James Livingston - ctxt
Traducción de Álvaro San José.
Para nosotros, los estadounidenses, el trabajo lo es
todo. Desde hace siglos, más o menos desde 1650, creemos que imprime
carácter (puntualidad, iniciativa, honestidad, autodisciplina y todo lo
demás). También creemos que el mercado laboral, donde encontramos el
trabajo, ha sido relativamente eficiente en lo que a asignar
oportunidades y salarios se refiere. Y también nos hemos creído, hasta
cuando es una mierda, que trabajar da sentido, propósito y estructura a
nuestras vidas. Sea como sea, de lo que estamos seguros es de que nos
saca de la cama por las mañanas, de que paga las facturas, de que nos
hace sentir responsables y de que nos mantiene alejados de la televisión
por las mañanas.
Estas creencias ya no están justificadas. De hecho,
ahora son ridículas, porque ya no hay bastantes trabajos disponibles y
porque los que quedan ya no sirven para pagar las facturas, a no ser,
claro está, que hayas conseguido un trabajo como traficante de drogas o
banquero en Wall Street, en cuyo caso, en los dos, te habrás convertido
en un gánster.
Hoy en día, todos a izquierda y a derecha, desde el
economista Dean Baker al científico social Arthur C. Brooks, desde
Bernie Sanders hasta Donald Trump, pretenden solucionar el
desmoronamiento del mercado laboral fomentando el “pleno empleo”, como
si tener un trabajo fuera en sí mismo una cosa buena, sin tener en
cuenta lo peligroso, exigente o degradante que pueda ser. No obstante,
el “pleno empleo” no es lo que nos devolverá la fe en el trabajo duro o
en el respeto de las normas o en todas esas cosas que suenan tan bien.
Actualmente, la tasa de desempleo oficial en EE.UU. está por debajo del 6
%, muy cerca de lo que los economistas siempre han considerado “pleno
empleo”, y sin embargo la desigualdad salarial sigue exactamente igual.
Trabajos de mierda para todos no es la solución a los problemas sociales
que tenemos.
Pero no es que lo diga yo, para eso están los números.
En EE.UU. más de un cuarto de los adultos actualmente con trabajo cobra
salarios más bajos de lo que les permitiría superar el umbral oficial
de la pobreza, y por este motivo un quinto de los niños estadounidenses
viven sumidos en la pobreza. Casi la mitad de los adultos con trabajo en
EE.UU. tiene derecho a recibir cupones de comida (el Programa
Asistencial de Nutrición Suplementaria, SNAP por sus siglas en inglés,
que proporciona ayuda a personas y familias de bajos ingresos, aunque la
mayoría de las personas que tiene derecho no lo solicita). El mercado
de trabajo ha fracasado, como casi todos los demás.
Los trabajos que se evaporaron durante la crisis
económica no van a volver, diga lo que diga la tasa de desempleo (el
aumento neto en el número de trabajos creados desde 2000 se mantiene
todavía en cero) y si vuelven de entre los muertos, serán zombis, del
tipo contingente, de media jornada o cobrando el salario mínimo, y con
los jefes cambiando tus horarios todas las semanas: bienvenido a
Wal-Mart, donde los cupones de comida son una prestación.
Y no me digas que subir el salario mínimo a 15$ por
hora es la solución. Nadie duda del enorme significado ético de la
medida, pero con este salario, el umbral oficial de la pobreza se supera
solo después de haber trabajado 29 horas por semana. El salario mínimo
federal está en 7,25 $, pero para superar el umbral de la pobreza en una
semana de 40 horas, habría que cobrar al menos 10$ por hora. Entonces,
¿qué sentido tiene cobrar un sueldo que no sirve para poder ganarse la
vida, sino para demostrar que se tiene una ética de trabajo?
Pero, calla, ¿no es este dilema una fase pasajera más
del ciclo económico? ¿Qué pasa con el mercado de trabajo del futuro? ¿No
se ha demostrado ya que esas voces agoreras de los malditos maltusianos
estaban equivocadas porque siempre aumenta la productividad, se crean
nuevos campos empresariales y nuevas oportunidades económicas? Bueno,
sí, hasta ahora. La tendencia de los indicadores durante la mitad del
siglo pasado y las proyecciones razonables sobre el próximo medio siglo
se basan en una realidad empírica tan bien fundamentada que es imposible
desestimarlos como ciencia pesimista o sinsentidos ideológicos. Son
exactamente iguales que los datos sobre el cambio climático: si quieres
puedes negarlo todo, pero te tomarán por tonto cuando lo hagas.
