Una Modernidad alternativa
Erasmo en su Elogio de la locura
, ese tratado humanista donde la ironía alcanza cotas difícilmente
superables, reprueba a los “mortales que, en lugar de la felicidad,
buscan la sabiduría. Son doblemente necios, puesto que nacidos hombres
olvidan su condición de hombres y aspiran a vivir como inmortales, y a
modo de los gigantes hacen la guerra contra la naturaleza con las armas
de la ciencia”. Dejemos de lado la retranca con que está escrita toda la
obra y preguntémonos en serio: asumir la finitud humana y renunciar a
la dominación, una de cuyas variantes principales es la “guerra contra
la naturaleza” peleada con las armas de la ciencia y de la técnica, ¿no
es un camino luminoso? Tal sería el programa erasmista en los albores de
la Modernidad, el programa de una casi nonata Modernidad alternativa
que también rastreamos en los escritos de Bartolomé de las Casas, o de
Michel de Montaigne… y que sigue siendo de completa actualidad en el
siglo XXI.
Fijémonos en la Francia renacentista y barroca, uno de los centros de
origen de la Modernidad. Del lado de René Descartes quedaría el énfasis
en la dominación de la naturaleza: recordemos el famoso pasaje del Discurso del método
VI donde nos insta a convertirnos en “amos y señores de la Naturaleza”.
Del lado de Montaigne tendríamos un humanismo autolimitado
potencialmente “ecosófico”. Tal sería la línea minoritaria en esta
bifurcación: una Modernidad no prometeica, no fáustica, no titánica,
amiga de la autocontención. Montaigne no sería mal santo patrón para
esta segunda línea: es indudablemente moderno, pero esboza una
modernidad alternativa…
Rechazar la finitud y perseguir la dominación: en esta fórmula
podríamos resumir el extravío de la Modernidad euro-norteamericana a
partir del siglo XVI… Soñamos –contrafácticamente— con un curso
civilizatorio diferente, que hubiera buscado otras metas y fomentado
otros valores: acoger al extraño, cuidar lo frágil, hacer las paces con
la naturaleza, aceptarnos como los vulnerables seres mortales que somos.
La Ilustración que necesitamos no es –sólo— la de Newton, Voltaire y
Kant; ésa nos empuja también a abismos, si no la reequilibra la
autocrítica ilustrada de Goya y Leopardi.
Humanismo más allá del narcisismo de especie
En la era del calentamiento climático, la debacle energética y el
holocausto biológico que el capitalismo fosilista ha puesto en marcha,
necesitamos –nos dice Roy Scranton en ese estupendo librito que es Learning to Die in the Anthropocene,
City Lights Books- un nuevo humanismo, una “nueva relación con las
tradiciones profundamente políglotas de la cultura humana”. Necesitamos
formas nuevas de pensar sobre nuestra existencia colectiva, preguntas
más perspicaces y atinadas, nuevas visiones de quiénes somos “nosotros”
en el tercer planeta del Sistema Solar: Homo sapiens en el primer siglo del tercer milenio, ése que podemos llamar el Siglo de la Gran Prueba.
Pero humanismo
no apunta sólo hacia una solución: también es un término que forma
parte del problema. Como casi todo lo humano, es ambiguo. Durante los
cinco siglos últimos, ese período histórico que solemos llamar
Modernidad, el humanismo –con su creencia básica en la centralidad y
valor excelso del ser humano- no sólo ha alentado nuestros esfuerzos de
emancipación: también ha estimulado nuestra creencia de ser algo muy
especial dentro (o más bien fuera) de la naturaleza, seres superiores a
todos los demás seres vivos –quienes por tanto pueden ser objeto
ilimitado de nuestras manipulaciones y nuestra voluntad de dominación.
El humanismo descentrado, el humanismo no antropocéntrico que
precisamos no es el de seres humanos que se sienten fuera de la
naturaleza y por encima de ella, sino muy dentro de ella, y construyendo
simbiosis con ella.
¿Qué derecho tenemos a ocuparlo todo, a acapararlo todo?
¿Qué razones tenemos para desear ese humanismo descentrado? Quiero
explorar brevemente dos conjuntos de ellas. Se trata primero de razones
de justicia, y en segundo lugar de razones de autoconservación.
Hoy, la posición especial de los seres humanos como especie dominante de la biosfera
es innegable (por eso hablamos de Antropoceno) a la vez que ambigua.
Pues dominio no implica control, ni capacidad de remodelar la biosfera
–como sueña la cultura dominante- de acuerdo con “nuestros propios”
intereses (las comillas son inevitables, pues quizá, además de decir
“Antropoceno”, tendríamos que hablar de “Capitaloceno”). Tenemos un
fenomenal problema de aprendiz de brujo…
Nuestra propia posición es extremadamente frágil si la comparamos con
otras especies con más posibilidades de futuro --bacterias, algas,
hongos, insectos...--. En cierto sentido las bacterias dominan la
Tierra, pero en otro la dominamos sin duda los seres humanos.
Bien, dominamos. Dominamos sin duda a los demás animales cercanos a
nosotros. Por ejemplo, un cálculo de la biomasa (en peso) de los
mamíferos terrestres hoy existentes arroja el resultado siguiente: humanos + ganado y mascotas, 97'11 %; seres silvestres, 2'89 % .
