza y la marginación, hasta golpes de Estado, reacomodo de las fuerzas político-electorales, intervenciones extranjeras, extrema violencia, genocidio, criminalidad y cambio climático.

Ante ello, el presidente norteamericano y su gestión han desplegado una defensa armada de la frontera sur de su país para detener las caravanas de mujeres, hombres, niñas y niños. En nuestro país, la sociedad ha reaccionado al paso migrante de forma ambivalente, prestando, por un lado, ayuda solidaria y humanitaria, pero por el otro, mostrando extrema xenofobia, clasismo, racismo y un nacionalismo exacerbado.

Este panorama, a pesar de las sucesivas, recurrentes y selectivas focalizaciones mediáticas, es un panorama que se extiende a lo largo y ancho del mundo. Así, al alba del siglo XXI, en pleno 2018, a EUA llegamos mexicanos y centroamericanos, a Colombia, Ecuador, Perú, Brasil y Chile llegan venezolanos, a España, Italia, Grecia y Francia arriban desplazados subsaharianos y norafricanos. En todas estas rutas migratorias se erigen fronteras y muros geográficos, políticos, físicos, burocráticos, simbólicos y étnicos. Sin ser exclusivo de esta crisis socioecopolítica, el fenómeno migratorio de esta naturaleza encubre una causalidad que atraviesa a otros fenómenos sociales de igual relevancia (como por ejemplo, la pobreza, la desigualdad, el extractivismo y la violencia generalizada de los países de América Latina, Asia y África), y que vale la pena usar de pretexto para la reflexión.

Algunas cosas, pues, revela, esclarece o reafirma esta diáspora masiva de los países debajo del Trópico de Cáncer:

1) Ante fenómenos como el migratorio, el Estado, en tanto entidad jurídico-política destinada a la regulación del orden interno y a la protección externa de una sociedad nacional, se encuentra en una grave crisis de justificación de existencia (o legitimidad), llevando a la pregunta de para qué conservar el reconocimiento, financiamiento y funcionamiento de un Estado que no cumple con sus disposiciones más elementales (De Rivero, 2014); en un sentido práctico, si el Estado no puede garantizar la satisfacción de las necesidades fundamentales de su población, entre las que se incluyen, tradicionalmente, vivienda digna, alimentación, educación, salud, seguridad, etc. – en repetidas ocasiones el Estado incurre en agravar la insatisfacción básica de necesidades–, no vemos entonces, al menos desde el posicionamiento que aquí adoptamos, razón alguna para mantener tal figura jurídico-política, lo cual nos obliga a explorar alternativas que no recorran ciegamente de nueva cuenta los caminos ya transitados.

He aquí de puntualizar que no considero que la creación de un ente supranacional, como lo ha propuesto Oswaldo de Rivero (2014), pueda resolver el problema de lo que él llama soberanías perforadas por el neoliberalismo de los estados-nación, ni tampoco pueda –como en efecto sucede con los organismos supranacionales actuales– regular el actuar de los gobiernos locales y las empresas multinacionales que atropellan derechos humanos, desterritorializan poblaciones y provocan el ecocidio en curso.

2) El Gran Capital –para tomar prestada una expresión de Armando Bartra y siguiendo a Immanuel Wallerstein– no distingue entre unos Estados y otros, tampoco entre unas naciones y otras; el capital olfatea plusvalía por igual entre centroamericanos y sudamericanos que entre subsaharianos o asiáticos, entre mares, ríos y lagos, que entre selvas, bosques, valles y montañas; se concesionan o regalan por igual hectáreas para la apertura de minas, hidroeléctricas, eólicas, trenes, aeropuertos y carreteras, que para la construcción de parques industriales, centros comerciales o edificios burocráticos; aunque si, bajo un principio de supervivencia misma del capital y sus procesos de acumulación, analizamos la relación Estado/capital, éste último es más cuidadoso en devastar el espacio vital de sus bases de operaciones en los países ricos del norte global. En regiones como América Latina, este

[…] extractivismo en boga es un respiro para un capitalismo enfermo que solicita extraer minerales, petróleo, madera, nutrientes para alimentos, bioenergéticos y próximamente agua, pero para lo cual no necesita siempre desplazar a las comunidades locales, sino que en muchas ocasiones le es más útil integrar servilmente a todos los sectores de la población en este renovado interés por las rentas (Giraldo, 2015: 658).