Por ejemplo, los economistas de Oxford que estudian
las tendencias laborales nos dicen que casi la mitad de los trabajos
existentes, incluidos los que conllevan “tareas cognitivas no
rutinarias” (pensar, básicamente) están en peligro de muerte como
consecuencia de la informatización que tendrá lugar en los próximos 20
años. Estos argumentos no hacen más que profundizar en las conclusiones a
las que llegaron dos economistas del MIT en su libro Race Against the Machine
(La carrera contra las máquinas), 2011. Mientras tanto, los tipos de
Silicon Valley que dan charlas TED han comenzado a hablar de “excedentes
humanos” como resultado del mismo proceso: la producción cibernética. Rise of the Robots
(El alzamiento de los robots), 2016, un nuevo libro que cita estas
mismas fuentes, es un libro de ciencias sociales, no de ciencia ficción.
Así que nuestra gran crisis económica (no te engañes,
no ha acabado todavía) es una crisis de valores tanto como una
catástrofe económica. También se la puede llamar impasse
espiritual, ya que hace que nos preguntemos qué otra estructura social
que no sea el trabajo nos permitirá imprimir carácter, si es que el
carácter en sí es algo a lo que debemos aspirar. Aunque ese es el motivo
de que sea también una oportunidad intelectual: porque nos obliga a
imaginar un mundo en el que trabajar no sea lo que forja nuestro
carácter, determina nuestros sueldos o domina nuestras vidas.
En pocas palabras, esto hace que podamos exclamar: ¡basta ya, a la mierda el trabajo!
Sin duda, esta crisis hace que nos preguntemos: ¿qué hay después
del trabajo? ¿Qué harías si el trabajo no fuera esa disciplina externa
que organiza tu vida cuando estás despierto, en forma de imperativo
social que hace que te levantes por las mañanas y te encamines a la
fábrica, la oficina, la tienda, el almacén, el restaurante, o adonde sea
que trabajes y, sin importar cuanto lo odies, hace que sigas
regresando? ¿Qué harías si no tuvieras que trabajar para obtener un
salario?
¿Cómo sería nuestra sociedad y civilización si no
tuviéramos que “ganarnos” la vida, si el ocio no fuera una opción, sino
un modo de vida? ¿Pasaríamos el tiempo en el Starbucks con los
portátiles abiertos? ¿O enseñaríamos a niños en lugares menos
desarrollados, como Mississippi, de manera voluntaria? ¿O fumaríamos
hierba y veríamos la tele todo el día?
Mi intención con esto no es proponer una reflexión extravagante. Hoy en día, estas preguntas son de carácter práctico
porque no hay suficientes trabajos para todos. Así que ya es hora de
que hagamos más preguntas prácticas: ¿Cómo se puede vivir sin un
trabajo, es posible recibir un sueldo sin trabajar para obtenerlo? Para
empezar, ¿es posible?, y lo que es más complicado, ¿es ético? Si te
educaron en la creencia de que el trabajo es lo que determina tu valor
en esta sociedad, como fuimos educados casi todos nosotros, ¿sentiríamos
que hacemos trampas al recibir algo a cambio de nada?
Ya disponemos de algunas respuestas provisionales
porque, de una u otra manera, todos estamos cobrando un subsidio. El
componente de la renta familiar que más ha crecido desde 1959 han sido
los pagos de transferencia del gobierno. A principios del siglo XXI, un
20% de todos los ingresos familiares provenía de lo que también se
conoce como asistencia pública o “ayudas”. Si no existiera este
suplemento salarial, la mitad de los adultos con trabajos a jornada
completa viviría por debajo del umbral de la pobreza, y la mayoría de
los estadounidenses tendría derecho a recibir cupones de comida.
Pero, ¿son realmente rentables los pagos de
transferencia y las “ayudas”, ya sea en términos económicos o morales?
Si seguimos este camino y continuamos aumentándolos, ¿estamos
subvencionando la pereza, o estamos enriqueciendo el debate sobre los
fundamentos de la vida plena?
Los pagos de transferencia, o “ayudas”, por no
mencionar los bonus de Wall Street (ya que estamos hablando de recibir
algo a cambio de nada) nos han enseñado a saber diferenciar entre la
obtención de un salario y la producción de bienes, aunque ahora, cuando
es evidente que faltan trabajos, hace falta replantear este concepto. Da
igual cómo se calcule el presupuesto federal, nos podemos permitir
cuidar de nuestro hermano. En realidad, la pregunta no es tanto si
queremos, sino más bien cómo hacerlo.
