José Manuel Naredo
Para analizar la pobreza y conocer su impacto en la sociedad es imprescindible aplicar un enfoque multidimensional que tenga en cuenta los diferentes contextos donde se produce. Por el contrario, la definición unidimensional de la pobreza, basada exclusivamente en el gasto o el ingreso de las distintas capas de la población, no constituye más que un índice parcial de la desigualdad en la distribución de la riqueza. Hay que considerar la situación material que define las condiciones de vida de la gente, pero también es necesario analizar la percepción que cada uno tiene de su propia condición, la percepción de la pobreza que tienen los otros y cómo estas percepciones varían para los distintos colectivos sociales o periodos temporales.1
Hasta no hace mucho, se hablaba indistintamente de pobres y necesitados. Sin embargo, hoy parece que esta última palabra ha caído en desuso. Quizá ello se deba a que con la llamada sociedad de consumo se extendió entre la población tanto afán de acrecentar consumos, gastos y riquezas que esta situación llevó a que casi todo el mundo pudiera considerarse necesitado (aunque no pobre). En este sentido apunta la reflexión que lleva a Iván Illich a presentar al homo economicus como un eslabón intermedio en la transfiguración de la naturaleza humana desde el homo sapiens hacia el homo miserabilis: “Al igual que la crema batida se convierte súbitamente en mantequilla, el homo miserabilis apareció recientemente, casi de la noche a la mañana, a partir de una mutación del homo economicus, el protagonista de la escasez. La generación que siguió a la II Guerra Mundial fue testigo de este cambio de estado en la naturaleza humana desde el hombre común al hombre “necesitado” (needy man).
Más de la mitad de los individuos humanos nacieron en esta época y pertenecen a esta nueva clase...”.2 Junto al desuso de la palabra necesitado, se observa también la desatención de la literatura económica hacia la génesis de las necesidades, para centrarse en el estudio de demandas y preferencias, presuponiendo dados los gustos de los sujetos. La economía aparece así como una disciplina que se ocupa de la satisfacción de las necesidades mediante el consumo, pero no de estudiar el origen de aquéllas. Esto plantea problemas si, como tempranamente advirtió Veblen,3 las necesidades y los gustos se ven alterados y generalmente incentivados por el propio sistema económico, arrastrando a los individuos a un “estado de insatisfacción crónica” (y creciente, si la meta de las necesidades aumenta más deprisa que los medios -renta y consumo- que se ofrecen para colmarlas). E incluso si, como ha subrayado más recientemente Hirschman,4 otro economista sui generis, la insatisfacción aflora en muchos casos tras haber adquirido los tan deseados bienes de consumo.
Este autor analiza el distinto grado de frustración que normalmente sigue al consumo de los distintos tipos de bienes y servicios, postulando que esta frustración puede alterar los gustos de los individuos y hasta originar en grupos importantes ciclos de euforia y desengaño consumista que desplacen el interés entre lo público y lo privado.
Valgan las referencias a los tres autores mencionados para sembrar un poco de inquietud en el apacible mundo de la economía estándar, que nos tiene habituados a medir la desigualdad y la pobreza (e implícitamente la satisfacción) en términos monetarios. Se clasifican así los individuos, los hogares y hasta los países en ricos y pobres, atendiendo a su renta o gasto, haciendo abstracción del distinto significado que les otorgan los heterogéneos marcos de referencia. De manera que, al aplicar este criterio unidimensional, se pontifica por definición sobre la pobreza severa del agricultor tradicional y, en general, de todas las sociedades que nos precedieron. Como denunció con solvencia Sahlins en su Stone age economics,5 “habiendo atribuido al cazador las motivaciones burguesas y habiéndole provisto de los útiles paleolíticos, decretamos por anticipado que su situación es desesperada... (Pero si tenemos en cuenta que) la escasez no es una propiedad intrínseca de los medios técnicos (ni monetarios) sino de la relación entre medios y fines”, y entendemos por “sociedad de la abundancia” aquella en la que se satisfacen con holgura las necesidades sentidas por la gente, la documentación aportada induce a concluir que las sociedades primitivas estudiadas por este autor estaban más cerca de la abundancia que las del capitalismo maduro de hoy día. De ahí que el ascetismo religioso recomiende máximas de comportamiento tan contrarias al utilitarismo consumista como la que sigue: “cuida de no desear / si no quieres padecer / aquél que menos desea / el más feliz viene a ser”.6 Y de ahí que, en otro tiempo, la pobreza de bienes materiales, sobre todo si respondía a una opción voluntaria, no fuera considerada de modo socialmente tan peyorativo como ahora, cuando la misma calificación de “pobre hombre” se ha convertido en insulto. Además, la propia palabra pobreza no tenía el carácter unidimensional que hoy le ofrece el predominio del enfoque pecuniario arriba mencionado: en el latín medieval existían más de 40 palabras para designar diferentes situaciones de pobreza o carencia, en persa antiguo, más de 30.7