3) El proceso de acumulación de capital actual es frágil, pero no por ello ingenuo; tampoco se avista su futuro detenimiento. De ello han dado cuenta los ciclos de crisis de los que entra y sale, como la del 2007-2008 por el colapso de una burbuja especulativa inmobiliaria iniciada en Wall Street, que ha sido analizado con gran frecuencia. Además, el capitalismo depende, en su versión neoliberal actual, del crédito para estimular el consumo, de la agresiva propaganda que incita a la compra y la caducidad reducida de bienes con la intención de acortar la brecha entre usar, desechar y recomprar (Taibo, 2009). “La reproducción del capital/economía fusiona a la vez la fecundidad y el renuevo. Esta apoteosis de la economía/capital desemboca en el fantasma de la inmortalidad de la sociedad de consumo” (Latouche, 2017: 30). Aunado a esto, el dominio de la especulación financiera y la dependencia de los combustibles fósiles –ya en declive-, así como de la electricidad, hacen del proceso de acumulación de capital una bomba de tiempo, poniendo a la sociedad global al borde de la parálisis y el caos (Puddu, 2010).

Aun siendo frágil, el capital se reordena en función de la demanda, o de “lo que más vende” en un determinado tiempo y espacio (si en un futuro próximo se terminan los hidrocarburos, las energías “limpias” o “verdes” serán cada vez más capitalizadas, como ya es posible avistarlo). Así, en sociedades cada vez más mediatizadas e inmediatizadas, la industria electrónica y el sector servicios han incrementado considerablemente su contribución al PIB en los últimos años. El capital muta en relación proporcional al consumo y la demanda, y, por supuesto, a los límites que frenan su crecimiento.

4) El desarrollo prometido a los llamados países pobres, del Tercer Mundo, subdesarrollados o en desarrollo, no llegó. Todo lo contrario, y esta es una tesis que heredamos del siglo XX de dependentistas y regulacionistas, la cual no pierde vigencia: se confirma cada vez con más fuerza que el desarrollo y crecimiento persistente de los países del Norte se apoya sobre los anchos hombros de los países del Sur, de la naturaleza, de las personas y grupos sociales dentro de sus territorios, de la fragilidad y porosidad de los Estados-nación. Por otra parte, cada delimitación mágico-política llamada Estado, nación o país, contiene en su interior Sures y Nortes respectivos en franca desigualdad, que se traduce en sistemas de dominación internos con análogos grupos y sectores dominantes y subordinados, clases sociales boyantes y opulentas, y clases desprovistas y despojadas (aun con sus matices, la radicalización de la desigualdad se refuerza continuamente en el mundo).

5) Nuestra Casa Común, Gea, la Tierra, se encuentra en un progresivo debacle de origen antropogénico (Tamayo, 2017), orillada de manera acelerada al reajuste de sus ciclos vitales como consecuencia del crecimiento sin límites de la sociedad moderna –proceso en el cual ha vertido gigantescas cantidades de CO2 en la atmósfera, y cuyos procesos de producción y consumo se ven acompañados de una severa toxicidad; las consecuencias de esos reajustes a marchas forzadas son numerosos: la pérdida de biodiversidad terrestre y marítima, el incremento de la temperatura de la atmósfera, la elevación del nivel del mar, el agotamiento de los cuerpos de agua dulce, la desertificación de los suelos y el incremento de la toxicidad del aire, entre tantas otras cuyas consecuencias ulteriores son la inviabilidad de la civilización moderna, occidental, industrial y urbana, y el desequilibrio ecosistémico (Ver por ejemplo WWF, 2018).

