Juan-Ramón Capella - mientras tanto
Cuestiones básicas para una estrategia de los de abajo
Decrecimiento
El aparato productivo es ya poderosísimo. Pero ¿es aceptable el
crecimiento cuantitativo? ¿El crecimiento económico puede solucionar
nuestros problemas? No se entrará aquí en una reflexión en términos
globales, sino únicamente locales. La sociedad española, ¿ha de producir
más?
La respuesta a esta pregunta tiene que ver con dos cuestiones: la ecológica y la redistributiva.
La gran mayoría de los expertos en cuestiones ecológicas creen que las economías deben decrecer. Que
es insensata la carrera del crecimiento (producir por producir), ya que
destruye el entorno, se acumulan residuos y se agotan los bienes del
suelo y del subsuelo. El decrecimiento formula en realidad una pregunta
acerca de cómo quiere vivir una sociedad, y solo secundariamente una pregunta acerca de cómo vive.
Dos precisiones sobre el decrecimiento. Primera: su contrario,
el crecimiento, puede ser de dos tipos: cuantitativo (producir más) o
cualitativo (producir lo mismo pero mejor). Segunda: decrecer en general no
implica hacerlo en todos los sectores. El decrecimiento es compatible
en principio, en determinados casos, con el crecimiento cualitativo, e
incluso, en algún sector, como la sanidad y la salud, con un deseable
crecimiento puro y simple.
Sabemos que las necesidades de las personas son indefinidamenteelásticas, y variados los modos de satisfacerlas. Por eso un control colectivo de lo que son necesidades sostenibles —un adjetivo ya esencial cuando se habla de necesidades— debe establecer algún criterio de selección. Así, serían necesidades insostenibles aquéllas cuya satisfacción destruyera o limitara la posibilidad de satisfacción de necesidades básicas —entendiendo por básicas las
de sustento, habitación, calefacción, vestido, movilidad educación y
sanidad de todos—. Quede aparte la cuestión de que esas necesidades
básicas pueden ser satisfechas de diversas maneras —se puede
comer pan o langostinos, moverse en bici o en auto, p.ej.—, y esto no es
inesencial, aunque no podamos detenernos en ello aquí. Por otra parte,
serían necesidades antisociales las que en ningún caso pudieran ser satisfechas para todos los miembros de la sociedad.
A partir de criterios como éstos, u otros parecidos, se tendría que
poder plantear a la ciudadanía a qué niveles de satisfacción de
necesidades (establecidos en términos genéricos) aceptaría
autolimitarse. Por ejemplo: ¿les bastaría a la gran mayoría de los
conciudadanos un nivel de vida medio semejante al de Alemania en 1990?
¿Al de Alemania en 2000? ¿Al de Dinamarca en 2015? En todos los casos,
como es natural, con mejor redistribución, más igualitaria, que la de
los ejemplos citados. El filósofo alemán W. Harich fue el primero en
plantear, creo yo, esta interesante cuestión
Una política de decrecimiento económico tiene numerosas implicaciones
que es imposible plantear aquí. Estratégicamente hablando, los de
abajo deberían combatir entre el conjunto de la población la idea de que
el crecimiento económico es un maravilloso elixir curativo de los males
presentes —el mantra reiterado de los neoliberales—, y tratar de exponer la necesidad del decrecimiento, con objetivos razonables. El decrecimiento no es ni mucho menos la austeridad forzosa impuesta por el capitalismo en sus crisis, pero evidentemente implica la idea de contención, de no estirar más el brazo que la manga. La noción de austeridad es siempre relativa, e histórica.
El crecimiento es el deus ex machina del pensamiento económico
neoliberal e incluso de cierto pensamiento de izquierdas. Aunque en
realidad es tan dogma de fe como la Inmaculada Concepción de la Virgen
María o la Santísima Trinidad.
El otro lado de la pregunta sobre el crecimiento es el redistributivo.
Pues cabe afirmar que en la sociedad que estamos considerando ya en la
actualidad puede haber bienes suficientes para todos, pero están
desigualmente distribuidos. Unos tienen mucho, demasiados tienen poco y
otros no tienen nada.
Erario público y rentas directas e indirectas
La necesidad de conjugar una política de decrecimiento con la
solución del problema social generado por el paro estructural de las
sociedades tercioindustrializadas obliga a proponerse políticas fuertemente redistributivas. Unas políticas que serían necesarias incluso si —lo que sería suicida— no se hubieran planteado objetivos de decrecimiento.