El problema de interpretación histórica indicado recae con fuerza sobre el presente y explica en parte el fracaso de las teorías del desarrollo económico para eliminar la pobreza del mundo en que vivimos. Por una parte, la enorme concentración alcanzada en el manejo de los recursos físicos y financieros del planeta (y en la generación de residuos), que se opera en los grandes centros metropolitanos (EEUU, Unión Europea y Japón), evidencia hoy la imposibilidad de generalizar su modelo de crecimiento y sus patrones de consumo al resto de los países del globo. La lucha creciente por los recursos y los mercados que se observa a escala planetaria acentúa cada vez más el componente de suma cero propio de un juego económico basado en la adquisición (y destrucción) de riqueza que hasta ahora ha venido eclipsando la interpretación que normalmente se hace del proceso económico desde la idea dominante de producción.8 Por otra, el desarrollo, en su pretensión de erradicar la pobreza, no interviene mejorando de entrada las condiciones de vida en las sociedades tradicionales periféricas al capitalismo, sino provocando su crisis, sin garantizar alternativas solventes para la mayoría de la población implicada, originando en ocasiones situaciones de penuria y desarraigo mayores de las que se pretendían corregir ab initio. Desde esta perspectiva “podemos imaginar al ‘desarrollo’ como una ráfaga de viento que arranca al pueblo de sus pies, lejos de su espacio familiar, para situarlo sobre una plataforma artificial, con una nueva estructura de vida. Para sobrevivir en este expuesto y arriesgado lugar, la gente se ve obligada a alcanzar nuevos niveles mínimos de consumo, por ejemplo en educación formal, sanidad hospitalaria, transporte rodado, alquiler de vivienda”.9 Y para ello es necesario disponer de unos ingresos que el desarrollo escatima a la mayoría de los individuos, desatando el proceso de miserabilización antes indicado por este autor, que alcanza hasta la necesidades calificadas de primarias o elementales (nutrición, vestido). Porque, además, las nuevas necesidades aparecen como algo ajeno a los desarraigados individuos y a sus posibilidades directas de hacerles frente; con lo que la persona carente de trabajo e ingresos aparece como un residuo obsoleto inadecuado a las nuevas exigencias del desarrollo, que cae con facilidad por la pendiente de la marginación social, al perder su condición de ser humano capaz de asegurar su propia subsistencia, para convertirse en un pobre necesitado de la beneficencia pública o privada.
La problemática indicada afecta hoy de lleno al Tercer Mundo, como había afectado antes y sigue afectando a los países de capitalismo avanzado. Precisamente para paliarla, estos países habían desplegado las redes asistenciales del Estado de bienestar, tratando de evitar que los individuos que caían de la elevada e inhumana plataforma mencionada por Illich lo hicieran en el vacío. Una vez separado el individuo de sus antiguos medios de subsistencia, y desaparecidas las instituciones tradicionales que le daban cobijo, se tuvieron que crear otras nuevas. Pues, como bien saben los antropólogos, todas las sociedades se apoyan, en mayor o menor medida, en relaciones no sólo de intercambio utilitario sino también de reciprocidad y redistribución.10 Los economistas, que habían centrado su atención en la primera de estas formas de relación, ya no pueden permanecer ajenos a las otras. Lo mismo que han tenido que abrir su reflexión hacia las ciencias de la naturaleza espoleados por las externalidades ambientales, ahora las externalidades sociales les llevan a ocuparse del tema de las necesidades codo con codo con otros especialistas. La discusión que suscita el diseño de la red asistencial propia del llamado Estado de bienestar ha inducido a tratar este tema desde el pragmatismo de la gestión, superando viejas polémicas derivadas de dogmatismos cientifistas y planteamientos parcelarios. El nivel de precariedad física y social en el que se encuentra buena parte de la humanidad ha llevado a afrontar la cuestión de las necesidades en términos de alcanzar un consenso moral sobre una serie de estándares mínimos generales que aseguren de hecho tanto la supervivencia física como la autonomía personal de ese individuo humano tan ponderado teóricamente. En este sentido apuntan los trabajos de Gronemayer11 y Doyal y Gough,12 así como los informes del PNUD sobre Desarrollo Humano13 y de otras agencias de Naciones Unidas. También tiene particular interés la reflexión sobre las necesidades desarrollada por Max-Neff, Elizalde y otros,14 que aclara la tendencia a confundir los patrones usuales de consumo como único medio de “satisfacer necesidades”, distinguiendo para ello entre posibles satisfactores con diferentes exigencias materiales y huellas de deterioro ecológico. Estos temas han sido desbrozados por Riechmann,15 y entroncan con reflexiones críticas más específicas de la llamada sociedad de consumo, actualizadas por Alonso.16 Todas estas nuevas corrientes convergen con otras que, desde la ecología, han venido proponiendo estándares de comportamiento no sólo más compatibles con las condiciones de habitabilidad de la Tierra sino también humanamente más solidarios.17
A modo de reflexión
De lo anterior se concluye que la definición unidimensional de la pobreza que se viene aplicando a partir del gasto o del ingreso monetario ofrece escaso interés interpretativo: viene a ser un simple índice parcial de la desigualdad en la distribución del gasto o ingreso.