Sé lo que estás pensando: no podemos permitírnoslo.
Pues no es así, sí que es posible y no es tan difícil. Subimos el
arbitrario límite de contribución máxima a la Seguridad Social, que
ahora mismo está en los 127$, y subimos los impuestos a las ganancias
empresariales, revirtiendo lo que hizo la revolución de Reagan. Con solo
estas dos medidas se solucionaría el problema fiscal y se crearía un
superávit económico donde ahora solo hay un déficit moral cuantificable.
Aunque claro, tú dirás, junto con todos los demás
economistas, desde Dean Baker hasta Greg Mankiw, de derechas o de
izquierdas, que subir los impuestos a las ganancias empresariales es un
incentivo negativo para la inversión y por tanto para la creación de
puestos de trabajo, o que hará que las empresas se vayan a otros países
donde los impuestos sean más bajos.
En realidad, subir los impuestos a los beneficios empresariales no puede causar estos efectos.
Hagamos el camino inverso y vayamos hacia atrás en el
tiempo. Las empresas son “multinacionales” desde hace ya algún tiempo.
En las décadas de 1970 y 1980, antes de que surtieran efecto las rebajas
impositivas que Ronald Reagan impulsó, aproximadamente un 60% de los
bienes manufacturados que se importaban eran fabricados por empresas
estadounidenses en el exterior, en el extranjero. Desde entonces, este
porcentaje ha aumentado ligeramente, pero no tanto.
Los trabajadores chinos no son el problema, sino más
bien la idiotez sin hogar y sin sentido de la contabilidad empresarial.
Por eso es tan risible la decisión tomada en 2010 gracias a Citizens United
(Ciudadanos Unidos), que sostiene que la libertad de expresión es
aplicable también a las donaciones electorales. El dinero no es una
expresión, como tampoco lo es el ruido. La Corte Suprema ha evocado un
ser viviente, una nueva persona, de entre los restos del derecho común, y
ha creado un mundo real que da más miedo que su equivalente
cinematográfico, ya sea este el que aparece en Frankenstein, Blade Runner o, más recientemente, en Transformers.
Pero la realidad es esta: la inversión empresarial o
privada no genera la mayoría de los trabajos, así que subir los
impuestos a la ganancia empresarial no tendrá ningún efecto sobre el
empleo. Has leído bien. Desde la década de 1920, el crecimiento
económico ha seguido aumentando a pesar de que la inversión privada se
ha estancado. Esto significa que los beneficios no sirven para nada,
excepto para anunciar a tus accionistas (o expertos en compras hostiles)
que tu compañía es un negocio que funciona, un negocio próspero. No
hacen falta beneficios para “reinvertir”, para financiar la expansión de
tu mano de obra o de tu productividad, como ha quedado claramente
demostrado gracias a la historia reciente de Apple y de la mayoría de
las demás empresas.
Eso hace que las decisiones en materia de inversión
que realizan los directores ejecutivos de las empresas tengan solo un
efecto marginal sobre el empleo. Hacer que las empresas paguen más
impuestos para poder financiar un Estado del bienestar que permita que
amemos a nuestros vecinos y que cuidemos de nuestros hermanos no es un
problema económico, es otra cosa, es una cuestión intelectual o un
dilema moral.
Cuando tenemos fe en el trabajo duro, estamos deseando
que imprima carácter, pero al mismo tiempo estamos esperando, o
confiando, que el mercado de trabajo asigne los ingresos de manera justa
y racional. Ahí es donde está el problema, que estos dos conceptos van
juntos de la mano. El carácter puede provenir del trabajo sólo cuando
vemos que existe una relación inteligible y justificable entre el
esfuerzo realizado, las habilidades aprendidas y la recompensa obtenida.
Cuando observo que tu salario no tiene ninguna relación en absoluto con
tu producción de valor real, o con los bienes duraderos que el resto de
nosotros podemos utilizar y apreciar (y cuando digo duradero no me
refiero solo a cosas materiales), entonces empiezo a dudar de que el
carácter sea una consecuencia del trabajo duro.
