Introducción
El
descrecimiento es aún una perspectiva marginal dentro de las propuestas
contestatarias al desarrollo. Joven en tanto constructo teórico, antaño
en cuanto a sus demandas. En lo que sigue se hace un esfuerzo por
enmarcar el debate del descrecimiento ubicando algunos marcadores
históricos de su irrupción en la discusión pública, política y teórica.
El presente escrito intenta identificar las condiciones que le dieron
origen, pero también las que hoy día sirven para justificarlo, en un
ánimo de cuestionar el desarrollo como proyecto civilizatorio occidental
dominante, el cual ha negado las miradas alternativas, las terceras
vías.
Se sostiene que el
descrecimiento no es una mirada conciliadora de posturas ya caducas,
toda vez que explora los lados ensombrecidos del desastre social y
ecológico que ha dejado a su paso el capitalismo y, por lo tanto,
precisa de una mirada más fina y más crítica. Afortunadamente y no, el
descrecimiento –a nuestro juicio– se constituye de un cúmulo de miradas
que derivan de movimientos sociales, de iniciativas intelectuales,
científicas y políticas, y, por ello, siendo tan ambicioso, el debate
del descrecimiento sigue y seguirá abierto por mucho tiempo.
Discursos inaugurales y la frontera sur del Trópico de Cáncer
No hay alternativa (There Is No Alternative o
TINA de Margaret Thatcher, ex primer ministra británica) ha sido un
eslogan que tácita o explícitamente ha sido utilizado para defender a
ultranza el desarrollo industrial, la liberalización del comercio, la
globalización capitalista, el retraimiento del Estado de la economía y
el crecimiento ilimitado como única vía al bienestar desde mediados del
siglo XX (Bennholdt-Thomsen y Mies, 1999; Latouche, 2017); un eslogan
anclado a aquél discurso que Harry Truman, en 1949, preconizó al término
de la Segunda Guerra Mundial en el Inaugural Address,
determinando el subdesarrollo de los países pobres y el imperativo de
los países ricos, como Estados Unidos, de proveer de la ayuda
internacional para desarrollarlos (Illich, 2008; Esteva, 2009;
Latouche y Harpagès, 2011; Valencia, 2017). Quizás sea este discurso uno
de los referentes más importantes en el desafortunado matrimonio entre
las ideas-fuerza del desarrollo, el crecimiento, la industrialización y,
aunque negada, la colonización persistente del Tercer Mundo:
[…]
en cooperación con otras naciones, debemos fomentar la inversión de
capital en áreas que necesitan desarrollo. Nuestro objetivo debe ser
ayudar a los pueblos libres del mundo, a través de sus propios
esfuerzos, a producir más alimentos, más ropa, más materiales para la
vivienda y más poder mecánico para aligerar sus cargas. […] Con la
cooperación de empresas, capital privado, agricultura y trabajo en este
país, este programa puede aumentar considerablemente la actividad
industrial en otras naciones y puede elevar sustancialmente sus niveles
de vida. El antiguo imperialismo, la explotación con fines de lucro
extranjeros, no tiene cabida en nuestros planes. Lo que prevemos es un
programa de desarrollo basado en los conceptos de un trato democrático
justo. Todos los países, incluido el nuestro, se beneficiarán
enormemente de un programa constructivo para el mejor uso de los
recursos humanos y naturales del mundo. La experiencia demuestra que
nuestro comercio con otros países se expande a medida que avanzan
industrial y económicamente. Una mayor producción es la clave para la
prosperidad y la paz (Truman, 20 de enero de 1949)1.
Un co-discurso científico acompañó también al surgimiento político del desarrollo, encontrando su derrotero en la llamada economía del desarrollo o teorías del desarrollo.
Entre los años 40 y 80, hasta antes del surgimiento del neoliberalismo,
éstas surgen como respuesta a la preocupación de los estudios
económicos en torno al “atraso” social, político y económico de algunos
países y sociedades del mundo con respecto a los países con un
crecimiento económico más pujante (Gutiérrez y González, 2010).
Las
teorías del desarrollo intentaron explicar los orígenes de esta
disparidad del producto interno bruto entre países para dirigir las
políticas económicas con la pretensión de emparejar el subdesarrollo de
los países periféricos al desarrollo de los países centrales. Las
teorías del desarrollo buscaron disminuir las diferencias o disparidades
entre los países ricos y pobres en cuanto al nivel de satisfacción de
necesidades, a la creación de empleos, de mayor crecimiento económico,
de aumento progresivo de los salarios, de incremento del bienestar,
imponiendo como referente global el crecimiento industrial de los países
occidentales (Gutiérrez y González, 2010).