Es necesario que todas las personas a las que el mercado de trabajo
no acoge sean remuneradas socialmente. No se propone aquí una idílica
renta básica universal, sino una renta básica exclusiva para las
personas que no consiguen trabajar, mientras esta situación perdure; y
una renta no miserable.
También es necesario que el erario público extienda (y financie) los servicios sociales a tareas de cuidado, imprescindibles
por el proceso de envejecimiento medio de la población, y por tanto con
el incremento de personas que precisan tales tareas. Y que compense a
las personas que desarrollan esos servicios incluso cuando vienen
haciéndolo respondiendo a imperativos morales en el seno de la sociedad
familiar.
No se puede ocultar que una política en general redistributiva
tendría que tomar en consideración también la necesidad de ir acomodando
la población, su número, a las posibilidades de los objetivos
productivos, y no solo los segundos a lo primero. La restricción del
número de hijos al mero reemplazo sería deseable, sobre todo porque, al
no ser la sociedad española una isla, sin duda seguirán afluyendo a ella
personas que escapan a la muerte, a la guerra o a la más absoluta
miseria en sus países de origen. La solidaridad internacional obliga a
la acogida en términos razonables.
Lo señalado en el párrafo anterior muestra algunas de las
dificultades a que ha de enfrentarse el decrecimiento. Es muy difícil
que ciudadanías como la española acepten con naturalidad ciertas
limitaciones que le son extrañas y que van contra la experiencia
tradicional.
Por lo demás, el erario público debe regresar a la financiación de lo que tradicionalmente se ha entendido como fomento de
las actividades producivas en sectores no apetecibles para la
iniciativa privada. El Estado debe responsabilizarse de determinadas
producciones; p.ej. la de medicamentos cuya fabricación no le resulta
rentable a la industria farmacéutica. Ello por no hablar de cuestiones
mayores, como una hipotética necesidad de nacionalizar determinados
sectores productivos, como el eléctrico o las telecomunicaciones, que la
iniciativa privada no produce a precios satisfactorios; o, tal vez, la
nacionalización del sector financiero, incapaz de operar en términos
distintos de los del neoliberalismo estricto y cuyos reiterados fracasos
pagan los contribuyentes.
Hoy la vergonzosa protección gubernamental a los monopolios
eléctricos se manifiesta en las dificultades puestas a la producción de
electricidad —solar, eólica— para el autoconsumo, lo cual equivale a
una obligación de mercadear. Por la misma regla de tres de los
abominables gobiernos que impiden eso tendría que estar prohibido que
los padres fabricaran juguetes para sus hijos.
Por otra parte el paro se puede paliar con inversiones productivas en
el interior del país, que debería hacer el Estado si el empresariado
prefiere lucrarse en el extranjero. Eso tropezaría hoy con la política
ultraneoliberal de la Unión Europea.
Los problemas mencionados los complican las posibilidades abiertas hoy a las deslocalizaciones productivas. Una política económica de izquierdas tendría que ser tan florentina que dificultara o penalizara lasdeslocalizaciones sin ahuyentar la inversión extranjera en los sectores en que ésta fuera considerada conveniente.
[Como se puede ver por lo dicho hasta aquí, los estudiantes de las
Facultades de Ciencias Económicas deberían luchar por cambios
importantes en sus planes de estudios. Hoy esos centros son poco más que
escuelas de negocios, pero en otros tiempos han sido instituciones en
que se podía estudiar economía de verdad. Es preciso volver a eso y
mejorarlo para formar economistas nuevos; los que hay, instruidos
mayormente y durante décadas en el neoliberalismo, sencillamente no
sirven.]
Desigualdad, fiscalidad y redistribución
Es obvio que el incremento de la desigualdad producido por las
políticas neoliberales —España y los Estados Unidos son los países donde
más ha crecido la desigualdad— ha sido terrible en España, no tanto
—como se dice— para las clases medias cuanto para las clases
trabajadoras. El 20% más pobre de la población es el que más ha perdido;
y el empobrecimiento es mayor según en qué regiones, llevándose la
palma Andalucía.
El crecimiento de la desigualdad es la principal consecuencia social de las políticas neoliberales. Según el Global Wealth Report de
2015 (apud Fontana), en la distribución global de la riqueza familiar
el 1% de los más ricos poseía ya la mitad del total, o sea, tanto como
el 99% restante, y para el 90% de la población sólo quedaba el 12,3% de
la riqueza. Según Oxfam en enero 2016, en 2015 62 personas 62 tenían la
misma riqueza que 3.600millones de seres humanos. Tal es la abominación de la desigualdad a nivel global.