Cuando veo, por ejemplo, que tú estás haciendo
millones lavando el dinero de los cárteles de la droga (HSBC), que
vendes deudas incobrables de dudoso origen a los gerentes de fondos de
inversión (AIG, Bear Stearns, Morgan Stanley, Citibank), que te
aprovechas de los prestatarios de renta baja (Bank of America), que
compras votos en el Congreso (todos los anteriores), también llamado un
día más en la rutina de Wall Street, mientras que yo tengo problemas
para llegar a fin de mes aun teniendo un trabajo a tiempo completo, me
doy cuenta de que mi participación en el mercado laboral es irracional.
Sé que forjar mi carácter a través del trabajo es una tontería porque la
vida criminal sale rentable, y lo que debería hacer es convertirme en
un gánster como tú.
Por ese motivo, la crisis económica que estamos sufriendo también es un problema ético, un impasse
espiritual y una oportunidad intelectual. Hemos apostado tanto por la
importancia social, cultural y ética del trabajo, que cuando falla el
mercado laboral, como lo ha hecho ahora de manera tan espectacular, no
sabemos explicar lo que ha pasado ni sabemos encauzar nuestras creencias
para encontrar un significado diferente al trabajo y a los mercados.
Y cuando digo “nosotros” me refiero a casi todos
nosotros, derechas e izquierdas, porque todo el mundo quiere que los
estadounidenses vuelvan al trabajo, de una u otra manera, el “pleno
empleo” es un objetivo tanto de los políticos de derechas como de los
economistas de izquierdas. Las diferencias entre ellos se basan en los
medios, no en el fin, y ese fin incluye intangibles como la adquisición
de carácter.
Esto equivale a decir que todo el mundo ha redoblado
los beneficios asociados al trabajo justo cuando este está alcanzando su
punto de evaporación. Garantizar el “pleno empleo” se ha convertido en
el objetivo de todo el espectro político justo cuando resulta más
imposible a la par que más innecesario, casi como garantizar la
esclavitud en la década de 1850 o la segregación en la década de 1950.
¿Por qué?
Pues porque el trabajo lo es todo para nosotros,
habitantes de sociedades mercantiles modernas, independientemente de su
utilidad para imprimir carácter y distribuir ingresos de manera
racional, y bastante alejado de la necesidad de vivir de algo. El
trabajo ha sido la base de casi todo nuestro pensamiento sobre lo que
significa disfrutar de una vida plena desde que Platón relacionó el
trabajo manual con el mundo de las ideas. Nuestra manera de desafiar a
la muerte ha sido la creación y reparación de objetos duraderos, puesto
que sabemos que los objetos significativos durarán más que el tiempo que
tenemos asignado en este mundo y que nos enseñan, cuando los creamos o
reparamos, que el mundo más allá de nosotros, el mundo que existió y
existirá, posee una realidad propia.
Detengámonos en el alcance de esta idea. El trabajo ha
sido una manera de ejemplificar las diferencias entre hombres y
mujeres, por ejemplo, cuando fusionamos el significado de los conceptos
de paternidad y “sostén familiar”, o como cuando, más recientemente,
intentamos disociarlos. Desde el siglo XVII, se ha definido la
masculinidad y la feminidad, aunque esto no significa que se consiguiera
así, por medio del lugar que ocupan en una economía moral, en términos
de hombre trabajador que recibía un salario por su producción de valor
en el trabajo, o en términos de mujer trabajadora que no cobraba nada
por su producción y mantenimiento de la familia. Por supuesto, hoy en
día estas definiciones están cambiando a medida que cambia el
significado de la palabra “familia” y a medida que se producen cambios
profundos y paralelos en el mercado de trabajo, la entrada de la mujer
es solo uno de ellos, y en las actitudes hacia la sexualidad.
Cuando desaparece el trabajo, la diferencia entre los
sexos que produce el mercado de trabajo se diluye. Cuando el trabajo
socialmente necesario disminuye, lo que un día se conocía como trabajo de mujeres
(educación, atención sanitaria o servicios) es ahora nuestra industria
primaria, y no una dimensión “terciaria” de la economía cuantificable.
El trabajo relacionado con el amor, con cuidarse los unos a los otros y
con aprender a cuidar de nuestros hermanos (el trabajo socialmente
beneficioso) se convierte no sólo en posible, sino más bien en
necesario, y no solo en el interior del núcleo familiar, donde el afecto
está a nuestra disposición de manera rutinaria, no, me refiero también a
lo que hay ahí fuera, en el vasto mundo exterior.