En
la actualidad, sin embargo, prima el paradigma económico neoclásico por
encima de la visión clásica de la economía (Carrasco, 2006), el cual da
sus fundamentos teóricos al neoliberalismo. El neoliberalismo no es
otra cosa que un proceso de reestructuración del capital con la
finalidad de globalizar la acumulación capitalista por medio de la
apertura de mercados y nichos comerciales, eliminando las barreras
estado-nacionales, así como formando oligopolios y cadenas de valor
transnacionales. En este contexto de cambio estructural de la
conformación geopolítica y macroeconómica del mundo, los gobiernos
nacionales, nos recuerda Machuca (2009), “se hallan sometidos a
presiones que no dan lugar a la posibilidad de optar por vías
‘alternativas’” (25), ya que son los organismos financieros
internacionales los que condicionan las políticas económicas –previo
endeudamiento de los países “subdesarrollados” por la contracción de
deuda externa para el sostenimiento del modelo de sustitución de
importaciones o industrialización hacia adentro que rigió la escena económica como antesala del neoliberalismo.
Sin
embargo, para el tema que nos ocupa, el tiempo parece congelado en
aquel 20 de enero de 1949. Hoy día, en los Estados Unidos, Donald Trump
ha atribuido a su administración “el giro económico de buen crecimiento”
(economic turnaround) para distanciarse políticamente de la
administración de Obama. En México, el presidente electo próximo a
ocupar la silla presidencial, Andrés Manuel López Obrador, ha reiterado,
una y otra vez, el interés de su administración de “crecer en el
sexenio, en promedio, 4%, el doble de lo que se creció en el periodo
neoliberal” (Andrés Manuel López Obrador en Monroy, 2018). Una muestra
de ello es la propuesta de activación turística y comercial del Tren
Maya en el sureste del país, alegando, casi sin perder la oportunidad,
la “falta de desarrollo y crecimiento en la región sureste”.
Declaraciones
y posturas como estas dominan el imaginario colectivo tanto de
políticos y empresarios, como de académicos, tomadores de decisiones y
amplios sectores poblacionales en el plano nacional e internacional. Al
tiempo que escribo estas líneas, varios miles de migrantes
centroamericanos han sido expulsados de sus respectivos países de origen
en Centroamérica, hallándose en tránsito a través de México rumbo a
EUA. En redes sociales y medios periodísticos leí con recurrencia una
atinada precisión: en tanto expulsados por la fuerza de sus países, los
“migrantes” son más bien refugiados, desplazados. Los motivos del éxodo
oscilan desde el desempleo, los bajos ingresos, la pobreza y la
marginación, hasta golpes de Estado, reacomodo de las fuerzas
político-electorales, intervenciones extranjeras, extrema violencia,
genocidio, criminalidad y cambio climático.
Ante
ello, el presidente norteamericano y su gestión han desplegado una
defensa armada de la frontera sur de su país para detener las caravanas
de mujeres, hombres, niñas y niños. En nuestro país, la sociedad ha
reaccionado al paso migrante de forma ambivalente, prestando, por un
lado, ayuda solidaria y humanitaria, pero por el otro, mostrando extrema
xenofobia, clasismo, racismo y un nacionalismo exacerbado.
Este
panorama, a pesar de las sucesivas, recurrentes y selectivas
focalizaciones mediáticas, es un panorama que se extiende a lo largo y
ancho del mundo. Así, al alba del siglo XXI, en pleno 2018, a EUA
llegamos mexicanos y centroamericanos, a Colombia, Ecuador, Perú, Brasil
y Chile llegan venezolanos, a España, Italia, Grecia y Francia arriban
desplazados subsaharianos y norafricanos. En todas estas rutas
migratorias se erigen fronteras y muros geográficos, políticos, físicos,
burocráticos, simbólicos y étnicos. Sin ser exclusivo de esta crisis socioecopolítica,
el fenómeno migratorio de esta naturaleza encubre una causalidad que
atraviesa a otros fenómenos sociales de igual relevancia (como por
ejemplo, la pobreza, la desigualdad, el extractivismo y la violencia
generalizada de los países de América Latina, Asia y África), y que vale
la pena usar de pretexto para la reflexión.
Algunas cosas, pues, revela, esclarece o reafirma esta diáspora masiva de los países debajo del Trópico de Cáncer:
1)
Ante fenómenos como el migratorio, el Estado, en tanto entidad
jurídico-política destinada a la regulación del orden interno y a la
protección externa de una sociedad nacional, se encuentra en una grave
crisis de justificación de existencia (o legitimidad), llevando
a la pregunta de para qué conservar el reconocimiento, financiamiento y
funcionamiento de un Estado que no cumple con sus disposiciones más
elementales (De Rivero, 2014); en un sentido práctico, si el Estado no
puede garantizar la satisfacción de las necesidades fundamentales de su
población, entre las que se incluyen, tradicionalmente, vivienda digna,
alimentación, educación, salud, seguridad, etc. – en repetidas ocasiones
el Estado incurre en agravar la insatisfacción básica de necesidades–,
no vemos entonces, al menos desde el posicionamiento que aquí adoptamos,
razón alguna para mantener tal figura jurídico-política, lo cual nos
obliga a explorar alternativas que no recorran ciegamente de nueva
cuenta los caminos ya transitados.
He
aquí de puntualizar que no considero que la creación de un ente
supranacional, como lo ha propuesto Oswaldo de Rivero (2014), pueda
resolver el problema de lo que él llama soberanías perforadas
por el neoliberalismo de los estados-nación, ni tampoco pueda –como en
efecto sucede con los organismos supranacionales actuales– regular el
actuar de los gobiernos locales y las empresas multinacionales que
atropellan derechos humanos, desterritorializan poblaciones y provocan
el ecocidio en curso.
