Nos recuerda John Berger que la peor preocupación que enfrenta nuestra sociedad es la de tener invadidos el espíritu y el pensamiento. Que debemos prestar una atención cuidadosa a lo que nos circunda. La celebración del día sin coches es una posibilidad de hacer dicho ejercicio, pues la invasión de vehículos es uno de los mejores ejemplos para entender por qué nuestra sociedad corre sin rumbo fijo, derrocha sus posibilidades energéticas y entiende que más (más nuevo, más grande, con más cilindrada) es igual a mejor. Por ello, con acierto, se ha vinculado a esa celebración un nuevo concepto político que deberemos tener muy en cuenta, el decrecimiento.
De alguna manera que a mí se me escapa existe un pensamiento dominante que relaciona directamente crecimiento económico (más producción, más consumo) con desarrollo, con prosperidad e incluso (aquí se disparan mis alarmas) como remedio contra las desigualdades. Tanto nos han invadido el pensamiento con la idea de que hay una relación directa entre crecimiento y desarrollo, que incluso algunos autores alternativos enfrascados en estos temas no aceptan ya terminologías sucedáneas, como desarrollo sostenible, desarrollo local, endodesarrollo o desarrollo humano, argumentando que es palabrería para disfrazar al lobo. Son propuestas que pueden nacer de buenos propósitos, asegurar un equilibrio social, respetar y preservar el medio ambiente, etcétera, pero que -dicen- no cuestionan el modelo de crecimiento según acumulación, el crecimiento capitalista.
La fascinación por el cuento del crecimiento económico es tal que Serge Latouche, explica: "consideramos positivo cualquier producción y cualquier gasto incluso cuando la producción es perjudicial... En materia de desarrollo el precio que hay que pagar en el plano social y humano es a menudo enorme". La agricultura que nos alimenta hoy en día es, lamentable, un buen ejemplo de lo que significa priorizar el crecimiento capitalista. Su desarrollo ha sobrepasado en términos globales la satisfacción de las necesidades de la población mundial (aunque el hambre siga afectando a millones de personas) pero sigue imparable, impulsada por la necesidad de generar, no alimentos, sino crecimiento económico. Así, en muchos países del Sur se ha implantado la agricultura de los agronegocios donde sólo importan los volúmenes de producción sin medir las consecuencias: el aumento de las zonas de cultivo a base de deforestación, la desaparición de muchos puestos de trabajo, una agricultura petrodependiente corresponsable del cambio climático, concentración de tierras y rentas, pérdida de biodiversidad y más.
Puede ser difícil de aceptar, pero desde el punto de vista ecológico no hay posibilidad alguna de mantener un planeta con recursos finitos basándonos en modelos de crecimiento ilimitado. No existe tierra cultivable suficiente para mantener una agricultura produccionista que alimente a las personas, alimente a la ganadería intensiva, y que -como nos explican ahora- genere la energía del futuro, los biocombustibles. No podemos aceptar más políticas de crecimiento económico sabiendo que esconde la generación de pobreza y compromete la vida de las generaciones futuras. Entonces, aparece la propuesta y la necesidad de pensar en el decrecimiento: supeditar el mercado a la sociedad, sustituir la competencia por la cooperación, acomodar la economía a la economía de la naturaleza y del sustento, para poder estar en condiciones de retomar el control de nuestras vidas. La ciudadanía del mundo no pierde nada, pierden las corporaciones. El decrecimiento nos llevará a vivir mejor con menos: menos comida basura, menos estrés, menos pleitesía al consumo. Y también aquí el modelo agrícola puede ilustrar bien estas propuestas. Devolver el control de la agricultura a los campesinos, que con la complicidad del resto de la sociedad, aseguren mediante modelos productivos ecológicos (donde los ecosistemas no están al servicio de la economía, sino al revés), consumo de temporada y distribución en mercados locales de alimentos sanos. Apostar por el decrecimiento es encarrilarse en un nuevo rumbo, donde más gente encontrará lugares de vida y trabajo que sin dañar el medio ambiente y sin competir y empobrecer otras regiones, puedan asegurar alimentos de buena calidad y buenos sabores para nosotros, las poblaciones del Sur y las futuras generaciones.