6) Las consecuencias de tales crisis no se hacen ver de la misma manera en los países ricos que en los países pobres o “en desarrollo”, como el nuestro. De ahí que en ciertos programas de las Naciones Unidas para el desarrollo se fomente la resiliencia de la población vulnerable como parte de la gestión del Estado. Ahora es preciso preparar a los pobres para el sufrimiento que acarrea el crecimiento sin límites de lo que Carlos Taibo llama el Norte opulento. Por ello, el fenómeno migratorio al que aludimos anteriormente es sólo, quizás, el síntoma inicial de un padecimiento mayor; es una roncha que de un primer vistazo no se distingue entre el salpullido o la viruela. El desplazamiento masivo de personas del Sur al Norte entraña una crisis de inviabilidad y de habitabilidad de los territorios de origen, tanto por guerras o conflictos internos, intervenciones político-militares externas, narcotráfico, desempleo, bajos ingresos, marginación, discriminación étnico-racial o por los desequilibrios ambientales derivados del cambio climático que provocan escasez de los elementos naturales fundamentales para la reproducción de la vida y la economía local. Lo que no parece posible, ni razonable, es disociar por completo la interrelación de estos fenómenos de la carrera por el crecimiento económico, el progreso y, en último término, el desarrollo.

7) Particularmente en América Latina ante las políticas extractivistas en constante amplificación, así como el despojo y saqueo de territorios, principalmente indígenas y campesinos, han surgido propuestas significativas como la del Buen Vivir, que ha recibido gran atención en últimos tiempos. El Buen Vivir, en tanto paradigma emergente que encuentra sus orígenes en el movimiento indígena de resistencia en Ecuador y Bolivia (Acosta, 2011) y, específicamente, en el pensamiento de los pueblos andino-amazónicos kichwa (Sumak Kawsay) y aymara (Suma Qamaña) (Dávalos, 2017), surge como una mirada crítica al desarrollo, en tanto realidad capitalista, aparejada a la modernidad, al crecimiento económico y al progreso como sinónimos de bienestar. También, en su génesis, se presenta como una crítica al universalismo occidental y al pensamiento ilustrado del que se originan tales procesos (Dávalos, 2008; Dávalos, 2017).

Por ello, es preciso que cualquier propuesta de movimiento, transición o acción directa descrecentista, considere las alternativas al desarrollo esbozadas en nuestro particular continente. En México, en las montañas del sureste mexicano, las comunidades zapatistas, junto con el EZLN, ensayan desde hace 25 años nuevas formas de organización anticapitalista, localizadas, con intenciones antipatriarcales y con principios autogestionarios claros y contundentes. Más allá de nuestras categorías académicas –que amamos usar como etiquetas– es de suma importancia voltear a ver los esfuerzos no replicables, pero sí muy pedagógicos, de resistencia y dislocación de la “tormenta capitalista”.

Así el crecimiento ilimitado es uno de los tantos macro-orígenes de la crisis civilizatoria a la que se hace referencia aquí. Es difícil negar que éste es provocado por el sistema capitalista, social y políticamente llamado Desarrollo, como una formula, desde mi lectura, para esconder bajo un eufemismo al capitalismo y así dejar atrás el viejo debate polarizante del siglo XX, que fortaleció al liberalismo con la caída del Muro de Berlín. El crecimiento, la industrialización y el desarrollo han sido objetivos también del socialismo realmente existente. Por ello el descrecimiento no bebe ni de uno, ni de otro.

El crecimiento ilimitado –sobre el cual cabalga el desarrollo– se refiere tanto a una superación de la capacidad de recarga de los ecosistemas, como a una excesiva excreción de desechos y basura provocados por el rebasado consumo humano, pero también a una descontrolada expansión urbana y a una hiperproducción de bienes y servicios industriales desechables; procesos todos incentivados por la necesidad de alimentar el siempre creciente sistema capitalista, cuyos límites se extienden –no de ahora– más allá de la capa atmosférica.