2)
El Gran Capital –para tomar prestada una expresión de Armando Bartra y
siguiendo a Immanuel Wallerstein– no distingue entre unos Estados y
otros, tampoco entre unas naciones y otras; el capital olfatea plusvalía
por igual entre centroamericanos y sudamericanos que entre
subsaharianos o asiáticos, entre mares, ríos y lagos, que entre selvas,
bosques, valles y montañas; se concesionan o regalan por igual hectáreas
para la apertura de minas, hidroeléctricas, eólicas, trenes,
aeropuertos y carreteras, que para la construcción de parques
industriales, centros comerciales o edificios burocráticos; aunque si,
bajo un principio de supervivencia misma del capital y sus procesos de
acumulación, analizamos la relación Estado/capital, éste último es más
cuidadoso en devastar el espacio vital de sus bases de operaciones en
los países ricos del norte global. En regiones como América Latina, este
[…]
extractivismo en boga es un respiro para un capitalismo enfermo que
solicita extraer minerales, petróleo, madera, nutrientes para alimentos,
bioenergéticos y próximamente agua, pero para lo cual no necesita
siempre desplazar a las comunidades locales, sino que en muchas
ocasiones le es más útil integrar servilmente a todos los sectores de la
población en este renovado interés por las rentas (Giraldo, 2015: 658).
3)
El proceso de acumulación de capital actual es frágil, pero no por ello
ingenuo; tampoco se avista su futuro detenimiento. De ello han dado
cuenta los ciclos de crisis de los que entra y sale, como la del
2007-2008 por el colapso de una burbuja especulativa inmobiliaria
iniciada en Wall Street, que ha sido analizado con gran frecuencia.
Además, el capitalismo depende, en su versión neoliberal actual, del
crédito para estimular el consumo, de la agresiva propaganda que incita a
la compra y la caducidad reducida de bienes con la intención de acortar
la brecha entre usar, desechar y recomprar (Taibo, 2009). “La
reproducción del capital/economía fusiona a la vez la fecundidad y el
renuevo. Esta apoteosis de la economía/capital desemboca en el fantasma
de la inmortalidad de la sociedad de consumo” (Latouche, 2017: 30).
Aunado a esto, el dominio de la especulación financiera y la dependencia
de los combustibles fósiles –ya en declive-, así como de la
electricidad, hacen del proceso de acumulación de capital una bomba de
tiempo, poniendo a la sociedad global al borde de la parálisis y el caos
(Puddu, 2010).
Aun siendo
frágil, el capital se reordena en función de la demanda, o de “lo que
más vende” en un determinado tiempo y espacio (si en un futuro próximo
se terminan los hidrocarburos, las energías “limpias” o “verdes” serán
cada vez más capitalizadas, como ya es posible avistarlo). Así, en
sociedades cada vez más mediatizadas e inmediatizadas, la
industria electrónica y el sector servicios han incrementado
considerablemente su contribución al PIB en los últimos años. El capital
muta en relación proporcional al consumo y la demanda, y, por supuesto,
a los límites que frenan su crecimiento.
4) El desarrollo prometido a los llamados países pobres, del Tercer Mundo, subdesarrollados o en desarrollo, no llegó. Todo lo contrario, y esta es una tesis que heredamos del siglo XX de dependentistas y regulacionistas,
la cual no pierde vigencia: se confirma cada vez con más fuerza que el
desarrollo y crecimiento persistente de los países del Norte se apoya
sobre los anchos hombros de los países del Sur, de la naturaleza, de las
personas y grupos sociales dentro de sus territorios, de la fragilidad y
porosidad de los Estados-nación. Por otra parte, cada delimitación mágico-política llamada Estado, nación o país, contiene en su interior Sures y Nortes
respectivos en franca desigualdad, que se traduce en sistemas de
dominación internos con análogos grupos y sectores dominantes y
subordinados, clases sociales boyantes y opulentas, y clases
desprovistas y despojadas (aun con sus matices, la radicalización de la
desigualdad se refuerza continuamente en el mundo).
5) Nuestra Casa Común, Gea,
la Tierra, se encuentra en un progresivo debacle de origen
antropogénico (Tamayo, 2017), orillada de manera acelerada al reajuste
de sus ciclos vitales como consecuencia del crecimiento sin límites de
la sociedad moderna –proceso en el cual ha vertido gigantescas
cantidades de CO2 en la atmósfera, y cuyos procesos de producción y
consumo se ven acompañados de una severa toxicidad; las consecuencias de
esos reajustes a marchas forzadas son numerosos: la pérdida de
biodiversidad terrestre y marítima, el incremento de la temperatura de
la atmósfera, la elevación del nivel del mar, el agotamiento de los
cuerpos de agua dulce, la desertificación de los suelos y el incremento
de la toxicidad del aire, entre tantas otras cuyas consecuencias
ulteriores son la inviabilidad de la civilización moderna, occidental,
industrial y urbana, y el desequilibrio ecosistémico (Ver por ejemplo
WWF, 2018).
