Pueden haber gatos sin sonrisas pero nunca una sonrisa sin gato.
(Alicia en el país de las maravillas)
Nuestro cerebro es una chapuza tendente a averías. El problema del cerebro es que es un ente vivo y no un motor (que
puede pararse) o un ordenador (que puede reiniciarse). Cuando se dan
estas circunstancias se
provoca sufrimiento.
Es seguro que nuestros ancestro sufrieron: frio, hambre, decepción y
dolor... y esta es precisamente la razón de
la emergencia de la conciencia humana.
El cerebro humano no puede desenchufarse o pararse como un motor pero
puede hacer crear otra cosa destinada a aliviar su
sufrimiento: la cultura. Es la tesis de Roger Bartra, antropólogo, desarrollada en su libro "Antropología del cerebro"
Los primeros hombres anatómicamente modernos de hace
unos 250 mil años contaban con una cultura formada
por unos pocos componentes: habla, sistemas de parentesco, imaginería
visual, música, danza, mitología, ritual y memoria artificial. Por
supuesto, se apoyaba en las habilidades para
producir y usar instrumentos primitivos, y sobre todo la idea de grupo: la
evidencia de que los otros seres poseen intencionalidad igual que
nosotros mismos. Bartra llama prótesis tanto a la cultura, a los
símbolos, al lenguaje y en suma a la sociedad. A partir del momento
en que se inventó la cultura nuestra especie dejó de ser “natural” y se
convirtió en “cultural”. Y la cultura evoluciona más
rápido que la evolución.
Estas muletas cognitivas que le
dieron cobertura e hicieron su vida más soportable (la tecnología, la ciencia, el saber-compartido, el arte y la
conversación) estas prótesis, que Bartra llama exocerebro, no
son ninguna energía metafísica que puede separarse del cuerpo como el
gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas. A su vez están estrechamente vinculados al
entramado neuronal. Es un feedback entre la cultura y el cerebro.
Son los órganos
sensoriales los canales por donde discurre esta comunicación entre
exocerebro y endocerebro y nuestra conciencia es la que hace de enlace. La conciencia no
radica simplemente en el percatarse de que hay un mundo exterior (un hábitat), sino
en que ese habitat “funciona” como si fuese
parte de los circuitos neuronales, como un cerebro por fuera. A la vez, el cerebro es sensible al hecho de que es incompleto y de que necesita de
un hábitat externo. La conciencia es el enlace.
Si suponemos que la extraña criatura dotada de una epidermis neuronal
es
capaz de colorear su vientre cuando piensa en rojo, y otros organismos
de la misma especie lo pueden contemplar e identificar, entonces nos
acercamos a nuestra realidad: el exocerebro cultural del que estamos
dotados realmente se pone rojo cuando dibujamos nuestras experiencias
con tintas y pinturas de ese color.
Pero hay algo que nos diferencia con
el resto de los animales y sus señales, y es que carecen de símbolos.
Un ejemplo es el experimento con unos polluelos de una gaviota. Apenas
salen del cascarón, comienzan a picotear la mancha roja que su madre
tiene en el pico amarillo: ella entonces les da comida. A estos polluelos
se les presentó simplemente un palo amarillo con tres rayas rojas, y
éstos incluso mostraron mayor entusiasmo ante este curioso artefacto que
ni siquiera se parecía a un pico de gaviota. Aquí es donde entra la idea que expone Bartra en palabras del Dr Ramachandran:
"Si las gaviotas argénteas tuvieran una
galería de arte, colgarían en la pared un largo palo con tres rayas
rojas; lo venerarían, pagarían millones de dólares por él, lo llamarían
Picasso, pero no entenderían por qué... por qué quedan hipnotizadas por
esta cosa aún cuando no se parece a nada"
Esta atracción humana por
ciertos rasgos enfatizados y deformados se expresa por ejemplo en
figuras antropomórficas con rasgos sexuales amplificados, como las
famosas venus prehistóricas o las representaciones fálicas. Pero aquí
habría una conexión entre señales que recibe el cerebro y los símbolos
del culto a la fertilidad. Hasta donde se sabe el cerebro sólo es capaz de
procesar señales (rasgos sexuales) pero no símbolos (la fertilidad). Eso nos lo dan los modelos socioculturales, y cada uno de forma diferente.