No creemos –se deducirá por lo sostenido aquí– que el desarrollo –a decir de Machuca (2009)– pueda rescatarse y librarse de los tentáculos del neoliberalismo. Tampoco consideramos de gran pertinencia preguntarnos como Acosta (2011) “si será posible y realista intentar un desarrollo diferente dentro del capitalismo. Se entiende por diferente, un desarrollo impulsado por la vigencia de los derechos humanos […] y los novísimos derechos de la naturaleza como base de una economía solidaria (190). Más allá, nos vemos interpelados, por lo que Miguel Valencia Mulkay (2017) ha sostenido respecto a la necesidad de desechar los conceptos progreso, desarrollo, crecimiento y similares:

La ideología del crecimiento está moribunda, a pesar de los millones de seres humanos que se sacrifican en sus altares; a pesar de la virtual unanimidad con la que los ciudadanos y los políticos todavía se quieren aferrar a este salvavidas perforado. Por lo mismo, se inventan subterfugios para hacernos más comestible este envenenado platillo y así se inventan términos como el “ecodesarrollo”, el “desarrollo sustentable”, el “otro crecimiento”, el “crecimiento con rostro humano” y otros términos que demuestran que ese falso dios está moribundo (402).

Ahora bien, mucho se ha hablado de la génesis del sistema capitalista y de sus consecuencias. Por esta ocasión daremos por hecho tal sistema omniabarcador, sin entrar en más detalle sobre su forma específica de diferenciación de otros sistemas. Es decir, daremos por hecho que existe como estructura, como sistema global, como sistema de pensamiento y de creencias, como modo de organización social y política, como régimen civilizatorio, como estructura de valores y normas. El capitalismo es la sociedad moderna, el Estado, las relaciones sociales mediadas por el dinero, la comunidad de naciones, las instituciones; el capitalismo es los sectores privilegiados y los sectores marginados, las culturas nacionales y las minorías étnicas, raciales, sexuales y de género subordinadas. El capitalismo es un sistema que se sirve de ensanchar la distancia entre quienes acumulan capital, poder, recursos y agencia, y quienes sirven como escalafón para tales fines dentro de la división nacional e internacional del trabajo: llámesele obreros, campesinos, mujeres, trabajadores, etc. El capitalismo ha moldeado también a la naturaleza misma, haciéndola a su modo, cosificándola y mercantilizándola.

Los sectores empresariales, burócratas e institucionales niegan constantemente los orígenes de la crisis sistémica, escapando al trago amargo que implica reconocer la decadencia del modo de vida en el cual generaciones y generaciones hemos depositado nuestras esperanzas. No esperemos que la ONU, el FMI, la OMC, el BM, la FAO, el PNUD, la OMS y similares organismos reconozcan la crisis del modelo de desarrollo y declaren la muerte al capitalismo; para éstos, cualquier reproche al capitalismo es pestilencia de izquierda. Tampoco hemos de esperar que los sectores con mayores dividendos de poder renuncien a sus privilegios de clase. Al contrario, hemos de aguardar una mayor ofensiva de su parte motivada por la necesidad de proteger los beneficios hasta ahora conseguidos.

Lo que nos convoca aquí, sin embargo, es la búsqueda de salidas, el mapeo de las fallas y las rupturas del sistema que es necesario identificar para re-construir el mundo desde donde las miradas instituidas no alcanzan a ver. El zapatismo ha usado una alegoría sumamente fecunda de este método2: el capital es un muro y sus grietas son una guía hacia afuera (EZLN, 2015). En el ensayo que está usted leyendo se enfoca el catalejo sobre una grieta que ha sido, a nuestro juicio, muy bien planteada por Miguel Valencia Mulkay (2017): “de entre los escombros del crecimiento, emerge el descrecimiento”.

Decrecimiento y descrecimiento

Decrecimiento y descrecimiento son en esencia un posicionamiento ético, teórico, político y militante que tiene como finalidad poner un freno, bien atrancado, al crecimiento ilimitado y a la obsesiva acumulación que el capitalismo y la sociedad industrial persiguen a costa de saquear la naturaleza y empobrecer funcionalmente a la mayoría de la humanidad. El descrecimiento no se para ni en popa, ni en proa, ni en babor, por supuesto, nunca en estribor; el descrecimiento, antes bien, apaga la maquinaria, detiene las turbinas y emite gritos de alarma desde la cofa.