6) Las
consecuencias de tales crisis no se hacen ver de la misma manera en los
países ricos que en los países pobres o “en desarrollo”, como el
nuestro. De ahí que en ciertos programas de las Naciones Unidas para el
desarrollo se fomente la resiliencia de la población vulnerable como
parte de la gestión del Estado. Ahora es preciso preparar a los pobres
para el sufrimiento que acarrea el crecimiento sin límites de lo que
Carlos Taibo llama el Norte opulento. Por ello, el fenómeno migratorio
al que aludimos anteriormente es sólo, quizás, el síntoma inicial de un
padecimiento mayor; es una roncha que de un primer vistazo no se
distingue entre el salpullido o la viruela. El desplazamiento masivo de
personas del Sur al Norte entraña una crisis de inviabilidad y de
habitabilidad de los territorios de origen, tanto por guerras o
conflictos internos, intervenciones político-militares externas,
narcotráfico, desempleo, bajos ingresos, marginación, discriminación
étnico-racial o por los desequilibrios ambientales derivados del cambio
climático que provocan escasez de los elementos naturales fundamentales
para la reproducción de la vida y la economía local. Lo que no parece
posible, ni razonable, es disociar por completo la interrelación de
estos fenómenos de la carrera por el crecimiento económico, el progreso
y, en último término, el desarrollo.
7)
Particularmente en América Latina ante las políticas extractivistas en
constante amplificación, así como el despojo y saqueo de territorios,
principalmente indígenas y campesinos, han surgido propuestas
significativas como la del Buen Vivir, que ha recibido gran atención en
últimos tiempos. El Buen Vivir, en tanto paradigma emergente que
encuentra sus orígenes en el movimiento indígena de resistencia en
Ecuador y Bolivia (Acosta, 2011) y, específicamente, en el pensamiento
de los pueblos andino-amazónicos kichwa (Sumak Kawsay) y aymara
(Suma Qamaña) (Dávalos, 2017), surge como una mirada crítica al
desarrollo, en tanto realidad capitalista, aparejada a la modernidad, al
crecimiento económico y al progreso como sinónimos de bienestar.
También, en su génesis, se presenta como una crítica al universalismo
occidental y al pensamiento ilustrado del que se originan tales procesos
(Dávalos, 2008; Dávalos, 2017).
Por
ello, es preciso que cualquier propuesta de movimiento, transición o
acción directa descrecentista, considere las alternativas al desarrollo
esbozadas en nuestro particular continente. En México, en las montañas
del sureste mexicano, las comunidades zapatistas, junto con el EZLN,
ensayan desde hace 25 años nuevas formas de organización
anticapitalista, localizadas, con intenciones antipatriarcales y con
principios autogestionarios claros y contundentes. Más allá de nuestras
categorías académicas –que amamos usar como etiquetas– es de suma
importancia voltear a ver los esfuerzos no replicables, pero sí muy
pedagógicos, de resistencia y dislocación de la “tormenta capitalista”.
Así
el crecimiento ilimitado es uno de los tantos macro-orígenes de la
crisis civilizatoria a la que se hace referencia aquí. Es difícil negar
que éste es provocado por el sistema capitalista, social y políticamente
llamado Desarrollo, como una formula, desde mi lectura, para
esconder bajo un eufemismo al capitalismo y así dejar atrás el viejo
debate polarizante del siglo XX, que fortaleció al liberalismo con la
caída del Muro de Berlín. El crecimiento, la industrialización y el
desarrollo han sido objetivos también del socialismo realmente
existente. Por ello el descrecimiento no bebe ni de uno, ni de otro.
El
crecimiento ilimitado –sobre el cual cabalga el desarrollo– se refiere
tanto a una superación de la capacidad de recarga de los ecosistemas,
como a una excesiva excreción de desechos y basura provocados por el
rebasado consumo humano, pero también a una descontrolada expansión
urbana y a una hiperproducción de bienes y servicios industriales
desechables; procesos todos incentivados por la necesidad de alimentar
el siempre creciente sistema capitalista, cuyos límites se extienden –no
de ahora– más allá de la capa atmosférica.
No
creemos –se deducirá por lo sostenido aquí– que el desarrollo –a decir
de Machuca (2009)– pueda rescatarse y librarse de los tentáculos del
neoliberalismo. Tampoco consideramos de gran pertinencia preguntarnos
como Acosta (2011) “si será posible y realista intentar un desarrollo
diferente dentro del capitalismo. Se entiende por diferente, un
desarrollo impulsado por la vigencia de los derechos humanos […] y los
novísimos derechos de la naturaleza como base de una economía solidaria
(190). Más allá, nos vemos interpelados, por lo que Miguel Valencia
Mulkay (2017) ha sostenido respecto a la necesidad de desechar los
conceptos progreso, desarrollo, crecimiento y similares:
La
ideología del crecimiento está moribunda, a pesar de los millones de
seres humanos que se sacrifican en sus altares; a pesar de la virtual
unanimidad con la que los ciudadanos y los políticos todavía se quieren
aferrar a este salvavidas perforado. Por lo mismo, se inventan
subterfugios para hacernos más comestible este envenenado platillo y así
se inventan términos como el “ecodesarrollo”, el “desarrollo
sustentable”, el “otro crecimiento”, el “crecimiento con rostro humano” y
otros términos que demuestran que ese falso dios está moribundo (402).
