Yolanda Jubeto Ruíz - Revista Pueblos
El término “bienestar” se ha elaborado a partir del expolio de los recursos naturales, de la esclavitud de los miserables del mundo, de la devaluación de las mujeres, del uso intolerable de los niños y niñas –como productos y mano de obra barata– y de la utilización de la fuerza bélica irracional. (Marilyn Waring, 1994) [1]
Esta reflexión tan inspiradora de la economista y agricultora neozelandesa Marilyn Waring recoge de forma escueta y clara una crítica profunda al sistema económico capitalista que es compartida por muchas economistas feministas que llevan décadas denunciando la utilización fraudulenta de conceptos como “bienestar”, “desarrollo”, o “progreso”.
Siendo conscientes de que la economía feminista es un concepto amplio y diverso, puesto que igual que no existe un único feminismo tampoco existe una única visión de la economía, sí podemos partir de algunos elementos comunes sobre los que reflexiona y hace propuestas que resultan muy significativos en estos debates, para pasar a centrarnos en aquellos que son críticos con este sistema expoliador.
En primer lugar, la economía feminista es consciente de que muchos de los supuestos y metodologías que utilizan las escuelas de pensamiento económico más influyentes, y predominantemente la teoría económica hegemónica, la neoclásica, tienen un fuerte sesgo de género, ya que han considerado como universales e imparciales normas masculinas burguesas y etnocéntricas.
Esta visión androcéntrica de la economía ha condicionado las categorías analíticas básicas utilizadas (desde el concepto de trabajo vinculado exclusivamente con el empleo, el de actividad con la participación en el mercado, el de la unidad doméstica con un espacio en armonía, hasta el de bienestar y desarrollo vinculados a la maximización de la utilidad y al crecimiento del Producto Interior Bruto). Por ello, la economía feminista ha realizado una revisión crítica de los contenidos del pensamiento económico, haciendo hincapié en la invisibilización de muchas actividades desarrolladas históricamente por mujeres que han sido relegadas a la esfera de lo “no económico”.
Asimismo, ha subrayado la discriminación a la que deben hacer frente las mujeres en la esfera socio-económica (tanto en la productiva doméstica, en la de cuidados, como en la del trabajo mercantil), como en la esfera política (niveles de participación en los procesos de toma de decisiones políticas que influyen directamente en nuestras condiciones de vida), y ha apostado por nuevas categorías analíticas no androcéntricas, que contribuyan a visualizar y valorizar las experiencias y actividades desarrolladas a lo largo de la historia primordialmente por mujeres.
Este esfuerzo por superar las fronteras impuestas sobre “lo económico” [2] afecta directamente a las políticas públicas, puesto que el pensamiento dicotómico sobre lo que es objeto de análisis de la economía y lo considerado extra-económico impacta directamente en lo que debe ser abordado por la política pública y lo que se puede “excluir” de la actuación pública.
El término “bienestar” se ha elaborado a partir del expolio de los recursos naturales, de la esclavitud de los miserables del mundo, de la devaluación de las mujeres, del uso intolerable de los niños y niñas –como productos y mano de obra barata– y de la utilización de la fuerza bélica irracional. (Marilyn Waring, 1994) [1]
Esta reflexión tan inspiradora de la economista y agricultora neozelandesa Marilyn Waring recoge de forma escueta y clara una crítica profunda al sistema económico capitalista que es compartida por muchas economistas feministas que llevan décadas denunciando la utilización fraudulenta de conceptos como “bienestar”, “desarrollo”, o “progreso”.
Siendo conscientes de que la economía feminista es un concepto amplio y diverso, puesto que igual que no existe un único feminismo tampoco existe una única visión de la economía, sí podemos partir de algunos elementos comunes sobre los que reflexiona y hace propuestas que resultan muy significativos en estos debates, para pasar a centrarnos en aquellos que son críticos con este sistema expoliador.
En primer lugar, la economía feminista es consciente de que muchos de los supuestos y metodologías que utilizan las escuelas de pensamiento económico más influyentes, y predominantemente la teoría económica hegemónica, la neoclásica, tienen un fuerte sesgo de género, ya que han considerado como universales e imparciales normas masculinas burguesas y etnocéntricas.
Esta visión androcéntrica de la economía ha condicionado las categorías analíticas básicas utilizadas (desde el concepto de trabajo vinculado exclusivamente con el empleo, el de actividad con la participación en el mercado, el de la unidad doméstica con un espacio en armonía, hasta el de bienestar y desarrollo vinculados a la maximización de la utilidad y al crecimiento del Producto Interior Bruto). Por ello, la economía feminista ha realizado una revisión crítica de los contenidos del pensamiento económico, haciendo hincapié en la invisibilización de muchas actividades desarrolladas históricamente por mujeres que han sido relegadas a la esfera de lo “no económico”.
Asimismo, ha subrayado la discriminación a la que deben hacer frente las mujeres en la esfera socio-económica (tanto en la productiva doméstica, en la de cuidados, como en la del trabajo mercantil), como en la esfera política (niveles de participación en los procesos de toma de decisiones políticas que influyen directamente en nuestras condiciones de vida), y ha apostado por nuevas categorías analíticas no androcéntricas, que contribuyan a visualizar y valorizar las experiencias y actividades desarrolladas a lo largo de la historia primordialmente por mujeres.
Este esfuerzo por superar las fronteras impuestas sobre “lo económico” [2] afecta directamente a las políticas públicas, puesto que el pensamiento dicotómico sobre lo que es objeto de análisis de la economía y lo considerado extra-económico impacta directamente en lo que debe ser abordado por la política pública y lo que se puede “excluir” de la actuación pública.