Luis I. Prádanos - ctxt
¿Priorizamos
los carriles bici o los puentes de Calatrava? ¿El biodiseño o el
falo-ego-diseño?
Eco-Boulevard en Villa de Vallecas (Madrid). Luis García |
Ambas
posturas desmovilizan políticamente y empeoran la situación.
Existen otras maneras mucho más maduras, prometedoras y eficaces de
canalizar nuestra energía emocional, mental, espiritual y física
para contribuir a una transición socialmente deseable y
ecológicamente viable: aprender a perder el miedo (a nosotras
mismas, a los otros, a la muerte) y aumentar la empatía, cohesionar
la comunidad, desacelerar en todos los sentidos y reducir la
desigualdad son estrategias mucho más prometedoras.
Ni
los problemas sociales y ecológicos son debidos a que el ser humano
es inevitablemente malo, egoísta, competitivo o idiota por
naturaleza, ni se pueden resolver solamente con mejoras tecnológicas.
Pensar lo primero tiende a fomentar la pasividad, el cinismo, el
miedo, el hedonismo
triste y un nihilismo político que –obsesionado con la
seguridad personal, el riesgo y la protección individual– acaba
polarizando a la sociedad y exacerbando las condiciones para su
colapso. Afirmar lo segundo es creer que un instrumento puede
resolver problemas estructurales sin necesidad de cambiar la
estructura.
El
mayor obstáculo para una transformación ecosocial deseable radica
en la desigualdad y la asimetría de poder existentes en el marco de
un sistema de explotación generalizada. En los últimos cuarenta
años tanto la desigualdad como la degradación medioambiental no han
hecho más que aumentar. En este contexto la innovación tecnológica
corporativa acelera y hace
más eficiente las tendencias existentes,
es decir, la desigualdad, la asimetría de poder y la destrucción
ecológica.
Cuanta
más desigualdad, más desproporcionado es el poder
político de los ricos y más capacidad tienen para diseñar
el sistema económico, legal y financiero –también mediático y
cultural– a su favor y adquirir así más riqueza y más influencia
política en un bucle de retroalimentación.
Obviamente, esta
dinámica no solo no resuelve los problemas reales (crisis ecológica
y de desigualdad), sino que los empeora al tiempo que genera una
creciente frustración y desconfianza social que, mal canalizada,
suele desembocar en populismos autoritarios y nacionalismos
xenófobos.
Así
se llega a la absurda situación actual en la que, mientras
ocho personas acumulan
más riqueza que la mitad de la población global, proliferan los
discursos xenófobos y racistas que claman que los refugiados e
inmigrantes salen caros a la sociedad. Estos discursos que promueven
el miedo y enfrentan a las víctimas del sistema sirven para desviar
la atención del problema real: la sociedad se endeuda y precariza
subvencionando a los superricos, no a los ultra-pobres. Lo que sale
caro socialmente es mantener a las ocho personas que acaparan más
riqueza que el 50% de la población global y cuyas estrategias
históricas de acumulación por desposesión han contribuido a las
disfunciones geopolíticas y socioecológicas que exacerban las
migraciones actuales.
Confundir
las causas de los problemas con sus síntomas es peligrosísimo,
sobre todo cuando se culpa de los problemas de un sistema
estructuralmente injusto a las personas que más lo sufren en lugar
de a las asimetrías de poder que generan su sufrimiento. En otras
palabras, el problema radica en la asimetría de poder y la
desigualdad que el sistema perpetúa, no en sus víctimas. Estudios
en epidemiología demuestran que cuanta más desigualdad
hay, más empeoran todos los problemas sociales (obesidad,
criminalidad, inseguridad, enfermedades mentales, reducción de
esperanza de vida y movilidad social, etc.) y más difícil resulta
implementar medidas eficaces para revertir la destrucción ecológica.
Por ello, implementar políticas económicas que favorecen la
acumulación de capital –es decir, que aumenten la desigualdad–
es contraproducente.
Entre
algunos círculos de multimillonarios se sabe muy bien que la actual
inercia económica y política (sin la cual su acumulación de
capital hubiese sido impensable) desemboca en un colapso
civilizatorio inminente. De hecho, varios están usando su inmensa
riqueza no para intentar enmendar la situación, sino para construirse bunkers
de lujo de alta tecnología. Con una mezcla de catastrofismo
resignado y tecno-optimismo infantil, algunos de ellos se preocupan
de qué tecnología usarán para evitar que los guardianes de sus
bunkers se rebelen cuando llegue el colapso civilizatorio. Ante esta
actitud es difícil no percibir una patología megalómana,
egocéntrica y atormentada propia de una cultura inmadura y
disfuncional que no ha asumido su propia mortalidad y no ha
reflexionado sobre algo obvio: nuestra interdependencia radical,
donde la única manera de vivir bien pasa por vivir sin miedo en una
comunidad cohesionada (léase igualitaria) en el contexto de un medio
ambiente saludable.