Los seres humanos representamos el 30'45%... Más de diez veces lo que
suponen los mamíferos salvajes. Y vivimos de espaldas a esa realidad,
sumidos en nuestra burbuja cultural, como vivimos de espaldas a tantas
otras realidades básicas… Cuando en charlas y debates he pedido a la
audiencia que estimaran el porcentaje de esa biomasa de seres
silvestres, las estimaciones oscilaban entre 20% y 70%. ¡Así de alejadas
están nuestras percepciones de la realidad!
Hay en el mundo, hoy, unos 900.000 búfalos africanos… frente a 1.500
millones de vacas. 200.000 lobos… y más de 400 millones de perros
domésticos. 50 millones de pingüinos… y 20.000 millones de gallinas.
(Echa estas cuentas Yuval Noah Harari en su reciente libro Homo Deus, ed.
Debate). La pregunta de justicia que hemos de hacernos es: ¿por qué una
sola especie se arroga el derecho de tratar así a todas las demás?
¿Cómo se nos ocurre que tenemos derecho a ocuparlo todo, a acapararlo
todo?
Y es que además la dominación nos sienta mal…
Voy ahora a las razones de autoconservación. Jorge Wagensberg sugiere
aforísticamente que es bueno “ganar independencia con respecto a la
incertidumbre”, en lo que al progreso material se refiere (el motor del
progreso moral, afirma, es la compasión). Es una buena intuición, pero
conviene reparar en lo que entraña. “Ganar independencia con respecto a
la incertidumbre” quiere decir dominar nuestro entorno, o al menos
algunos aspectos del mismo. Pero definir el progreso material en
términos de dominación creciente puede inducirnos a olvidar que somos interdependientes y ecodependientes en un mundo compuesto por sistemas complejos adaptativos, y que en un mundo así el exceso de dominación es, a la postre, contraproducente: acaba volviéndose contra el mismo dominador.
¿Y eso por qué? Pues porque si se trata de relaciones lineales, más de
lo bueno es mejor; pero en cuanto intervienen relaciones no lineales y
circuitos de realimentación –como ocurre masivamente en el mundo real
compuesto de sistemas complejos adaptativos-, más de lo bueno a menudo
empeora la situación. Resulta contraintuitivo para nuestro pensamiento
lineal, pero es real como la vida misma… Los ejemplos abundan, sobre
todo los referidos al progreso técnico de las sociedades industriales:
no hay más que pensar en el uso de combustibles fósiles, o de
insecticidas organoclorados como el DDT.
La triple D
Pero ¿cómo situarnos fuera de la perspectiva de dominación? En el mismo
arranque de la Modernidad, el malogrado Etienne de la Boëtie sugirió
las claves de una política de la amistad que, en vez de vincular
aristotélicamente la filía
con la felicidad, la insertaba en el campo de la libertad.
Podemos
dejar de traicionar a lo mejor de nosotros mismos; podemos esquivar la
servidumbre voluntaria; podemos rechazar el esquema sadomasoquista de la
dominación --esas cadenas jerárquicas donde soy dañado por el de arriba
y me vengo de mi mal dañando al de abajo. En una sociedad libre los
seres humanos, sin ceder al deseo de someterse y de dominar, sin tratar
de huir de la muerte entregándose a la pulsión de muerte, podrían
reconocer al otro como un semejante. Desde la amistad, pues –nos dice
quien fue fiel amigo de Michel de Montaigne— “todos somos compañeros, y
no puede caber en el entendimiento de nadie que la naturaleza haya
puesto a alguien en servidumbre, habiéndonos puesto a todos en
compañía”.
Como veis, no salimos del siglo XVI. Comenzamos evocando a Erasmo,
quien censuraba nuestro “hacer la guerra contra la naturaleza con las
armas de la ciencia”. Tiene toda la razón. Tonterías, las justas,
solemos decir… Pero estupideces autodestructivas, ni una. Y hacer la
guerra a la naturaleza –es una de ésas, porque nosotros mismos somos
naturaleza. Es una guerra de agresión contra nosotros mismos.
Sólo hay una respuesta digna frente a la finitud humana –y ante la realidad de la muerte--: cuidarnos, acompañarnos, ayudarnos.
El destino del mundo se juega en la prevalencia –o no— de quienes saben
eso frente a quienes emprenden la huida hacia delante de la triple D:
denegación, distracción, dominación.
Me resultó chocante oír el otro día al afamado y prestigioso Escohotado hablar de las virtudes que había generado el comercio. con toda su grandilocuencia, tan innegable como su conocimiento filosófico e histórico, defiende en una de sus grandes obras que todo el progreso del hombre está radicado en el intercambio comercial y la propiedad privada -así reducido el argumento de un "tocho" que no he leído, ni pienso.- Parece que se olvidó de que no es más que otro mamífero engreído y equivocado, al que animan y vapulean una pléyade de porreros indocumentados,y una legión de liberales visionarios. Ambos -y él- cada vez más ciegos, en sentido literal y figurado.
ResponderEliminarBravo Sr, Riechmann, espero que podamos y sepamos introducir en nuestras cabecitas de mamíferos hipertróficamente desarrollados algo de estas enseñanzas. Por nuestro bien que es el del planeta,por nuestro futuro que es seguir siendo seres vivos y limitados.
Economía de los cuidados o extinción. El problema es cómo cambiar si para cambiar hay que desmentir toda nuestra educación
ResponderEliminar