Ahora
bien, mucho se ha hablado de la génesis del sistema capitalista y de
sus consecuencias. Por esta ocasión daremos por hecho tal sistema
omniabarcador, sin entrar en más detalle sobre su forma específica de
diferenciación de otros sistemas. Es decir, daremos por hecho que existe
como estructura, como sistema global, como sistema de pensamiento y de
creencias, como modo de organización social y política, como régimen
civilizatorio, como estructura de valores y normas. El capitalismo es la
sociedad moderna, el Estado, las relaciones sociales mediadas por el
dinero, la comunidad de naciones, las instituciones; el capitalismo es
los sectores privilegiados y los sectores marginados, las culturas
nacionales y las minorías étnicas, raciales, sexuales y de género
subordinadas. El capitalismo es un sistema que se sirve de ensanchar la
distancia entre quienes acumulan capital, poder, recursos y agencia, y
quienes sirven como escalafón para tales fines dentro de la división
nacional e internacional del trabajo: llámesele obreros, campesinos,
mujeres, trabajadores, etc. El capitalismo ha moldeado también a la
naturaleza misma, haciéndola a su modo, cosificándola y
mercantilizándola.
Los
sectores empresariales, burócratas e institucionales niegan
constantemente los orígenes de la crisis sistémica, escapando al trago
amargo que implica reconocer la decadencia del modo de vida en el cual
generaciones y generaciones hemos depositado nuestras esperanzas. No
esperemos que la ONU, el FMI, la OMC, el BM, la FAO, el PNUD, la OMS y
similares organismos reconozcan la crisis del modelo de desarrollo y
declaren la muerte al capitalismo; para éstos, cualquier reproche al
capitalismo es pestilencia de izquierda. Tampoco hemos de esperar que
los sectores con mayores dividendos de poder renuncien a sus privilegios
de clase. Al contrario, hemos de aguardar una mayor ofensiva de su
parte motivada por la necesidad de proteger los beneficios hasta ahora
conseguidos.
Lo que nos
convoca aquí, sin embargo, es la búsqueda de salidas, el mapeo de las
fallas y las rupturas del sistema que es necesario identificar para
re-construir el mundo desde donde las miradas instituidas no alcanzan a
ver. El zapatismo ha usado una alegoría sumamente fecunda de este método2:
el capital es un muro y sus grietas son una guía hacia afuera (EZLN,
2015). En el ensayo que está usted leyendo se enfoca el catalejo sobre
una grieta que ha sido, a nuestro juicio, muy bien planteada por Miguel
Valencia Mulkay (2017): “de entre los escombros del crecimiento, emerge
el descrecimiento”.
Decrecimiento y descrecimiento
Decrecimiento y descrecimiento
son en esencia un posicionamiento ético, teórico, político y militante
que tiene como finalidad poner un freno, bien atrancado, al crecimiento
ilimitado y a la obsesiva acumulación que el capitalismo y la sociedad
industrial persiguen a costa de saquear la naturaleza y empobrecer
funcionalmente a la mayoría de la humanidad. El descrecimiento no se
para ni en popa, ni en proa, ni en babor, por supuesto, nunca en
estribor; el descrecimiento, antes bien, apaga la maquinaria, detiene
las turbinas y emite gritos de alarma desde la cofa.
Pero,
ante tal vaguedad de definición conviene, pues, matizar y precisar su
genealogía, sus postulados principales y, no de menor importancia, sus
límites frente a lo que Pablo Dávalos (2017) ha llamado más de Lo Mismo,
refiriéndose a la traducción institucional, académica y política –en su
caso con respecto al Buen Vivir, en el nuestro viene bien para el
descrecimiento– de “una serie de discursos que, en definitiva, inscriben
esa lucha y esa praxis política [el Buen Vivir] siempre al interior de Lo Mismo y clausuran su posibilidad de que contenga un sustrato diferente e irreductible a Lo Mismo, vale decir, su carácter de Alteridad Radical” (360). El distanciamiento activo y férreo del descrecimiento con respecto a eso mismo
que está ávido de procesar material mercantilizable, debe ser, a mi
juicio, parte sustancial de los programas y agendas actuales de los
movimientos por el descrecimiento. Así también a cualquier propuesta
verdaderamente alternativa ante el caos presente y la catástrofe, no tan
futura, del capitalismo.
El vocablo décroissance surge
en 2003 en Francia “como un eslogan o una provocación para pensar un
tipo de civilización diferente a la que se ha impuesto globalmente desde
Occidente cuyo propósito es crecer económicamente de manera ilimitada a
cualquier costo” (Gutiérrez-Otero, 2017). En 2003, Serge Latouche,
declaró:
Entendámonos
bien. El decrecimiento es una necesidad, no un principio, un ideal, ni
el objetivo único de una sociedad del post-desarrollo y de otro mundo
posible. La consigna del decrecimiento tiene por objeto sobre todo
marcar con fuerza el abandono del objetivo insensato del crecimiento por
el crecimiento. En particular, el decrecimiento no es el crecimiento
negativo, expresión antinómica y absurda que traduce claramente la
hegemonía del imaginario del crecimiento (Latouche, 2003, Le Monde Diplomatique).
