Philippe Pelletier
¿Por
qué la casi totalidad de los partidarios de la desaceleración* no
adopta las propuestas anarquistas, a pesar de su diagnóstico sobre
“el estado
del planeta”? Los que se sorprenden de ello lo deploran
amargamente, pero en realidad la cuestión está mal
planteada.
*Aclaramos que en la traducción de este artículo se ha optado por la palabra “desaceleración” como traslación del francés “décroissance”; en Internet, y en otros medios, se ha popularizado en cambio el término “decrecimiento”.
Porque hemos de dar la vuelta al razonamiento. ¿No será debido precisamente a que su diagnóstico es falso por lo que los “desaceleracionistas” preconizan, coherentemente, medidas que son igualmente falsas puesto que se mantienen en el marco del capital (la propiedad privada, los salarios y el dinero, sobre todo) y del Estado (al que consideran como neutro y regulador)? Al contestar la pregunta bajo este ángulo constatamos otra lógica.
La letanía: cantinela del catastrofismo
La lógica de la mayoría de los partidarios de la desaceleración es prácticamente siempre la misma: nos precipitamos hacia la catástrofe. Según los matices, ese “nos” designa la Tierra, el planeta, el mundo o la Humanidad. En realidad se trata más bien de la Tierra o del planeta, elementos del lenguaje que confieren naturalidad a las problemáticas sociales vaciando de todo contenido a lo humano. Habría que salvar “lo vivo”: la vida, concepto que todos los religiosos adoran. Esta evolución semántica es resultado de una orientación ideológica en la que se han comprometido desde hace más de un siglo los científicos partidarios del naturalismo integrista y horrorizados por todo lo que pudiera parecerse de cerca o de lejos al socialismo y, aún más, al socialismo libertario.
El catastrofismo además viene acompañado muy a menudo de una letanía ruidosa e implacable. “Choque climático”, “agotamiento de los recursos”, “destripamiento del subsuelo del planeta”, “masacre forestal”, “vaciado de los océanos”, “sistema con el agua al cuello”, “canto del cisne” y lo dejo aquí. El periodo del solsticio de invierno es propicio a este catálogo de ansiedad, ya que en los países de la zona templada se corresponde con un alargamiento de las noches generador de angustia, pero también de llamadas al salvador que vendrá al final a traernos la luz.
La letanía, enumeración sin fin de las miserias cuyo registro es típicamente religioso, para funcionar bien ha de dirigirse a una instancia superior (Dios, el partido, el gobierno mundial…) que sustituirá al salvador del mundo, y a nosotros con él. En la religión cristiana, Jesús es el salvador. En el ecologismo estándar, no es visible de entrada. Pero hay algunos sustitutos: la naturaleza, Gaia, Al Gore, o cualquier predicador, incluso el estafador que preside el GIEC, Rajendra Kumar Pachauri, que ha manipulado las cifras del clima y ha montado su empresa de energías renovables (la mar de práctico: se denuncia el mal, y se vende la solución).
La mística ecologista está en realidad saturada de creyentes de todo tipo, tanto de protestantes puritanos como de católicos imprecadores: Jean-Marie Pelt, Vincent Cheynet, Paul Virilio, Gilbert Rist, Pierre Rabhi, Dominique Bourg, Jean-Pierre Dupuy, además de los fallecidos Jean Dorst, Jacques Ellul o Bernard Charbonneau, por citar a algunas figuras francófonas. Véase a Paul Jorion, que anuncia sin parar “el derrumbamiento inminente del capitalismo” y que acoge en su blog el Manifiesto de los cristianos indignados.
Al final de uno de sus libros, el “desaceleracionista” Serge Latouche pide a la Iglesia católica que lidere la protesta contra la sociedad de consumo, retomando una idea ya formulada por Pasolini (1).
La letanía: una postura intelectual religiosa
Pero no nos equivoquemos. No es porque creamos que todos esos personajes, algunos de los cuales son muy influyentes en el mundo de la desaceleración, sean sospechosos. No. Por el contrario, se debe a que tanto su fe como sus convicciones ecologistas se basan en el mismo resorte intelectual, con lo que la ligazón entre las dos da lugar al mismo callejón sin salida. Dicho de otro modo, la letanía no es un error metodológico: es una postura intelectual, religiosa.