Gustavo Duch Guillot es director de Veterinarios Sin Fronteras.
De alguna manera que a mí se me escapa existe un pensamiento dominante que relaciona directamente crecimiento económico (más producción, más consumo) con desarrollo, con prosperidad e incluso (aquí se disparan mis alarmas) como remedio contra las desigualdades. Tanto nos han invadido el pensamiento con la idea de que hay una relación directa entre crecimiento y desarrollo, que incluso algunos autores alternativos enfrascados en estos temas no aceptan ya terminologías sucedáneas, como desarrollo sostenible, desarrollo local, endodesarrollo o desarrollo humano, argumentando que es palabrería para disfrazar al lobo. Son propuestas que pueden nacer de buenos propósitos, asegurar un equilibrio social, respetar y preservar el medio ambiente, etcétera, pero que -dicen- no cuestionan el modelo de crecimiento según acumulación, el crecimiento capitalista.
La fascinación por el cuento del crecimiento económico es tal que Serge Latouche, explica: "consideramos positivo cualquier producción y cualquier gasto incluso cuando la producción es perjudicial... En materia de desarrollo el precio que hay que pagar en el plano social y humano es a menudo enorme". La agricultura que nos alimenta hoy en día es, lamentable, un buen ejemplo de lo que significa priorizar el crecimiento capitalista. Su desarrollo ha sobrepasado en términos globales la satisfacción de las necesidades de la población mundial (aunque el hambre siga afectando a millones de personas) pero sigue imparable, impulsada por la necesidad de generar, no alimentos, sino crecimiento económico. Así, en muchos países del Sur se ha implantado la agricultura de los agronegocios donde sólo importan los volúmenes de producción sin medir las consecuencias: el aumento de las zonas de cultivo a base de deforestación, la desaparición de muchos puestos de trabajo, una agricultura petrodependiente corresponsable del cambio climático, concentración de tierras y rentas, pérdida de biodiversidad y más.
Puede ser difícil de aceptar, pero desde el punto de vista ecológico no hay posibilidad alguna de mantener un planeta con recursos finitos basándonos en modelos de crecimiento ilimitado. No existe tierra cultivable suficiente para mantener una agricultura produccionista que alimente a las personas, alimente a la ganadería intensiva, y que -como nos explican ahora- genere la energía del futuro, los biocombustibles. No podemos aceptar más políticas de crecimiento económico sabiendo que esconde la generación de pobreza y compromete la vida de las generaciones futuras. Entonces, aparece la propuesta y la necesidad de pensar en el decrecimiento: supeditar el mercado a la sociedad, sustituir la competencia por la cooperación, acomodar la economía a la economía de la naturaleza y del sustento, para poder estar en condiciones de retomar el control de nuestras vidas. La ciudadanía del mundo no pierde nada, pierden las corporaciones. El decrecimiento nos llevará a vivir mejor con menos: menos comida basura, menos estrés, menos pleitesía al consumo. Y también aquí el modelo agrícola puede ilustrar bien estas propuestas. Devolver el control de la agricultura a los campesinos, que con la complicidad del resto de la sociedad, aseguren mediante modelos productivos ecológicos (donde los ecosistemas no están al servicio de la economía, sino al revés), consumo de temporada y distribución en mercados locales de alimentos sanos. Apostar por el decrecimiento es encarrilarse en un nuevo rumbo, donde más gente encontrará lugares de vida y trabajo que sin dañar el medio ambiente y sin competir y empobrecer otras regiones, puedan asegurar alimentos de buena calidad y buenos sabores para nosotros, las poblaciones del Sur y las futuras generaciones.
Gustavo Duch Guillot es director de Veterinarios Sin Fronteras.