Pero, ante tal vaguedad de definición conviene, pues, matizar y precisar su genealogía, sus postulados principales y, no de menor importancia, sus límites frente a lo que Pablo Dávalos (2017) ha llamado más de Lo Mismo, refiriéndose a la traducción institucional, académica y política –en su caso con respecto al Buen Vivir, en el nuestro viene bien para el descrecimiento– de “una serie de discursos que, en definitiva, inscriben esa lucha y esa praxis política [el Buen Vivir] siempre al interior de Lo Mismo y clausuran su posibilidad de que contenga un sustrato diferente e irreductible a Lo Mismo, vale decir, su carácter de Alteridad Radical” (360). El distanciamiento activo y férreo del descrecimiento con respecto a eso mismo que está ávido de procesar material mercantilizable, debe ser, a mi juicio, parte sustancial de los programas y agendas actuales de los movimientos por el descrecimiento. Así también a cualquier propuesta verdaderamente alternativa ante el caos presente y la catástrofe, no tan futura, del capitalismo.

El vocablo décroissance surge en 2003 en Francia “como un eslogan o una provocación para pensar un tipo de civilización diferente a la que se ha impuesto globalmente desde Occidente cuyo propósito es crecer económicamente de manera ilimitada a cualquier costo” (Gutiérrez-Otero, 2017). En 2003, Serge Latouche, declaró:

Entendámonos bien. El decrecimiento es una necesidad, no un principio, un ideal, ni el objetivo único de una sociedad del post-desarrollo y de otro mundo posible. La consigna del decrecimiento tiene por objeto sobre todo marcar con fuerza el abandono del objetivo insensato del crecimiento por el crecimiento. En particular, el decrecimiento no es el crecimiento negativo, expresión antinómica y absurda que traduce claramente la hegemonía del imaginario del crecimiento (Latouche, 2003, Le Monde Diplomatique).

Así, “para hablar de forma rigurosa, sin duda habría que utilizar el término de a-crecimiento, con el ‘a’ privativo griego, como se habla de a-teísmo. Y, además, se trata muy exactamente de abandonar una fe y una religión: las del progreso y el desarrollo” (Latouche, 2017: 28). No obstante, como dice Patricia Gutiérrez-Otero (2017) en la presentación del número 28 de la revista Unidiversidad de la BUAP, dedicada por entero al decrecimiento, antes de 2003 fueron muchos intelectuales, investigadores y activistas quienes sentaron las bases del tema que nos convoca.

Es de resaltar que los precursores del decrecimiento han venido de los más variados enfoques y tradiciones de pensamiento, tanto de las áreas concernientes a las ciencias naturales, como a las sociales y humanistas. Pero también, y quizás mucho más significativamente, de los movimientos ecologistas y altermundistas contestatarios de la sociedad industrial (Puddu, 2010). Un marcador histórico importante para las ideas del decrecimiento también tiene su origen en el informe Los límites del crecimiento del Club de Roma en 1972, cuya “conclusión precisaba que el crecimiento ilimitado bajo todas sus formas era imposible ya que el planeta era un mundo finito. Treinta años más tarde, un nuevo informe, realizado por los mismos investigadores, lanza una advertencia rigurosamente idéntica” (Latouche y Harpagès, 2014, versión ePub).

Como complemento del recuento de Gutiérrez-Otero (2017), es posible enumerar junto con Miguel Valencia Mulkay (2017) a los siguientes: Iván Illich, Cornelius Castoriadis, Nicolas Georgescu-Roeguen, Jacques Ellul, Barry Commoner, Guy Debord, Rene Dumont, Serge Moscovici, Donella y Dennis Meadows, Mahatma Gandhi, Herbert Marcuse, Françoise Partant, Pierre Samuel, Paul Goodman, André Gorz y Serge Latouche. En México, además del mismo Miguel Valencia, se encuentran Gustavo Esteva y Jean Robert con una larga tradición de estudio y difusión de las ideas de Iván Illich. Otra vertiente de corte descrecentista que, si bien no se autonombra de tal forma, pero sí que ha aportado serias propuestas y discusiones de relevancia, han sido aquellas autoras ecofeministas defensoras de la perspectiva de subsistencia, inspiradas también en parte por las ideas mismas de Illich: Vandana Shiva, Maria Mies, Veronika Benthholden-Tomsen y Claudia Von Werlhof.