La religión no es solo la afirmación de la existencia de un dios. Es una concepción que consiste en colocar al individuo con sus responsabilidades ante un elemento exterior que no existe, que se sitúa en el futuro o en el Más Allá: el ser supremo, por ejemplo, o bien las “generaciones futuras” del pseudo-comandante Cousteau, ese petainista, unas generaciones que, por definición, no están todavía ahí. Que trata de movilizar a los individuos sirviéndose de la culpabilidad o del miedo. Que considera la sociedad desde un punto de vista moralizante en el sentido más sermoneador del término. Que aborrece la ciencia o la técnica porque no se someten a Dios, es decir, que habla en su nombre. Que sueña en la teocracia.
Que la letanía sea verdadera o falsa importa poco a nuestros predicadores. Ellos saben bien que sobre todos los estudios –ya sean sobre evoluciones climáticas, sobre el número o la extinción de las especies, sobre el exceso de pesca o la deforestación- los científicos no están de acuerdo entre ellos y que, a veces, las disensiones son importantes, y los argumentos válidos. Sin duda hay que amonestarlos, excomulgarlos, calificarlos de “escépticos” (la palabra “descreídos” no queda lejos), cuando en realidad la duda está en la base misma de la ciencia, de esta ciencia en la que se cuestiona en ocasiones la existencia, pero de la que admiten los resultados cuando están a su favor.
La letanía pone uno tras otro los fenómenos sin que su ligazón lógica sea explícita, con una excepción: el “crecimiento”. El “crecimiento” es considerado como el responsable de todos los males. Tomado como el primer grado en la argumentación del Producto Interior Bruto, indicador cuestionado por los analistas serios. Visto como exceso de producción, lo que viene a enmascarar el bajo consumo de millones de individuos, y como agotamiento de los recursos: ahí vuelve la letanía (2).
La letanía, técnica y finalidad autoritarias
Poco importa, porque la letanía es a la vez instrumento y finalidad. La catástrofe, que es el corolario invariable, parece a la vez temida y deseada. En el apocalipsis de los cristianos, los que se salven irán al paraíso. Como aspiran a ese paraíso ¿no desean ese apocalipsis? Perversidad clásica del sistema religioso.
En la catástrofe de los ecologistas profundos, los que podrán pasarse sin coche, sin ordenador portátil y sin agua caliente en el fregadero tendrán la conciencia tranquila. Además, dado que el capitalismo corre a su perdición, según ellos, del mismo modo que pensaban los marxistas respecto al comunismo surgiendo de las contradicciones del sistema, el hundimiento temido-deseado los llevará a los viejos y buenos tiempos de la frugalidad y la tribu ahorradora.
Esos pensamientos surgen sobre todo entre los retoños de las capas sociales bien alimentadas, que no han conocido ni conocen realmente la miseria material. Más prosaicamente, si el peligro no es el que se describe, si la catástrofe anunciada tantas veces no llega realmente, si Fukushima está justificado porque el átomo produce menos gas de efecto invernadero, ¿qué va a ser de los gurús que profetizan el hundimiento? ¿No perderán su aura, su notoriedad, su poder? ¿No defenderán con uñas y dientes su magisterio? ¡Menos mal que uno de los alarmistas más célebres, Paul R. Ehrlich, que no ha dejado de equivocarse en sus sombríos pronósticos demográficos (la famosa bomba P), acaba de ser elegido por la Royal Society de Londres!
La letanía acoplada al catastrofismo es un medio de sacudir las mentes, incluso de aterrorizarlas. Además, ante el hecho de que no sea incompatible con la sociedad del espectáculo que se alimenta del drama hasta su corazón hollywoodiense, para la casi totalidad de los ecologistas se supone que hay que asustarse, sensibilizarse, luego concienciarse y después comprometerse. Pero esta idea del miedo consejero, como lo sería el del policía, hay que rechazarla no solo porque sería autoritaria, sino también porque es ineficaz. Y contraproducente.
Se trata, sobre todo, de hacer a los individuos impotentes impresionándolos, de modo que el reto parece desmesurado, inhumano (¿divino?). En efecto, ¿cómo hacer para luchar contra el clima? ¿Para sustituir el petróleo por otra cosa aquí y ahora?
En este estadio, la impotencia cede ante dos paliativos: el pasotismo puesto que todo es desmesurado, imposible, por tanto, un efecto contrario al deseado despertar de las conciencias; o bien una forma de compromiso que pasa por el repliegue sobre uno mismo o sobre una pequeña comunidad de cátaros (los puros). Se otorga la confianza a instancias que saben que son poderosas, expertas, eficaces, y la instancia que emerge es el Estado. El Estado nación o el Estado del gobierno mundial.