Así,
“para hablar de forma rigurosa, sin duda habría que utilizar el término
de a-crecimiento, con el ‘a’ privativo griego, como se habla de
a-teísmo. Y, además, se trata muy exactamente de abandonar una fe y una
religión: las del progreso y el desarrollo” (Latouche, 2017: 28). No
obstante, como dice Patricia Gutiérrez-Otero (2017) en la presentación
del número 28 de la revista Unidiversidad de la BUAP, dedicada
por entero al decrecimiento, antes de 2003 fueron muchos intelectuales,
investigadores y activistas quienes sentaron las bases del tema que nos
convoca.
Es de resaltar
que los precursores del decrecimiento han venido de los más variados
enfoques y tradiciones de pensamiento, tanto de las áreas concernientes a
las ciencias naturales, como a las sociales y humanistas. Pero también,
y quizás mucho más significativamente, de los movimientos ecologistas y
altermundistas contestatarios de la sociedad industrial (Puddu, 2010).
Un marcador histórico importante para las ideas del decrecimiento
también tiene su origen en el informe Los límites del crecimiento
del Club de Roma en 1972, cuya “conclusión precisaba que el crecimiento
ilimitado bajo todas sus formas era imposible ya que el planeta era un
mundo finito. Treinta años más tarde, un nuevo informe, realizado por
los mismos investigadores, lanza una advertencia rigurosamente idéntica”
(Latouche y Harpagès, 2014, versión ePub).
Como
complemento del recuento de Gutiérrez-Otero (2017), es posible enumerar
junto con Miguel Valencia Mulkay (2017) a los siguientes: Iván Illich,
Cornelius Castoriadis, Nicolas Georgescu-Roeguen, Jacques Ellul, Barry
Commoner, Guy Debord, Rene Dumont, Serge Moscovici, Donella y Dennis
Meadows, Mahatma Gandhi, Herbert Marcuse, Françoise Partant, Pierre
Samuel, Paul Goodman, André Gorz y Serge Latouche. En México, además del
mismo Miguel Valencia, se encuentran Gustavo Esteva y Jean Robert con
una larga tradición de estudio y difusión de las ideas de Iván Illich.
Otra vertiente de corte descrecentista que, si bien no se autonombra de
tal forma, pero sí que ha aportado serias propuestas y discusiones de
relevancia, han sido aquellas autoras ecofeministas defensoras de la perspectiva de subsistencia,
inspiradas también en parte por las ideas mismas de Illich: Vandana
Shiva, Maria Mies, Veronika Benthholden-Tomsen y Claudia Von Werlhof.
El término descrecimiento –para diferenciarlo del decrecimiento (décroissance) nacido en Francia y difundido también en Italia (decrescita)–
ha sido propuesto y ampliamente difundido por Miguel Valencia desde el
2007 en nuestro país, desde hace un tiempo considerable, miembro activo y
fundamental de la Red Ecologista Autónoma de la Cuenca de México.
La
idea de crear esta palabra fue la de dar una connotación de voluntad
personal o colectiva al hecho de decrecer y eliminar la connotación
abstracta, pasiva, común en esta palabra, en el lenguaje científico y
matemático. Queremos descrecer por medio de la reducción voluntaria de
nuestros consumos de petróleo, gas, electricidad, metales, maderas,
carnes, agua, plásticos, autos, aviones, trenes rápidos, servicios
educativos, de salud, entre otros. Queremos descrecer por medio de la
autonomía de las comunidades: pueblos, barrios, ejidos, colonias.
Queremos descrecer rechazando las ideas comunes de productividad y
competitividad y haciendo política contra el crecimiento por el
crecimiento mismo, que no toma en cuenta la naturaleza de lo que se
produce (Comunicado personal de Miguel Valencia citado en
Gutiérrez-Otero, 2017: 5).
Permítaseme,
entonces, plantear, a la luz de la discusión hasta aquí esbozada,
cuáles son algunos de los ejes principales del movimiento y
posicionamiento descrecentistas. Ya hemos mencionado algunos de forma
tangencial en el transcurso de este estricto. Demos paso a comprimirlos
en una serie de ideas clave.
La debacle ambiental y el colapso. El
planeta, la biosfera, ha sido rebasado su capacidad para metabolizar
los desperdicios de la actividad humana, agotando por completo la
posibilidad de sostener los ritmos acelerados de producción y consumo de
nuestras sociedades. El colapso –dice Carlos Taibo (2017)– es
inevitable. “Lo que está a nuestro alcance es mitigar algunos de los
efectos más negativos de éste, postergar un tanto en el tiempo su
manifestación y prepararnos para hacer lo más llevadera posible la
sociedad poscolapsista” (Taibo, 2017: 44). Descrecer, como han sostenido
numerosos autores, no es tanto una opción sino un proceso en curso, en
cual nos toca elegir entre un progresivo, sereno y significativo
des-crecimiento personal y societal o un sufrimiento de las
consecuencias.