El término descrecimiento –para diferenciarlo del decrecimiento (décroissance) nacido en Francia y difundido también en Italia (decrescita)– ha sido propuesto y ampliamente difundido por Miguel Valencia desde el 2007 en nuestro país, desde hace un tiempo considerable, miembro activo y fundamental de la Red Ecologista Autónoma de la Cuenca de México.

La idea de crear esta palabra fue la de dar una connotación de voluntad personal o colectiva al hecho de decrecer y eliminar la connotación abstracta, pasiva, común en esta palabra, en el lenguaje científico y matemático. Queremos descrecer por medio de la reducción voluntaria de nuestros consumos de petróleo, gas, electricidad, metales, maderas, carnes, agua, plásticos, autos, aviones, trenes rápidos, servicios educativos, de salud, entre otros. Queremos descrecer por medio de la autonomía de las comunidades: pueblos, barrios, ejidos, colonias. Queremos descrecer rechazando las ideas comunes de productividad y competitividad y haciendo política contra el crecimiento por el crecimiento mismo, que no toma en cuenta la naturaleza de lo que se produce (Comunicado personal de Miguel Valencia citado en Gutiérrez-Otero, 2017: 5).

Permítaseme, entonces, plantear, a la luz de la discusión hasta aquí esbozada, cuáles son algunos de los ejes principales del movimiento y posicionamiento descrecentistas. Ya hemos mencionado algunos de forma tangencial en el transcurso de este estricto. Demos paso a comprimirlos en una serie de ideas clave.

La debacle ambiental y el colapso. El planeta, la biosfera, ha sido rebasado su capacidad para metabolizar los desperdicios de la actividad humana, agotando por completo la posibilidad de sostener los ritmos acelerados de producción y consumo de nuestras sociedades. El colapso –dice Carlos Taibo (2017)– es inevitable. “Lo que está a nuestro alcance es mitigar algunos de los efectos más negativos de éste, postergar un tanto en el tiempo su manifestación y prepararnos para hacer lo más llevadera posible la sociedad poscolapsista” (Taibo, 2017: 44). Descrecer, como han sostenido numerosos autores, no es tanto una opción sino un proceso en curso, en cual nos toca elegir entre un progresivo, sereno y significativo des-crecimiento personal y societal o un sufrimiento de las consecuencias.

[…] tenemos indicios muy preocupantes de degradación ecológica posiblemente irreversible […] Hablamos, pues, de un trastorno global del planeta, que repercute en todos los grandes ciclos ecológicos con bucles imprevisibles y consecuencias contradictorias (excesos de frío y de calor, aumento de inundaciones y de sequías, etc.). Gea se ha puesto enferma, tiene fiebre, ha perdido su tiemple (Puddu, 2010: 293-296).

La acumulación sin límites de capital, naturaleza y trabajo humano. En la carrera por el crecimiento, no sólo la naturaleza sirve de trampolín para la acumulación de capital y de abundancia material al proveer de materias primas e insumos sustanciales para tal proceso– siempre extraídas, arrancadas o robadas por medio de la violencia (física, política, económica o simbólica)–, sino que el modo de producción capitalista como tal genera desperdicios nocivos para la salud del planeta que la naturaleza se ve forzada a intentar metabolizar, siempre sin éxito –estos efecto son conocidos como externalidades o “costos ambientales” para los economistas. Por otro lado, desde Marx sabemos que es el trabajo humano la condición de posibilidad para la acumulación de capital y el lanzamiento progresivo de mercancías a la circulación. Un programa descrecentista se propone reducir el tiempo de trabajo, sustituyéndolo por trabajo creativo y ocio, con el doble objetivo de boicotear la formación de plusvalía y la servidumbre del trabajo asalariado (por mucho insuficiente para la satisfacción de necesidades fundamentales).