Otro ejemplo es el cuadro de Magritte, que nos plantea una duda: ¿para que queremos algo que no es una pipa, sino sólo
su representación, si podemos tener una de verdad y fumarla con
deleite? ¿Para qué queremos el arte si tenemos la vida cotidiana? Porque
nos permite traducir lo que parece intraducible. Y sobre todo, porque la conciencia es “aquello que sabemos de una forma compartida” y que incluye la recursividad,
“una percepción que percibe que percibe”. Una recursividad
compartida con otros seres semejantes que a su vez también tienen recursividad. Es así como se mira el arte.
En plena búsqueda angustiosa de su identidad, Rimbaud dejó caer una frase inquietante: "Je est un autre" Yo es otro. La conciencia de nuestra identidad individual se extiende y abarca a los otros. El poeta nos recuerda que la conciencia nace mediante el concurso de otros, gracias a que nos confundimos con ellos para afirmar nuestra perecedera identidad. Así, perdemos el alma pero ganamos la conciencia.
A pesar de que el cerebro aloja más de 30 mil millones de
neuronas y que éstas forman parte de una red de unos mil millones de
millones de conexiones sinápticas, las estructuras sociales y culturales
no caben en él: no hay manera de que el cerebro pueda absorber y
contener en su interior más que una pequeña parte de los circuitos
socioculturales. El cerebro, como dice el poema de Emily Dickinson, es
más vasto que el cielo, más profundo que el mar; pero la cultura humana
lo desborda con creces.
A Genie se la prohibieron. Su padre la había mantenido encerrada todo el tiempo desde la
edad de 20 meses hasta los 13 años, en una habitación, atada con camisas
de fuerza y aislada de la familia. Le castigaban si hacía ruido. Le habían prohibido mantener ninguna relación
social con su entorno. Al salir de su encierro no podía entender más de
una docena de palabras, no hablaba, no mascaba alimentos, pesaba apenas
27 kg, medía 1,37 cm, era incontinente y no podía siquiera llorar.
Aprendió algunas palabras, matemáticas, y recibió cuidados maternales,
pero a los cinco años llegó a un límite de sus habilidades y sus normas
sociales eran muy escasas. Fue cayendo en un silencio taciturno y fue
transladada a una institución para adultos inválidos. Genie no fue capaz
de construir un nexo con el exocerebro.
Helen
Keller, sorda y ciega de nacimiento, tuvo mejor suerte. En sus primeros
años, no tuvo contacto con el exterior, vivía como relata ella "en un mundo que era un
no-mundo" "un tiempo inconsciente, aunque consciente, en la nada" y
rehusaba de ser acariciada. En un pozo, comprendió que los signos que la
maestra le deletreaba en una mano simbolizaba el líquido fresco que se
derramaba sobre la otra, es decir, comprendió por primera vez la relación
entre las señales y las cosas del exterior, lo que simbolizaban. Allí atrapó en sus manos el fluido que
la conectaba con el mundo, la comunicación con el exterior. Y no deja de
perfeccionarlo. Ella misma lo explica cuando, molesta, critica a
quienes creen que los ciegos y los sordos no tienen derecho moral de
referirse a la belleza, los cielos, las montañas, los pájaros y los
colores. "Y sin embargo, un espíritu atrevido me impulsa a usar palabras
sobre la visión y el sonido cuyo significado puedo adivinar gracia a a
analogías y fantasías"
"Cuando consideramos lo poco que se ha descubierto sobre la mente, ¿no es
asombroso que uno presuma que puede definir lo que uno puede conocer o
no conocer? Admito que puede haber innumerables maravillas en el
universo visible. De igual manera, oh confiado crítico, hay una miríada
de sensaciones que yo percibo en las cuales tú ni sueñas"
Ella, más que
la mayoría, gracias a sus terribles carencias fue capaz de reconocer en
la cultura las prótesis simbólicas que le permiten sustituir las
sensaciones auditivas y ópticas. No es muy diferente a lo que hacemos
leemos los versos de un poeta, o escuchamos una música que nos evoca a
algo.
"Antropología del cerebro. La conciencia y los sistemas simbólicos" Roger Bartra.
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