El trabajo también ha sido la manera estadounidense de
producir “capitalismo racial”, como lo llaman hoy en día los
historiadores, gracias a la mano de obra de esclavos, de convictos, de
medieros y luego de mercados laborales segregados, en otras palabras, un
“sistema de libre empresa” edificado sobre las ruinas de cuerpos negros
o un entramado económico animado, saturado y determinado por el
racismo. Nunca hubo un mercado libre laboral en esta unión de Estados.
Como todos los demás mercados, este siempre estuvo cubierto por la
discriminación legal y sistemática del hombre negro. Hasta se podría
decir que este mercado con cobertura creó los aún hoy utilizados
estereotipos sobre la vagancia de los afroamericanos mediante la
exclusión de los trabajadores negros del trabajo remunerado y su
confinamiento a vivir en los guetos de días de ocho horas.
Y aun así, aun así, aunque a menudo el trabajo ha
significado una forma de subyugación, de obediencia y jerarquización
(ver más arriba), también es el lugar donde muchos de nosotros,
seguramente la mayoría de nosotros, hemos expresado de manera
consistente nuestro deseo humano más profundo: liberarnos de autoridades
u obligaciones impuestas de manera externa y ser autosuficientes.
Durante siglos nos hemos definido a nosotros mismos de acuerdo con lo
que hacemos, de acuerdo con lo que producimos.
Sin embargo, ya debemos ser conscientes de que esta
definición de nosotros mismos lleva adscrita el principio productivo (de
cada cual según sus capacidades, a cada cual según su creación de valor
real por medio del trabajo) y nos obliga a alimentar la idea inane de
que nuestro valor lo determina solo lo que el mercado de trabajo puede
registrar, en términos de precio. Aunque también debemos ser conscientes
de que este principio marca un cierto camino cuya consecuencia es el
crecimiento infinito y su fiel ayudante, la degradación medioambiental.
Hasta ahora, el principio productivo ha servido como
principio real que hizo que el sueño americano fuera posible: “Trabaja
duro, acepta las reglas y saldrás adelante”, o “cosechas lo que
siembras, labras tu propio camino y recibes con justicia lo que has
ganado con honradez”, u homilías y exhortaciones parecidas que se usaban
para entender el mundo. Sea como sea, antes no sonaban ilusorias, pero
hoy en día sí.
En este sentido, la adhesión al principio productivo
es una amenaza para la salud pública y para el planeta (en realidad,
estas dos cosas son lo mismo). Comprometernos con algo que sabemos
imposible es volvernos locos. El economista ganador del Nobel Angus
Deaton dijo algo parecido cuando explicó las anómalas tasas de
mortalidad que se estaban registrando entre la población blanca que
habita los Estados de mayoría evangelista (Bible belt) alegando
que habían “perdido la narrativa de sus vidas”, y sugiriendo que habían
perdido la fe en el sueño americano. Para ellos, la ética del trabajo
es una sentencia de muerte porque no pueden practicarla.
Por esta razón, la inminente desaparición del trabajo
plantea cuestiones fundamentales sobre lo que significa ser humano.
Para empezar, ¿qué propósito podríamos elegir si el trabajo, o la
necesidad económica, no consumieran la mayor parte de las horas que
pasamos despiertos y de nuestras energías creativas? ¿Qué posibilidades
evidentes, aunque todavía desconocidas, aparecerían? ¿Cómo cambiaría la
misma naturaleza humana cuando el antiguo y aristocrático privilegio
sobre la ociosidad se convierte en un derecho innato del mismo ser
humano?
Sigmund Freud insistía en que el amor y el trabajo
eran los ingredientes esenciales de la existencia humana saludable.
Tenía razón, por supuesto, pero ¿podría el amor sobrevivir a la
desaparición del trabajo como compañero de buena voluntad que se
necesita para alcanzar la vida plena? ¿Podemos dejar que la gente reciba
algo a cambio de nada y aun así tratarlos como hermanos y hermanas,
miembros de una preciada comunidad? ¿Te imaginas el momento en el que
acabas de conocer en una fiesta a una persona extraña que te atrae, o
estás buscando alguien en Internet, a quien sea, pero no le preguntas:
“¿y, en qué trabajas”?
No obtendremos ninguna respuesta a estas preguntas
hasta que no nos demos cuenta de que hoy en día el trabajo lo es todo
para nosotros, y que de ahora en adelante ya no podrá ser así.
Traducción de Álvaro San José.
James Livingston es profesor de Historia en la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey. Es autor de varios libros, el último No More Work: Why Full Employment is a Bad Idea (2016).
Este artículo se publicó originalmente en la revista Aeon.
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