Con todo el rigor teórico, en un mercado caracterizado por una superabundancia de la cantidad de horas de trabajo ofertadas y la búsqueda desenfrenada de un empleo frente a una demanda (o sea, el número de empleos propuestos) muy insuficiente (estando reducida al paro casi el 10% de la población activa, según las estadísticas oficiales manipuladas y por ello muy por debajo de la realidad), sólo podemos esperar un hundimiento de los precios (dicho claramente, de los salarios). En cambio, el salario tenderá a aumentar su la oferta disminuye. Se puede esperar, por lo tanto, alguna mejora de nivel de vida si se produce un rechazo masivo de horas extra y, todavía más, con una reducción de la jornada laboral (Latouche y Harpagès, 2014, versión ePub).

La obsolescencia programada y el consumo obligatorio de mercancías y servicios. El “compre, use, tire y vuelva a comprar” quizás sea útil no sólo para describir los hábitos de consumo de bienes materiales –que no es necesario recordar que tiene como resultado una gran cantidad de desechos que no pueden ser asimilables por el medio– , sino para referirnos también al pago por servicios, como la salud, la educación y el transporte; el desperdicio y la obsolescencia de éstos no deriva tanto de su renovación material constate (aunque sin duda muchos de ellos derivan en una renovación del desperdicio en infraestructura, insumos y combustible), sino de que en esencia no son servicios que podamos prestarnos a nosotros mismo y fuera de los márgenes del capital y el Estado, llevándonos a un consumo obligatorio o forzado de los mismos (Illich, 2006).

La obsolescencia aquí radica en su tendencia a la inutilidad: la educación en el capitalismo no educa, forma obreros especializados que no pueden concebir su vida libres de la instrucción profesional para la consecución de un empleo; la salud no cura, en la medida en la que prolonga la enfermedad y el tiempo de vida, ocupándose sólo de la gestión de la muerte mediante la administración de tratamientos paliativos y en manos sólo de especialistas médicos que estipulan quién enferma y quién no; el transporte motorizado excesivo, traducido en congestión vehicular y en un mayor distanciamiento de los recorridos cotidianos por planeación urbana en función del motor de combustión, excluye a los desprovistos de automóvil del derecho al traslado digno. En su momento Iván Illich (2006) llamó monopolio radical al proceso de control absoluto y estandarizado sobre las herramientas al alcance de una sociedad en manos de la burocracia y especialistas; un monopolio radical, no sólo cancela la oferta de opciones, digamos, entre bienes o servicios del mismo género, sino que anula por completo las alternativas para la satisfacción de las necesidades que dichos bienes o servicios pretenden colmar: la escuela como única vía para la adquisición del saber socialmente valorado, la medicina alópata como único medio de atención de la enfermedad y el automóvil como el medio de transporte dominante en la sociedad industrial (Illich, 2006).

Por otro lado, dice Carlos Taibo (2009):

[…] conviene recelar de la superstición que sugiere que el tránsito desde una sociedad de productores a otra de consumidores ha acarreado una emancipación gradual de los individuos y ha permitido pasar de un escenario de restricciones y ausencia de libertad a otro de autonomía individual y dominio de sí mismo (4).

La libertad en la sociedad de crecimiento se limita a la libertad de comprar y consumir más: más bienes materiales que aseguren un mayor nivel de vida, más educación que lleve a un mejor empleo con mejor paga, más poder político para mayor seguridad y un mejor plan de vida, más tierra y más territorio para una mayor explotación de los recursos, más horas de trabajo para un mayor ahorro, etc. “Estrategia mayor, bien tramada, del sistema es la que nos invita a consumir unos u otros bienes sin permitir —ya me he referido a ello— que nos hagamos preguntas relativas a si esos bienes son necesarios y nos interesan” (Taibo, 2017: 45).