[…]
tenemos indicios muy preocupantes de degradación ecológica posiblemente
irreversible […] Hablamos, pues, de un trastorno global del planeta,
que repercute en todos los grandes ciclos ecológicos con bucles
imprevisibles y consecuencias contradictorias (excesos de frío y de
calor, aumento de inundaciones y de sequías, etc.). Gea se ha puesto
enferma, tiene fiebre, ha perdido su tiemple (Puddu, 2010: 293-296).
La acumulación sin límites de capital, naturaleza y trabajo humano.
En la carrera por el crecimiento, no sólo la naturaleza sirve de
trampolín para la acumulación de capital y de abundancia material al
proveer de materias primas e insumos sustanciales para tal proceso–
siempre extraídas, arrancadas o robadas por medio de la violencia
(física, política, económica o simbólica)–, sino que el modo de
producción capitalista como tal genera desperdicios nocivos para la
salud del planeta que la naturaleza se ve forzada a intentar
metabolizar, siempre sin éxito –estos efecto son conocidos como
externalidades o “costos ambientales” para los economistas. Por otro
lado, desde Marx sabemos que es el trabajo humano la condición de
posibilidad para la acumulación de capital y el lanzamiento progresivo
de mercancías a la circulación. Un programa descrecentista se propone
reducir el tiempo de trabajo, sustituyéndolo por trabajo creativo y
ocio, con el doble objetivo de boicotear la formación de plusvalía y la
servidumbre del trabajo asalariado (por mucho insuficiente para la
satisfacción de necesidades fundamentales).
Con
todo el rigor teórico, en un mercado caracterizado por una
superabundancia de la cantidad de horas de trabajo ofertadas y la
búsqueda desenfrenada de un empleo frente a una demanda (o sea, el
número de empleos propuestos) muy insuficiente (estando reducida al paro
casi el 10% de la población activa, según las estadísticas oficiales
manipuladas y por ello muy por debajo de la realidad), sólo podemos
esperar un hundimiento de los precios (dicho claramente, de los
salarios). En cambio, el salario tenderá a aumentar su la oferta
disminuye. Se puede esperar, por lo tanto, alguna mejora de nivel de
vida si se produce un rechazo masivo de horas extra y, todavía más, con
una reducción de la jornada laboral (Latouche y Harpagès, 2014, versión
ePub).
La obsolescencia programada y el consumo obligatorio de mercancías y servicios. El
“compre, use, tire y vuelva a comprar” quizás sea útil no sólo para
describir los hábitos de consumo de bienes materiales –que no es
necesario recordar que tiene como resultado una gran cantidad de
desechos que no pueden ser asimilables por el medio– , sino para
referirnos también al pago por servicios, como la salud, la educación y
el transporte; el desperdicio y la obsolescencia de éstos no deriva
tanto de su renovación material constate (aunque sin duda muchos de
ellos derivan en una renovación del desperdicio en infraestructura,
insumos y combustible), sino de que en esencia no son servicios que
podamos prestarnos a nosotros mismo y fuera de los márgenes del capital y
el Estado, llevándonos a un consumo obligatorio o forzado de los mismos
(Illich, 2006).
La
obsolescencia aquí radica en su tendencia a la inutilidad: la educación
en el capitalismo no educa, forma obreros especializados que no pueden
concebir su vida libres de la instrucción profesional para la
consecución de un empleo; la salud no cura, en la medida en la que
prolonga la enfermedad y el tiempo de vida, ocupándose sólo de la gestión de la muerte
mediante la administración de tratamientos paliativos y en manos sólo
de especialistas médicos que estipulan quién enferma y quién no; el
transporte motorizado excesivo, traducido en congestión vehicular y en
un mayor distanciamiento de los recorridos cotidianos por planeación
urbana en función del motor de combustión, excluye a los desprovistos de
automóvil del derecho al traslado digno. En su momento Iván Illich
(2006) llamó monopolio radical al proceso de control absoluto y
estandarizado sobre las herramientas al alcance de una sociedad en
manos de la burocracia y especialistas; un monopolio radical, no sólo
cancela la oferta de opciones, digamos, entre bienes o servicios del
mismo género, sino que anula por completo las alternativas para la
satisfacción de las necesidades que dichos bienes o servicios pretenden
colmar: la escuela como única vía para la adquisición del saber
socialmente valorado, la medicina alópata como único medio de atención
de la enfermedad y el automóvil como el medio de transporte dominante en
la sociedad industrial (Illich, 2006).
Por otro lado, dice Carlos Taibo (2009):
[…]
conviene recelar de la superstición que sugiere que el tránsito desde
una sociedad de productores a otra de consumidores ha acarreado una
emancipación gradual de los individuos y ha permitido pasar de un
escenario de restricciones y ausencia de libertad a otro de autonomía
individual y dominio de sí mismo (4).