Esas dos opciones no son incompatibles, señalémoslo. Esa es la función sistémica de las desaceleraciones que legitiman siempre al Estado, pilar del sistema que pretenden criticar. Hace una eternidad que el capitalismo ha reciclado la idea de small is beautiful (pequeñas unidades de explotación, pequeñas fábricas, grupos de trabajo que se organizan por su cuenta…), lo que no es incompatible con los proyectos gigantes (infraestructuras, megapolis, medios de transporte, conquista espacial…). Lo uno no impide lo otro, sino al contrario: ambos permiten vivir al capitalismo, y al capitalismo verde, afirmarse.
El antiestatismo no es metafísica: es una organización social
La relegitimación del Estado se encuentra con el anarquismo, antiestatista por definición. Pero conviene ahora rectificar nuestras ideas aprendidas. La crítica anarquista del Estado no es metafísica. El Estado no se considera al mismo nivel que Dios –una entidad trascendente- sino como una mala organización, una autoridad descarriada, incluso si la idea de Dios por medio de las Iglesias acompaña históricamente a la constitución del Estado.
El anarquismo se dirige tanto al principio de heteronomía del Estado como a su organización jerárquica en cascada. No cuestiona la organización, ni siquiera la organización en centro y periferia, que tan incansablemente repitieron Proudhon, Bakunin, Malatesta e incluso Kropotkin cuando llegó a liberarse de su obsesión descentralizadora… Preconiza el federalismo libertario, la relación de todos los grupos de gestión directa sobre una base económica, social y territorial (federación de productores, de consumidores, de municipios).
Pero, eso ya no basta, porque pasa por la puesta en cuestión de dos realidades mayores: la propiedad y el dinero. Sobre esas dos problemáticas, lo menos que se puede decir es que los anarquistas han aportado numerosas reflexiones y realizaciones, ya sea a los almacenes de Estados Unidos o al vendedor y comprador estableciendo un precio, las cooperativas, el mutualismo, las colectividades en España en las que se llegó a quemar el dinero, las discusiones durante los años cincuenta sobre el movimiento abundancista de Jacques Duboin…
Los partidarios de la desaceleración no se refieren a todo eso, sobre todo por una sencilla razón: es incompatible con su diagnóstico y sus postulados.
¿Desaceleración o “desdineración”?
Curiosamente, los anarquistas olvidan actualmente la cuestión de la propiedad y del dinero en beneficio de las cuestiones sociales y de comportamiento. Eso está muy de moda en América, y es en parte compatible con el sistema del momento (por ejemplo, tenemos mujeres a la cabeza del FMI, de algunas presidencias de Estados, de la organización del patronato francés desde hace algunos meses –el boleto ganador era mujer y vegetariana), pero bien alejado de la dinámica socialista. En este marco se deslizan las actitudes desaceleradoras. Comer verduras bio está bien, pero ¿es la solución?
Cuando pasamos al euro, salvo raras excepciones, las publicaciones anarquistas se mantuvieron mudas respecto al tema de la moneda, incluso las revistas pretendidamente reflexivas, lo que es el colmo. Desde ese punto de vista, el movimiento de la “desdineración”, recientemente aparecido, plantea de nuevo las cosas. Desde su fundación, es mucho más pertinente que el de la “desaceleración”.
Porque, repitámoslo, los principales analistas y teóricos de la desaceleración no cuestionan la propiedad, y desde luego, tampoco el dinero. Critican, es cierto, la extensión de la mercantilización, pero el recurso a ese concepto de “mercantilización”, por otro lado claramente marxista, es discutible porque deja creer que podría haber “sectores no mercantiles” en la economía capitalista…
Su ideal, de hecho, consiste en reducir al mínimo los intercambios de bienes para que la moneda no solo no vuelva a plantearse, sino que se haga inútil. Como por encantamiento. La frugalidad reclamada desde hace siglos por todas las Iglesias agrupa ahora el proyecto comunitario de esas mismas Iglesias, que sueñan con abundancia de monasterios autárquicos y humildes, pero que, sabiéndolo imposible, al no llegar hasta el fondo de esta idea, consisten en definitiva en remitirse al Estado como instancia policial, incluso como protector entre los partidarios del soberanismo.