La simplicidad voluntaria, la convivialidad y la autogestión. El descrecimiento ha optado por algo que podríamos llamar una vía media para el cambio civilizatorio, reconociendo la importancia de buscar propuestas prácticas en términos colectivos e individuales. Para estas alturas, quien haya leído hasta este punto el orden de ideas presentado, habrá a bien concluido que el descrecimiento se desprende y traza una línea gruesa frente al credo liberal y frente al estatismo de tradición socialista. Antes bien, señala que uno y otro se encuentran estrechamente vinculados con la ontología del tiempo lineal del crecimiento sin límites. Es por tanto, que la práctica y la teoría del descrecimiento se engarzan sobre una reflexión profunda y detallada sobre el quehacer de la sociedad y de los individuos, pero nunca atribuyendo la responsabilidad exclusiva a uno u otro lado de la balanza. El descrecimiento no es posible sin las acciones conviviales de sujetos conscientes de su interdependencia con la naturaleza y la sociedad. Latouche (2003; 2011; 2017) ha determinado que tanto los sujetos como la sociedad en su conjunto han de comenzar por hacer esfuerzos dirigidos a la descolonización del imaginario que promueve la sociedad de consumo ilimitado y que condiciona a los cuerpos y a las mentes a la acumulación.

El descrecimiento representa una tercera vía, la de la sobriedad voluntaria. Para ello, debemos inventarnos otro modo de relacionarnos con el mundo, con la naturaleza, con las cosas y los seres, que tenga la propiedad de poder universalizarse a escala de la humanidad. Esta perspectiva no es triste. Las sociedades que autolimitan su capacidad de producción son, también, sociedades festivas (Latouche y Harpagès, 2014, versión ePub).

Pero la descolonización del imaginario se vuelve terreno infértil sino se despliega una reapropiación de los procesos de producción, circulación y consumo, con miras –ya está–, a su resignificación mediante un método de roza, tumba y quema (por paradójico que sea esto ambientalmente hablando), es decir, cortando, si no de tajo, sí bien profundo, las prácticas acumulativas propias de la sociedad de crecimiento. Es de ahí de donde la propuesta del descrecimiento es principalmente de corte autogestionaria, localizada y dislocada lo más posible de la economía global. Como ha dicho Carlos Taibo (2011) –para de nuevo citarlo– en la Universidad Socioambiental de la Sierra en España3: “Cualquier contestación del capitalismo en el mundo opulento, a principios del siglo XXI, tiene que ser por definición: 1) decrecentista, 2) autogestionaria y 3) antipatriarcal. Si le falta alguno de estos tres pivotes, me temo, que estará haciendo el juego a ese sistema que teóricamente dice contestar”. Serge Latouche y Didier Harpagès (2011), por su parte, han defendido la localización de le economía mediante un sistema de moneda alternativa local y biorregional, así como por medio de sistemas de autofinanciamiento dirigidos a la autosuficiencia alimentaria y energética.

Dentro del paradigma descrecentista ha venido a proponerse que no existe modo de escape al crecimiento industrial sin límites y al colapso inminente del proyecto capitalista si no se opta por un cambio radical de nuestros hábitos de producción y de consumo, de nuestra relación con la naturaleza y del modo en el que hemos elegido satisfacer nuestras necesidades, concibiéndolas ilimitadas. No cabe, entonces, en el proyecto descrecentista un divorcio entre las alternativas que buscan dislocarse tajantemente de los valores propios del desarrollo sin límites. Se reivindica la sobriedad voluntaria, como un modo societal y personal de poner freno a la locomotora del tiempo. Queda abierto el debate.

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Alonso Merino Lubetzky
Licenciado en Desarrollo y Gestión Interculturales por la Escuela Nacional de Estudios Superiores (ENES) Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Unidad León. Estudiante de la Maestría en Estudios para el Desarrollo en la División de Ciencias Sociales y Humanidades, Campus León, Universidad de Guanajuato. Miembro de la Red ¡Descrecimiento o Colapso! México. Integrante de Hilando Utopías. Educación para la Comunalidad y el Buen Vivir A.C. a.merinolubetzky@ugto.mx ; a.merinolubetzky@gmail.com (01) 4771734875

1 Video: 1949 Inauguration Speech of Harry Truman (Full), visto en: https://www.youtube.com/watch?v=gytbJo_bmxA
2 John Holloway (2011) ha hecho uso de esta metáfora en su Agrietando el capitalismo. El hacer frente al trabajo.
3 Video: El descrecimiento como alternativa. Visto en: https://www.youtube.com/watch?v=xopPWI6Mom8

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