Y, a nivel local, el último informe de Oxfam asegura que España es un
país "de dos realidades": por un lado, el PIB crece desde 2014, por
otro, la desigualdad aumenta y la situación de las personas más
vulnerables empeora, hasta el punto de que España es el segundo país de
la UE donde más ha crecido la desigualdad desde que estalló la crisis.
En 2015, el 30% de la población más pobre perdió el 33,4% de su riqueza,
mientras que la fortuna de las tres personas más ricas creció un 3%.
Los gobiernos del PP y del Psoe han aplicado las mismas políticas
fiscales que los presidentes neoliberales norteamericanos, consistente
en unos pocos artificios básicos: reducir los tramos del impuesto sobre
la renta, aminorar la fiscalidad en los tramos altos, y dar importancia
a los impuestos indirectos, como el IVA, que gravan sobre todo el
consumo y a los más débiles (el IVA, las antiguas alcabalas, es un
invento endiablado del que ya se quejaban los abuelos de los abuelos de
los abuelos de nuestros abuelos).
Reagan estableció solo dos tramos en el impuesto sobre la renta:
hasta 30.000 dólares se pagaba el 15%, y el 28% a partir de ahí. El
sistema fue perfeccionado por Bush y Clinton, pero significó un giro
radical en la política fiscal norteamericana, tanto republicana como
demócrata. Con Roosevelt ese impuesto tenía 24 tramos, y el superior
tributaba al 94%. Durante 20 años lo que se ganaba por encima de 400.000
dólares tributaba en Usa al 90%. Truman subió eso al 91% y Eisenhower
al 92%. Con Kennedy había 24 tramos que tributaban del 20% al 91%. Y eso
no molestaba demasiado a las grandes fortunas porque ganaban muchísimo
dinero.
Ciertamente, la redistribución de las rentas que esos impuestos
posibilitaban no iba muy lejos debido al desmesuradísimo gasto militar
de la época (ou sont les missiles d'antan, les bombes H d'antan, que por fortuna sólo han causado daños sociales antes de convertirse en obsoletos?).
Eisenhower había descubierto que las puertas giratorias entre altos
mandos militares e industria armamentista constituían un círculo vicioso
que atenazaba la libertad de acción de la presidencia de la república;
le dio nombre y todo: complejo militar-industrial. En cualquier
caso la historia muestra que el dogma de los impuestos bajos a los ricos
para que inviertan es tan falso como la santidad de Judas Iscariote.
De modo que el problema del paro está asociado para la izquierda,
para los de abajo, a la temática de la fiscalidad. A la implantación de
un modelo impositivo de muchos más tramos que los actuales, y que sea
casi incautatorio para las rentas desmedidas que los poderosos se han
asignado a sí mismos.
Abordar el problema del paro está asociado a
cerrar el abanico de las diferencias salariales y abrir en cambio el de
los gravámenes fiscales. Una política que además podría aminorar la
carga fiscal indirecta de los pobres, el IVA, gravando seriamente, en
cambio, los bienes de lujo, antisocialistas, que jamás podrían ser
disfrutados por toda la población: por ejemplo, campos de golf,
embarcaciones de recreo y sus amarres, aviones privados, grandes
residencias, etc.
La defraudación a la Hacienda Pública, la ocultación en el extranjero
de rentas obtenidas en España, y cosas como éstas, deberán ser objeto
de una seria represión penal. Va siendo hora de pensar en cárceles
especiales para personas mayores, culpables frecuentes de este tipo de
fraudes, y rechazar la idea de que en estos casos la edad exonera de la
prisión. El fraude a la colectividad es uno de los delitos más
repugnantes, pues se comete con deliberación, sin necesidad y sin
ofuscación.
Análogamente habría que castigar con incautaciones e inhabilitaciones
a los responsables de las empresas que disimulan sus ganancias en
paraísos fiscales, práctica muy extendida entre bancos y poderosos que
por otro lado se ocupan de publicitar sus falsas liberalidades, que
suelen encubrir intentos de privatizar y mangonear más.
Como en cada asunto central de una estrategia de la izquierda o de
los de abajo, se trata de darla a conocer a grandes conjuntos
poblacionales, discutirla y experimentarla. Esta estrategia debe colocar
los problemas en el primer plano de las consciencias, y ridiculizar a
los graves tribunos televisivos dedicados a la putañesca modernización
del oficio de marear la perdiz.
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