Para decirlo claramente, la mayoría de los partidarios de la desaceleración se equivoca en el diagnóstico de la situación actual y, por tanto, en las soluciones. Imaginar que podrían preconizar un anticapitalismo consecuente en su antiestatismo, a instancias del anarquismo, solo sería hacer votos piadosos. Ya es hora de dejar de engañarse, pues el fin del mundo no está a la vuelta de la esquina, lo queramos o no.
Philippe Pelletier
Notas:
1.- Serge Latouche, Le parti de la décroissance, Fayard, París 2006, p.283.
2.- La idea de una economía depredadora de los recursos naturales no es nueva. Data al menos de la década de los años ochenta del siglo XIX, con la Raubwirtschaft del geógrafo Friedrich Ratzel (conservador, por no decir reaccionario), y luego con su colega Ernst Friedrich a partir de 1904, cuando el geógrafo Jean Brunhes introdujo las ideas en Francia. Sobre las relaciones entre Ratzel, Brunhes y el geógrafo anarquista Élisée Reclus, véase mi libro Géographie et anarchie, Reclus, Kropotkine, Metchikoff…, Éditions du Monde libertaire y Éditions libertaires, París/Chaucre 2013.
Publicado en el número 308 del periódico anarquista Tierra y libertad [ http://www.nodo50.org/tierraylibertad/ ] (marzo de 2014)
http://acracia.org/
*Aclaramos que en la traducción de este artículo se ha optado por la palabra “desaceleración” como traslación del francés “décroissance”; en Internet, y en otros medios, se ha popularizado en cambio el término “decrecimiento”.
Porque hemos de dar la vuelta al razonamiento. ¿No será debido precisamente a que su diagnóstico es falso por lo que los “desaceleracionistas” preconizan, coherentemente, medidas que son igualmente falsas puesto que se mantienen en el marco del capital (la propiedad privada, los salarios y el dinero, sobre todo) y del Estado (al que consideran como neutro y regulador)? Al contestar la pregunta bajo este ángulo constatamos otra lógica.
La letanía: cantinela del catastrofismo
La lógica de la mayoría de los partidarios de la desaceleración es prácticamente siempre la misma: nos precipitamos hacia la catástrofe. Según los matices, ese “nos” designa la Tierra, el planeta, el mundo o la Humanidad. En realidad se trata más bien de la Tierra o del planeta, elementos del lenguaje que confieren naturalidad a las problemáticas sociales vaciando de todo contenido a lo humano. Habría que salvar “lo vivo”: la vida, concepto que todos los religiosos adoran. Esta evolución semántica es resultado de una orientación ideológica en la que se han comprometido desde hace más de un siglo los científicos partidarios del naturalismo integrista y horrorizados por todo lo que pudiera parecerse de cerca o de lejos al socialismo y, aún más, al socialismo libertario.
El catastrofismo además viene acompañado muy a menudo de una letanía ruidosa e implacable. “Choque climático”, “agotamiento de los recursos”, “destripamiento del subsuelo del planeta”, “masacre forestal”, “vaciado de los océanos”, “sistema con el agua al cuello”, “canto del cisne” y lo dejo aquí. El periodo del solsticio de invierno es propicio a este catálogo de ansiedad, ya que en los países de la zona templada se corresponde con un alargamiento de las noches generador de angustia, pero también de llamadas al salvador que vendrá al final a traernos la luz.
La letanía, enumeración sin fin de las miserias cuyo registro es típicamente religioso, para funcionar bien ha de dirigirse a una instancia superior (Dios, el partido, el gobierno mundial…) que sustituirá al salvador del mundo, y a nosotros con él. En la religión cristiana, Jesús es el salvador. En el ecologismo estándar, no es visible de entrada. Pero hay algunos sustitutos: la naturaleza, Gaia, Al Gore, o cualquier predicador, incluso el estafador que preside el GIEC, Rajendra Kumar Pachauri, que ha manipulado las cifras del clima y ha montado su empresa de energías renovables (la mar de práctico: se denuncia el mal, y se vende la solución).
La mística ecologista está en realidad saturada de creyentes de todo tipo, tanto de protestantes puritanos como de católicos imprecadores: Jean-Marie Pelt, Vincent Cheynet, Paul Virilio, Gilbert Rist, Pierre Rabhi, Dominique Bourg, Jean-Pierre Dupuy, además de los fallecidos Jean Dorst, Jacques Ellul o Bernard Charbonneau, por citar a algunas figuras francófonas. Véase a Paul Jorion, que anuncia sin parar “el derrumbamiento inminente del capitalismo” y que acoge en su blog el Manifiesto de los cristianos indignados.