El
actual sistema de explotación, injusticia y destrucción
generalizada se mantiene –aunque ya renqueante al haber chocado con
los límites
del planeta y alcanzado una deuda
global histórica– mediante el miedo y las fantasías (miedo
manufacturado hacia enemigos inexistentes y fantasías tecnológicas
de crecimiento económico ilimitado). Para poder transicionar hacia
una prosperidad serena para todas las personas es esencial liberarnos
de dichos miedos y fantasías. Ello requiere una inteligencia
colectiva clarividente, que deje de regurgitar tanto los pensamientos
tóxicos del miedo manufacturado como las irreflexivas letanías
techno-optimistas y sea capaz de desacelerar y reflexionar.
Las
soluciones a la crisis ecosocial son técnicamente simples y
socialmente complejas: requieren adoptar tecnologías apropiadas de
bajo impacto ya existentes (lo que Ivan Illich llamaba convivial
tools)
y cohesionar nuestras comunidades para que fomenten la inteligencia
emocional, social y ecológica. Ya sabemos –lo hemos sabido
siempre– cómo vivir bien y cuidar del suelo y de las personas
usando una fracción de la energía y los materiales (si no me creen
visiten Caña
Dulce), pero ello se invisibiliza porque no fomenta el
crecimiento económico y ralentiza la acumulación de capital (es
decir, no genera desigualdad ni exacerba las asimetrías de poder
existentes).
Lo
más eficaz para generar una sociedad segura y sana no es el
crecimiento económico, la construcción de muros, el extractivismo
necrótico, la inteligencia artificial o la militarización de
fronteras, sino la agricultura regenerativa, la reducción de la
desigualdad y la promoción de cohesión social. Para ello conviene
promover la deceleración, la frugalidad alegre y la simplicidad
próspera mediante una pedagogía
para el decrecimiento, una filosofía permacultural que libere
del miedo, una socialización en la interdependencia y algunos
cambios significativos en los modelos de masculinidad dominantes. Se
trata de promover imaginarios menos espectaculares y más sobrios que
los que se fomentan desde el catastrofismo y el tecno-optimismo, pero
mucho menos arriesgados, más justos y muchísimo menos costosos
(económica, social y ecológicamente).
En
otras palabras, nos encontramos en un punto de inflexión crítico en
el cual debemos elegir entre continuar implementando políticas
catastróficas y carísimas basadas en el miedo y la fantasía o
proponer soluciones sistémicas y ecológicamente regenerativas
basadas en la inteligencia colectiva, la igualdad y la empatía. Hay
que decidir entre llenar las escuelas de caros aparatos tecnológicos
y publicidad corporativa para costearlos o enseñar en ellas técnicas
de meditación e inteligencia ecológica con huertos escolares;
subvencionar masivamente a las macro-corporaciones agroindustriales y
biotecnológicas o dar prioridad a prácticas socioecológicamente
benignas como la permacultura, la biomímesis y la agricultura
regenerativa; plantar bosques comestibles cerca de las ciudades o
construir aeropuertos sin aviones, estadios olímpicos y
urbanizaciones sin personas; llenar nuestras ciudades de parques,
arquitecturas efímeras y bioconstrucciones bien integradas o de
carísimas macro-construcciones socialmente disfuncionales y
ecológicamente devastadoras. En otras palabras, ¿priorizamos los
carriles bici o los puentes Calatrava, el biodiseño o el
falo-ego-diseño?
Incluso
se podría diseñar –por qué no– un sistema
monetario y financiero que
no haga el mundo inhabitable e incentive modelos urbanos y
agroecológicos a escala humana que faciliten la convivialidad, la
regeneración del suelo y la paz interior. Lo interesante es que las
opciones más deseables requieren poquísima inversión en
comparación con la inercia dominante y, además de reducir la deuda
pública, generan espirales sociecológicamente virtuosas. Dichas
alternativas desatan procesos que empoderan a las comunidades,
reducen fricción social, regeneran ecosistemas, mejoran la salud
pública y evitan canalizar la riqueza hacia las élites. ¿Quién en
su sano juicio podría oponerse a estas transformaciones y preferir
en cambio continuar con la acumulación de deuda y especulación, el
incremento de la desigualdad, la crispación social y el colapso
ecológico? Nadie, creo yo, que no sea presa del miedo (que activa
el pensamiento conservador) o del tecno-optimismo (que promueve
la aceleración irresponsable y se olvida del principio de
precaución).
En
la península ibérica ya está emergiendo una sensibilidad cultural
que ha dejado de alimentar miedos y fantasías para atreverse a
imaginar y materializar otros mundos posibles.
Luis
I. Prádanos (Iñaki)
es profesor en Miami University y autor de Postgrowth
Imaginaries.
Se pueden encontrar sus trabajos en el siguiente enlace.
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