Frederic Beigbeder
Dondequiera
que miréis reina mi publicidad. Os prohíbo que os aburráis.
Os impido pensar. El terrorismo de la novedad me sirve para vender
vacío. Preguntad a cualquier surfista: para mantenerse en pie
resulta indispensable tener un espacio vacío debajo. Hacer surf
consiste en deslizarse sobre un enorme agujero (los adictos a
Internet lo saben tan bien como los campeones de surf de Lacanau). Yo
decreto lo que es Auténtico, lo que es Hermoso, lo que está
Bien. Elijo a las modelos que, dentro de seis meses, os la pondrán
dura. A fuerza de verlas retratadas, las bautizáis como top-models;
mis jovencitas traumatizarán a cualquier mujer que tenga más
de catorce años. Idolatráis lo que yo elijo. Este invierno se
llevará los senos más altos que los hombros y el chochito rasurado.
Cuanto más juego con vuestro subconsciente, más me obedecéis. Si
canto las excelencias de un yogur en las paredes de vuestra ciudad,
os garantizo que acabaréis comprándolo. Creéis que gozáis de
libre albedrío, pero el día menos pensado reconoceréis mi producto
en la sección de un supermercado; y lo compraréis, así, sólo para
probarlo, creedme, conozco mi trabajo.
[…]
Todo
esto provoca que, probablemente, no os resulte demasiado simpático.
Por regla general, cuando uno comienza a escribir un libro, debe
procurar parecer interesante y toda la pesca, pero yo no deseo
enmascarar la realidad: no soy un narrador amable. En realidad, soy
más bien del género cabronazo que pudre todo lo que toca. Lo ideal
sería que empezarais odiándome, antes de odiar también la
época que me ha creado.
¿No
resulta espantoso comprobar hasta qué punto todo el mundo parece
considerar normal esta situación? Me dais asco, insignificantes
esclavos sometidos a mis más mínimos caprichos. ¿Por qué
habéis permitido que me convierta en el Rey del Mundo? Me gustaría
resolver este misterio: averiguar de qué modo, en el punto más
álgido de una época cínica, la publicidad fue coronada
Emperatriz. En dos mil años, nunca un cretino irresponsable como yo
había logrado ser tan poderoso.
[…]
Esta
civilización se basa en los falsos deseos que tú diseñas. Está a
punto de morir.
En tu trabajo circulan muchas informaciones: así es como accidentalmente te enteras de la existencia del lavado de las irrompibles que ningún fabricante se atreve a poner en el mercado; de que un tipo inventó unas medias que no sufren carreras pero que una importante marca de pantis le compró su patente para destruirla; de que el neumático no pinchable permanece cerrado bajo llave (a costa de miles de accidentes mortales cada año); de que el lobby del petróleo hace todo lo que está en sus manos para retrasar la expansión del automóvil eléctrico (a costa de un aumento de la tasa de monóxido de carbono en la atmósfera que implica el calentamiento del planeta, llamado «efecto invernadero», probablemente responsable de numerosas catástrofes naturales de aquí al año 2050; huracanes, deshielo del casquete polar, elevación del nivel del mar, cánceres de piel, por no hablar de las mareas negras); de que incluso el dentífrico es un producto inútil, ya que toda la higiene dental radica en la acción de cepillárselos, la pasta de dientes sólo sirve para refrescar el aliento; de que los detergentes líquidos son intercambiables y de que, en realidad, es la máquina la que efectúa toda la operación de lavado; de que los discos compactos se rayan tanto como los de vinilo; de que el papel de aluminio está más contaminado que el amianto; de que la fórmula de las cremas solares no ha variado desde la guerra, pese al recrudecimiento de los melanomas malignos (las cremas solares protegen contra los UVB pero no contra los nocivos UVA); de que las campañas publicitarias de Nestlé para distribuir leche en polvo entre los recién nacidos del Tercer Mundo han supuesto millones de muertos (los padres mezclaron el producto con agua no potable).
El
reino de la mercancía implica que esta mercancía se venda: tu
trabajo consiste en convencer a los consumidores de que elijan el
producto que se gastará más deprisa. Los industriales lo
denominan «programar la obsolescencia». Te rogarán que cierres los
ojos y que te guardes tus opiniones para ti. Claro es que, al igual
que Maurice Papon, siempre podrás defenderte proclamando que no
sabías nada, o que no podías actuar de otro modo, o que intentaste
frenar el proceso, o que no tenías ninguna obligación de
convertirte en un héroe… Pero eso no quita que, ni un solo
día, durante diez años, dijiste ni mu.
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