La
libertad en la sociedad de crecimiento se limita a la libertad de
comprar y consumir más: más bienes materiales que aseguren un mayor
nivel de vida, más educación que lleve a un mejor empleo con mejor paga,
más poder político para mayor seguridad y un mejor plan de vida, más
tierra y más territorio para una mayor explotación de los recursos, más
horas de trabajo para un mayor ahorro, etc. “Estrategia mayor, bien
tramada, del sistema es la que nos invita a consumir unos u otros bienes
sin permitir —ya me he referido a ello— que nos hagamos preguntas
relativas a si esos bienes son necesarios y nos interesan” (Taibo, 2017:
45).
La simplicidad voluntaria, la convivialidad y la autogestión.
El descrecimiento ha optado por algo que podríamos llamar una vía media
para el cambio civilizatorio, reconociendo la importancia de buscar
propuestas prácticas en términos colectivos e individuales. Para estas
alturas, quien haya leído hasta este punto el orden de ideas presentado,
habrá a bien concluido que el descrecimiento se desprende y traza una
línea gruesa frente al credo liberal y frente al estatismo de tradición
socialista. Antes bien, señala que uno y otro se encuentran
estrechamente vinculados con la ontología del tiempo lineal del
crecimiento sin límites. Es por tanto, que la práctica y la teoría del
descrecimiento se engarzan sobre una reflexión profunda y detallada
sobre el quehacer de la sociedad y de los individuos, pero nunca
atribuyendo la responsabilidad exclusiva a uno u otro lado de la
balanza. El descrecimiento no es posible sin las acciones conviviales de
sujetos conscientes de su interdependencia con la naturaleza y la
sociedad. Latouche (2003; 2011; 2017) ha determinado que tanto los
sujetos como la sociedad en su conjunto han de comenzar por hacer
esfuerzos dirigidos a la descolonización del imaginario que promueve la sociedad de consumo ilimitado y que condiciona a los cuerpos y a las mentes a la acumulación.
El
descrecimiento representa una tercera vía, la de la sobriedad
voluntaria. Para ello, debemos inventarnos otro modo de relacionarnos
con el mundo, con la naturaleza, con las cosas y los seres, que tenga la
propiedad de poder universalizarse a escala de la humanidad. Esta
perspectiva no es triste. Las sociedades que autolimitan su capacidad de
producción son, también, sociedades festivas (Latouche y Harpagès,
2014, versión ePub).
Pero
la descolonización del imaginario se vuelve terreno infértil sino se
despliega una reapropiación de los procesos de producción, circulación y
consumo, con miras –ya está–, a su resignificación mediante un método
de roza, tumba y quema (por paradójico que sea esto
ambientalmente hablando), es decir, cortando, si no de tajo, sí bien
profundo, las prácticas acumulativas propias de la sociedad de
crecimiento. Es de ahí de donde la propuesta del descrecimiento es
principalmente de corte autogestionaria, localizada y dislocada lo más
posible de la economía global. Como ha dicho Carlos Taibo (2011) –para
de nuevo citarlo– en la Universidad Socioambiental de la Sierra en
España3:
“Cualquier contestación del capitalismo en el mundo opulento, a
principios del siglo XXI, tiene que ser por definición: 1)
decrecentista, 2) autogestionaria y 3) antipatriarcal. Si le falta
alguno de estos tres pivotes, me temo, que estará haciendo el juego a
ese sistema que teóricamente dice contestar”. Serge Latouche y Didier
Harpagès (2011), por su parte, han defendido la localización de le
economía mediante un sistema de moneda alternativa local y biorregional,
así como por medio de sistemas de autofinanciamiento dirigidos a la
autosuficiencia alimentaria y energética.
Dentro
del paradigma descrecentista ha venido a proponerse que no existe modo
de escape al crecimiento industrial sin límites y al colapso inminente
del proyecto capitalista si no se opta por un cambio radical de nuestros
hábitos de producción y de consumo, de nuestra relación con la
naturaleza y del modo en el que hemos elegido satisfacer nuestras
necesidades, concibiéndolas ilimitadas. No cabe, entonces, en el
proyecto descrecentista un divorcio entre las alternativas que buscan
dislocarse tajantemente de los valores propios del desarrollo sin
límites. Se reivindica la sobriedad voluntaria, como un modo societal y personal de poner freno a la locomotora del tiempo. Queda abierto el debate.
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Alonso Merino Lubetzky
Licenciado
en Desarrollo y Gestión Interculturales por la Escuela Nacional de
Estudios Superiores (ENES) Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM), Unidad León. Estudiante de la Maestría en Estudios para el
Desarrollo en la División de Ciencias Sociales y Humanidades, Campus
León, Universidad de Guanajuato. Miembro de la Red ¡Descrecimiento o
Colapso! México. Integrante de Hilando Utopías. Educación para la
Comunalidad y el Buen Vivir A.C. a.merinolubetzky@ugto.mx ; a.merinolubetzky@gmail.com (01) 4771734875
1 Video: 1949 Inauguration Speech of Harry Truman (Full), visto en: https://www.youtube.com/watch?v=gytbJo_bmxA
2 John Holloway (2011) ha hecho uso de esta metáfora en su Agrietando el capitalismo. El hacer frente al trabajo.
¡A estudiar este texto y a entrar en el debate!
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