Al final de uno de sus libros, el “desaceleracionista” Serge Latouche pide a la Iglesia católica que lidere la protesta contra la sociedad de consumo, retomando una idea ya formulada por Pasolini (1).
La letanía: una postura intelectual religiosa
Pero no nos equivoquemos. No es porque creamos que todos esos personajes, algunos de los cuales son muy influyentes en el mundo de la desaceleración, sean sospechosos. No. Por el contrario, se debe a que tanto su fe como sus convicciones ecologistas se basan en el mismo resorte intelectual, con lo que la ligazón entre las dos da lugar al mismo callejón sin salida. Dicho de otro modo, la letanía no es un error metodológico: es una postura intelectual, religiosa.
La religión no es solo la afirmación de la existencia de un dios. Es una concepción que consiste en colocar al individuo con sus responsabilidades ante un elemento exterior que no existe, que se sitúa en el futuro o en el Más Allá: el ser supremo, por ejemplo, o bien las “generaciones futuras” del pseudo-comandante Cousteau, ese petainista, unas generaciones que, por definición, no están todavía ahí. Que trata de movilizar a los individuos sirviéndose de la culpabilidad o del miedo. Que considera la sociedad desde un punto de vista moralizante en el sentido más sermoneador del término. Que aborrece la ciencia o la técnica porque no se someten a Dios, es decir, que habla en su nombre. Que sueña en la teocracia.
Que la letanía sea verdadera o falsa importa poco a nuestros predicadores. Ellos saben bien que sobre todos los estudios –ya sean sobre evoluciones climáticas, sobre el número o la extinción de las especies, sobre el exceso de pesca o la deforestación- los científicos no están de acuerdo entre ellos y que, a veces, las disensiones son importantes, y los argumentos válidos. Sin duda hay que amonestarlos, excomulgarlos, calificarlos de “escépticos” (la palabra “descreídos” no queda lejos), cuando en realidad la duda está en la base misma de la ciencia, de esta ciencia en la que se cuestiona en ocasiones la existencia, pero de la que admiten los resultados cuando están a su favor.
La letanía pone uno tras otro los fenómenos sin que su ligazón lógica sea explícita, con una excepción: el “crecimiento”. El “crecimiento” es considerado como el responsable de todos los males. Tomado como el primer grado en la argumentación del Producto Interior Bruto, indicador cuestionado por los analistas serios. Visto como exceso de producción, lo que viene a enmascarar el bajo consumo de millones de individuos, y como agotamiento de los recursos: ahí vuelve la letanía (2).
La letanía, técnica y finalidad autoritarias
Poco importa, porque la letanía es a la vez instrumento y finalidad. La catástrofe, que es el corolario invariable, parece a la vez temida y deseada. En el apocalipsis de los cristianos, los que se salven irán al paraíso. Como aspiran a ese paraíso ¿no desean ese apocalipsis? Perversidad clásica del sistema religioso.
En la catástrofe de los ecologistas profundos, los que podrán pasarse sin coche, sin ordenador portátil y sin agua caliente en el fregadero tendrán la conciencia tranquila. Además, dado que el capitalismo corre a su perdición, según ellos, del mismo modo que pensaban los marxistas respecto al comunismo surgiendo de las contradicciones del sistema, el hundimiento temido-deseado los llevará a los viejos y buenos tiempos de la frugalidad y la tribu ahorradora.
Esos pensamientos surgen sobre todo entre los retoños de las capas sociales bien alimentadas, que no han conocido ni conocen realmente la miseria material. Más prosaicamente, si el peligro no es el que se describe, si la catástrofe anunciada tantas veces no llega realmente, si Fukushima está justificado porque el átomo produce menos gas de efecto invernadero, ¿qué va a ser de los gurús que profetizan el hundimiento? ¿No perderán su aura, su notoriedad, su poder? ¿No defenderán con uñas y dientes su magisterio? ¡Menos mal que uno de los alarmistas más célebres, Paul R. Ehrlich, que no ha dejado de equivocarse en sus sombríos pronósticos demográficos (la famosa bomba P), acaba de ser elegido por la Royal Society de Londres!