Resulta, por lo tanto, inevitable aplicar un enfoque multidimensional de la pobreza, si queremos tratar seriamente el tema. A título orientativo sugerimos la conveniencia de abordar este concepto desde los cuatro puntos de vista que propone Rahnema en el texto antes citado: la situación material (y monetaria) que define las condiciones de vida de la gente; la percepción que cada uno tiene de su propia condición; la percepción de la pobreza que tienen los otros; y, finalmente, analizando cómo la percepción de las mismas situaciones varía para los distintos colectivos sociales o periodos temporales.
Pero no podemos terminar estas consideraciones sobre necesidad y pobreza sin extraer algunas consecuencias para el estudio de la desigualdad en el aquí y ahora de nuestro país.
Teniendo en cuenta que estos estudios normalmente se apoyan en los datos que sobre gasto e ingreso monetario ofrecen las Encuestas de Presupuestos Familiares (EPF), creo que se debería matizar la naturaleza y encuadre de esta información, al menos en los tres sentidos que a continuación se indican, para dar más solvencia y generalidad a las conclusiones que de ellos se extraigan.
La primera precisión apuntaría a confirmar si, como a primera vista parece, nuestro país ha venido acusando durante los últimos decenios un ciclo hirschmaniano de sobrevaloración de la esfera privada en detrimento de la pública (y si ahora estamos iniciando una inflexión en sentido contrario). Creo que la euforia consumista observada (que, al ser mucho más acusada que el aumento de los ingresos, tuvo que apoyarse en un mayor endeudamiento) así lo sugiere. Este aspecto debería considerarse no sólo para estudiar hasta qué punto el mayor gasto relativo de los hogares de las decilas inferiores responde a un mayor endeudamiento y no a una mejor distribución del ingreso, sino sobre todo para explicar la aparente contradicción que se observa entre la mejora en la distribución que denotan los datos de la EPF y la más aguda percepción subjetiva de la desigualdad que muestran las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Esta contradicción pasaría a ser un resultado razonable si, entre tanto, se hubieran disparado los deseos y las necesidades de los grupos menos favorecidos muy por encima de sus niveles de ingreso y gasto, estando ahora más necesitados que antes (el notable encarecimiento de la vivienda puede haber acentuado este proceso de miserabilización de aquella parte de la población que carecía de patrimonio inmobiliario, pese a sus mayores gastos e ingresos, acentuando fenómenos de polarización social, al ensanchar la brecha entre propietarios y no propietarios, o entre propietarios endeudados y no endeudados).
La segunda precisión recaería sobre las diferencias entre población rural y urbana para aclarar otra aparente contradicción: mientras la información del gasto y el ingreso monetario sitúa en el medio rural los mayores índices de pobreza relativa severa, los datos de marginación social afloran como fruto de un fenómeno eminentemente urbano. Esta contradicción se desvanece si recordamos que el símil illichiano de la elevada e inhumana plataforma artificial de vida se adapta preferentemente a la realidad de las grandes urbes, permaneciendo el medio rural más pegado al suelo, pese a que hace ya tres décadas largas que culminó la crisis de la sociedad agraria tradicional en nuestro país. Extraer conclusiones generales sobre la pobreza rural y la urbana a partir de una única información monetaria sobre gasto o ingreso parece de todo punto improcedente, dada la heterogeneidad de ambas situaciones. Ello puede ocasionar problemas de comparabilidad en los índices agregados: la pérdida de peso de la población rural y el consiguiente aumento del gasto pueden interpretarse engañosamente en términos de mejora en la distribución global.
