Florent Marcellesi - Ctxt
El crecimiento ya no es un valor de futuro. Como reconoce
hasta el propio FMI, el estancamiento de la economía tiende a ser la
nueva normalidad. Por mucho que unos digan que van a arrancar unas
décimas de PIB con los dientes y que otros se inventen todo tipo de
adjetivos para salvar el crecimiento –ya sea inteligente, inclusivo,
verde, etc.–, nadie puede garantizar ya una vuelta al crecimiento, y aún
menos sus bondades, a medio y largo plazo.
En este escenario, proponer una prosperidad sin crecimiento ya no es un planteamiento teórico e ideológico. Por el contrario, es un ejercicio de realismo
frente a una dinámica objetiva y empírica: los países occidentales,
incluido la Unión Europea y España, ha salido del breve periodo de su
historia –que llegó a su paroxismo después de la segunda guerra mundial–
en que su modelo económico, la paz social y el progreso se basaban en
un aumento continuo de las cantidades producidas y consumidas. Pero es
que además, se mire por donde se mire, es imposible a la vez seguir creciendo y luchar contra el cambio climático o la depredación de los recursos naturales.
Mientras la mayoría de los
economistas y políticos de las corrientes dominantes viven de forma
traumática y a la defensiva este nuevo estado de cosas, sería más
conveniente adoptar una actitud más proactiva. Si la economía del siglo
XXI tendrá un crecimiento bajo, nulo o negativo, y además no permite
enfrentarnos a la crisis ecológica, enfoquémonos colectivamente en la
resolución de problemas que este estancamiento y este cambio de
paradigma generan. Si ya no se puede basar una economía y una sociedad
en el crecimiento perpetuo, encontremos alternativas solventes a la par
que atractivas.
Para ello, cambiemos primero el imaginario colectivo, o el sentido común
mayoritario, hoy dominado por el fetichismo del crecimiento (del PIB).
La idea tendría que ser tan básica como afirmar que haya crecimiento o
no del PIB esto es totalmente secundario: lo prioritario es cubrir las
necesidades reales de la población respetando los límites biofísicos del
planeta. El objetivo de cualquier economista o político debería ser
básicamente hacer compatible los derechos de las personas con la
realidad finita de los ecosistemas (y de nuestra interdependencia con
ellos). En el nuevo vocabulario económico, político y ciudadano,
deberíamos hablar cada vez más de calidad en vez de cantidad, aumento
de sostenibilidad en vez de aumento de productividad, políticas de
autolimitación en vez de políticas expansivas o nuevos indicadores de
riqueza socio-ambientales más allá del ya incompleto PIB.
Este nuevo sendero
implica reestructurar, reciclar y optimizar lo existente, repartir las
riquezas económicas, ecológicas y sociales, reducir lo superfluo, inútil
e insostenible, cuidar de las personas, del entorno y de las cosas,
innovar en lo sostenible, circular y compartido, así como
desmercantilizar nuestras mentes, cuerpos y sociedades. Implica también
poner la cuestión de los límites, por abajo y por arriba –con la renta
básica y máxima por ejemplo– en el centro de atención: tanto a nivel
legislativo y socio-económico como a nivel cultural. Dicho de otra
manera, se trata de iniciar una Gran Transición socio-ecológica.
Pero ¿pueden estas ideas ser las prioridades y claves de
un partido político y de un gobierno? Así lo pienso firmemente por las
siguientes razones. Primero, hacerlo y transmitir un relato conectado
con la realidad incontestable del “no hay planeta B” es lo más
responsable de cara a garantizar en el corto, medio y largo plazo los
derechos de las personas, la justicia social y ambiental, así como un
futuro sano y salvo para nuestros hijos y nietos. Como ya dice la
confederación sindical europea: no hay empleo en un planeta muerto.
Segundo, plantear y gobernar con respuestas relacionadas
con esta “nueva normalidad” es social y económicamente más eficiente
para salir de la crisis y el mejor antídoto para evitar la frustración
social. Por un lado, el futuro del empleo está en los sectores verdes
que suman millones de empleos más que los sectores marrones e
insostenibles. Y por otro lado, las respuestas demagogas, excluyentes y
xenófobas se aprovechan de las promesas de crecimiento imposibles de
cumplir. Al despojarnos de viejos espejismos crecentistas, también damos
menos espacio a la extrema derecha y al repliegue identitario.
Tercero, estas ideas
son mucho más compartidas en la sociedad de lo que pensamos: más de 20%
de los españoles ya piensan que el crecimiento económico no tendría que
ser un objetivo en sí mismo y casi un 15% propone abandonar la
persecución del crecimiento económico. Más allá, según este estudio reciente,
en caso de crisis ecológica el 85% de las personas de seis países
industrializados aceptaría el uso de objetos más duraderos, el 76%
estaría de acuerdo con consumir menos, el 75% estaría dispuestas a
reducir sus desplazamientos, privilegiar la proximidad y comprar
productos de origen local. La sociedad ya va un paso por delante del mainstream político y económico.
Cuarto, los conflictos socio-ecológicos, como pueden ser las migraciones climáticas,
estructurarán el siglo XXI. Por tanto, serán el nuevo cimento teórico y
práctico que muevan y unan los movimientos sociales, políticos y
culturales. Los primeros en pensar, prever y adaptarse a esta nueva
normalidad serán los que liderarán el mundo de mañana.
Por todas estas razones, varios eurodiputados de diferentes grupos políticos y países llevamos a debate el post-crecimiento al Parlamento Europeo.
Del 17 al 20 de septiembre de este año, personas expertas del
movimiento decrecentista y sindical, del mundo económico o de las
instituciones europeas nos citamos para confrontar ideas sin cortapisas,
ni respuestas pre-establecidas e imaginar el mundo fuera del callejón
sin salida existente.
El viejo mundo basado en el crecimiento se muere. En el nuevo mundo hay vida después del crecimiento.
¡Preparémonos para ello!
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