La letanía acoplada al catastrofismo es un medio de sacudir las mentes, incluso de aterrorizarlas. Además, ante el hecho de que no sea incompatible con la sociedad del espectáculo que se alimenta del drama hasta su corazón hollywoodiense, para la casi totalidad de los ecologistas se supone que hay que asustarse, sensibilizarse, luego concienciarse y después comprometerse. Pero esta idea del miedo consejero, como lo sería el del policía, hay que rechazarla no solo porque sería autoritaria, sino también porque es ineficaz. Y contraproducente.
Se trata, sobre todo, de hacer a los individuos impotentes impresionándolos, de modo que el reto parece desmesurado, inhumano (¿divino?). En efecto, ¿cómo hacer para luchar contra el clima? ¿Para sustituir el petróleo por otra cosa aquí y ahora?
En este estadio, la impotencia cede ante dos paliativos: el pasotismo puesto que todo es desmesurado, imposible, por tanto, un efecto contrario al deseado despertar de las conciencias; o bien una forma de compromiso que pasa por el repliegue sobre uno mismo o sobre una pequeña comunidad de cátaros (los puros). Se otorga la confianza a instancias que saben que son poderosas, expertas, eficaces, y la instancia que emerge es el Estado. El Estado nación o el Estado del gobierno mundial.
Esas dos opciones no son incompatibles, señalémoslo. Esa es la función sistémica de las desaceleraciones que legitiman siempre al Estado, pilar del sistema que pretenden criticar. Hace una eternidad que el capitalismo ha reciclado la idea de small is beautiful (pequeñas unidades de explotación, pequeñas fábricas, grupos de trabajo que se organizan por su cuenta…), lo que no es incompatible con los proyectos gigantes (infraestructuras, megapolis, medios de transporte, conquista espacial…). Lo uno no impide lo otro, sino al contrario: ambos permiten vivir al capitalismo, y al capitalismo verde, afirmarse.
El antiestatismo no es metafísica: es una organización social
La relegitimación del Estado se encuentra con el anarquismo, antiestatista por definición. Pero conviene ahora rectificar nuestras ideas aprendidas. La crítica anarquista del Estado no es metafísica. El Estado no se considera al mismo nivel que Dios –una entidad trascendente- sino como una mala organización, una autoridad descarriada, incluso si la idea de Dios por medio de las Iglesias acompaña históricamente a la constitución del Estado.
El anarquismo se dirige tanto al principio de heteronomía del Estado como a su organización jerárquica en cascada. No cuestiona la organización, ni siquiera la organización en centro y periferia, que tan incansablemente repitieron Proudhon, Bakunin, Malatesta e incluso Kropotkin cuando llegó a liberarse de su obsesión descentralizadora… Preconiza el federalismo libertario, la relación de todos los grupos de gestión directa sobre una base económica, social y territorial (federación de productores, de consumidores, de municipios).
Pero, eso ya no basta, porque pasa por la puesta en cuestión de dos realidades mayores: la propiedad y el dinero. Sobre esas dos problemáticas, lo menos que se puede decir es que los anarquistas han aportado numerosas reflexiones y realizaciones, ya sea a los almacenes de Estados Unidos o al vendedor y comprador estableciendo un precio, las cooperativas, el mutualismo, las colectividades en España en las que se llegó a quemar el dinero, las discusiones durante los años cincuenta sobre el movimiento abundancista de Jacques Duboin…
Los partidarios de la desaceleración no se refieren a todo eso, sobre todo por una sencilla razón: es incompatible con su diagnóstico y sus postulados.
¿Desaceleración o “desdineración”?
Curiosamente, los anarquistas olvidan actualmente la cuestión de la propiedad y del dinero en beneficio de las cuestiones sociales y de comportamiento. Eso está muy de moda en América, y es en parte compatible con el sistema del momento (por ejemplo, tenemos mujeres a la cabeza del FMI, de algunas presidencias de Estados, de la organización del patronato francés desde hace algunos meses –el boleto ganador era mujer y vegetariana), pero bien alejado de la dinámica socialista. En este marco se deslizan las actitudes desaceleradoras. Comer verduras bio está bien, pero ¿es la solución?
Cuando pasamos al euro, salvo raras excepciones, las publicaciones anarquistas se mantuvieron mudas respecto al tema de la moneda, incluso las revistas pretendidamente reflexivas, lo que es el colmo. Desde ese punto de vista, el movimiento de la “desdineración”, recientemente aparecido, plantea de nuevo las cosas. Desde su fundación, es mucho más pertinente que el de la “desaceleración”.