Por último, debemos recordar que los datos de las EPF se refieren sólo a una muestra de la población que no recoge bien los gastos (ni los ingresos) de los más ricos, como tampoco los de los más pobres y desvalidos. Aunque ya todo el mundo se ha enterado por la prensa de que los gastos ostentosos en yates y cortijos de nuestros más acaudalados ciudadanos no suelen correr a su cargo, no está de más insistir en que, mientras los gastos de las sociedades desgraven y los de las personas físicas no, se seguirá produciendo un desplazamiento creciente del patrimonio y los gastos de los hogares más acomodados hacia las sociedades que controlan, por no hablar de los paraísos fiscales en los que pueden escabullir su patrimonio de los afanes recaudadores del fisco. Esta notable laguna de información por la cúspide que acusa la EPF se puede ver ampliada hacia abajo por la no respuesta y el procedimiento de sustitución de los seleccionados que se niegan a ser encuestados: a la negativa explícita a colaborar de los mayordomos y administradores de los más acaudalados, se suma la ausencia de los hogares en los que trabajan varios miembros de la familia, tendiendo a encuestarse una población de amas de casa complacientes mucho más homogénea que la real y, por ende, con una mejor distribución del ingreso y el gasto. Al mismo tiempo, como el Censo de Población constituye el marco en el que se desenvuelve la EPF, queda fuera del mismo toda la población marginada o sin vivienda estable. ¿Hasta qué punto ha aumentado esta población? ¿Cómo ha variado la no respuesta y el desplazamiento hacia las sociedades de los gastos de los más adinerados? En suma, ¿han aumentado las asimetrías entre la población real y la población encuestada?
Creo que precisar estos extremos es una condición previa para interpretar con solvencia los datos de estas encuestas y sacar de ellos el partido que se merecen. Sirvan, pues, estos interrogantes para incentivar a los investigadores a darles respuesta con metodologías capaces de iluminar los puntos tan básicos y oscuros de la necesidad y la pobreza arriba mencionados.
Notas
1 Este texto retoma y actualiza las preocupaciones expresadas en un trabajo previo que, con el título Sobre pobres y necesitados, se publicó en J. Riechmann (Coord.), Necesitar, desear, vivir. Sobre necesidades, desarrollo humano, crecimiento económico y sustentabilidad, La Catarata, Madrid, 1998.
2 I. Illich, “Needs”, en W. Sachs (Ed.), The Development Dictionary: A Guide to Knowledge as Power, Zed Books, Londres y Nueva Jersey, 1992.
3 T. B. Veblen, Theory of the Leisure Class, 1899. Hay traducción en castellano con el título Teoría de la clase ociosa, 4ª ed., FCE, México, 1966.
4 A. O. Hirschman, Shifting Involvements: Private Interest and Public Action, Princeton University Press, Princeton, 1982. Hay edición en castellano con el título Interés privado y acción pública, FCE, México, 1986.
5 M. Sahlins, Stone Age Economics, Nueva York, 1972. Hay traducción en castellano con el título Edad de piedra, Edad de abundancia, Akal, Barcelona, 1988.
6 S. Salamó y M. Gelabert, Regla de vida útil a los pobres y al pueblo menos instruido y muy saludable a los ricos y personas doctas, Valladolid, 1980.
7 M. Rahnema, “Poverty”, en W. Sachs op. cit., 1992.
8 J. M. Naredo, La economía en evolución. Historia y perspectivas de las categorías básicas del pensamiento económico, Siglo XXI, Madrid, 2003.
9 I. Illich, op. cit., 1992.10 U. Martínez-Veiga, Antropología económica, Icaria, Barcelona, 1990.11 M. Gronemayer, Die Macht der Bedürfnisse, Rowohlt, Reinbek (Alemania), 1988. (Según I. Illich, este trabajo constituye “el más completo estudio crítico sobre el discurso de las necesidades y sus implicaciones”).
12 L. Doyal e I. Gough, “A Theory of Human Needs”, Critical Social Policy, Nº 10, 1984, y Teoría de las necesidades humanas, FUHEM, CAM e Icaria, Barcelona, 1994, traducción de una nueva versión mucho más elaborada y ampliada (editada originalmente por MacMillan Education, Ltd.), con prólogo de Gregorio Rodríguez Cabrero.
13 PNUD, Human Development Report, Oxford University Press, Oxford, 1990 y ss. Hay edición en castellano.
14 M. A. Max-Neff, A. Elizalde y M. Hopenhayn, “Desarrollo a escala humana: una opción para el futuro”, número especial de la revista Development Dialogue, CEPAUR-Fundación Dag Hammarskjöld, Uppsala (Suecia), 1986; M. A. Max-Neff, Desarrollo a escala humana, Icaria, Barcelona, 1994; A. Elizalde, Desarrollo humano y ética para la sustentabilidad, Universidad Bolivariana y PNUMA, Santiago de Chile, 2003.
15 J. Riechmann, op. cit., 1998.
16 L. E. Alonso, La era del consumo, Siglo XXI, Madrid, 2005.
17 A. Estevan, “Por una convivencia equitativa y autónoma, en paz con el planeta”, en C. Vaquero (Comp.), Desarrollo, pobreza y medio ambiente, Talasa, Madrid, 1994.
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