Porque, repitámoslo, los principales analistas y teóricos de la desaceleración no cuestionan la propiedad, y desde luego, tampoco el dinero. Critican, es cierto, la extensión de la mercantilización, pero el recurso a ese concepto de “mercantilización”, por otro lado claramente marxista, es discutible porque deja creer que podría haber “sectores no mercantiles” en la economía capitalista…
Su ideal, de hecho, consiste en reducir al mínimo los intercambios de bienes para que la moneda no solo no vuelva a plantearse, sino que se haga inútil. Como por encantamiento. La frugalidad reclamada desde hace siglos por todas las Iglesias agrupa ahora el proyecto comunitario de esas mismas Iglesias, que sueñan con abundancia de monasterios autárquicos y humildes, pero que, sabiéndolo imposible, al no llegar hasta el fondo de esta idea, consisten en definitiva en remitirse al Estado como instancia policial, incluso como protector entre los partidarios del soberanismo.
Para decirlo claramente, la mayoría de los partidarios de la desaceleración se equivoca en el diagnóstico de la situación actual y, por tanto, en las soluciones. Imaginar que podrían preconizar un anticapitalismo consecuente en su antiestatismo, a instancias del anarquismo, solo sería hacer votos piadosos. Ya es hora de dejar de engañarse, pues el fin del mundo no está a la vuelta de la esquina, lo queramos o no.
Philippe Pelletier
Notas:
1.- Serge Latouche, Le parti de la décroissance, Fayard, París 2006, p.283.
2.- La idea de una economía depredadora de los recursos naturales no es nueva. Data al menos de la década de los años ochenta del siglo XIX, con la Raubwirtschaft del geógrafo Friedrich Ratzel (conservador, por no decir reaccionario), y luego con su colega Ernst Friedrich a partir de 1904, cuando el geógrafo Jean Brunhes introdujo las ideas en Francia. Sobre las relaciones entre Ratzel, Brunhes y el geógrafo anarquista Élisée Reclus, véase mi libro Géographie et anarchie, Reclus, Kropotkine, Metchikoff…, Éditions du Monde libertaire y Éditions libertaires, París/Chaucre 2013.
Publicado en el número 308 del periódico anarquista Tierra y libertad [ http://www.nodo50.org/tierraylibertad/ ] (marzo de 2014)
http://acracia.org/
El artículo es vomitivo, falso de principio a fin.
ResponderEliminarEl capitalismo se ha convertido ahora en una religión, y nos acusan ahora a los que queremos salir de él de religiosos, creyentes, etc. Solo le ha faltado emplear la palabra fanático.
Y concluye luego diciendo: "el fin del mundo no está a la vuelta de la esquina, lo queramos o no."
Para empezar, no se trata de querer o no querer, sino de hechos consumados. El gurú es el autor de este artículo, quien asegura (con mucha fe, por cierto) que el fin del mundo no está a la vuelta de la esquina. ¿Cómo lo sabe? ¿Conoce acaso el futuro? ¿Es un nuevo apóstol? Por otro lado, todo depende de qué entendamos por 'la vuelta de la esquina'; para la edad de la tierra, la vuelta de la esquina equivale simplemente a un plazo de cien mil años.
El pensamiento del señor Philippe Pelletier es de naturaleza antiecologista, sin duda. Su postura contraria, y, crítica, al Decrecimiento, a la "desaceleración", contiene al menos dos reducciones básicas: Ecología es ecologismo y el ecologismo es de naturaleza religiosa-reaccionaria, autoritaria-estatista, pro o capitalista (y fascista). Todo Decrecimiento o ecologismo:él los engloba. No veo de él, al menos en éste artículo, en su presupuestos, la consideracion del asunto Ecología. -El señor P. es geógrafo de formación!
ResponderEliminarAquí, el principal argumento se dirige contra la Religión, asimilado, de manera rápida y superficial, estatismo-capitalista y concepciones religiosas del Universo y mundo en el corazón de los ecologistas. La pregunta inicial del artículo podría haber conducido el potencial de una buena cuestión, pero el señor P. no la alcanza desde su estrechez de visión: ante los hechos sistema mundo/naturaleza y ante la diversidad de componentes y corrientes ecologistas. Su anarquismo de gurú, bien dice el señor Garrido, igualmente estrecho. Sí, el artículo se siente feo.
LR