Rubén Lardín - eldiario.es
Murió durmiendo a los 94 años de edad, hace hoy un cuarto de siglo. El lapso de vida que le correspondió lo había dedicado a la sociología, a la historiografía cultural, la crítica literaria y los estudios filológicos. Entre sus principales ámbitos de interés estuvieron la arquitectura y la biotecnología, se asomó a la filosofía, mostró una sensibilidad especial para apreciar reflexiones en los parajes más inesperados de nuestra realidad y de nuestro universo simbólico y dejó escritas miles de páginas con las que pretendió ordenar y analizar todos los registros humanos sin descuidar en sus abordajes científicos los elementos subjetivos de la conciencia.
La editorial Pepitas de calabaza recupera una figura fundamental de la modernidad, cuya formidable obra analiza las burbujas del progreso y la industrialización de la sociedad.
Murió durmiendo a los 94 años de edad, hace hoy un cuarto de siglo. El lapso de vida que le correspondió lo había dedicado a la sociología, a la historiografía cultural, la crítica literaria y los estudios filológicos. Entre sus principales ámbitos de interés estuvieron la arquitectura y la biotecnología, se asomó a la filosofía, mostró una sensibilidad especial para apreciar reflexiones en los parajes más inesperados de nuestra realidad y de nuestro universo simbólico y dejó escritas miles de páginas con las que pretendió ordenar y analizar todos los registros humanos sin descuidar en sus abordajes científicos los elementos subjetivos de la conciencia.
Las principales teorías de Lewis Mumford apuntaban que
el hombre se había entregado a un estallido tecnológico cada vez más
alejado de su centro humano. Advirtió que este tinglado iba perdiendo
cualquier propósito racional y desde ese convencimiento desarrolló una
obra donde abogaría por reintegrar ciencia y humanidades. Su propósito
fue reformular esta existencia desnortada, donde la pobreza y la
decadencia de nuestra vida interior corría pareja a una experiencia
exterior desquiciada y cada vez más vacía en materia de satisfacciones
objetivas. Una situación muy ajena a la efusión creativa y feliz con la
que en un principio muy, muy lejano, tal vez habríamos deseado.
El imperio del hombre
Lewis Mumford (1895-1990) vivió siempre preocupado por la deriva común,
promulgó el desarrollo de la personalidad para enderezar el rumbo y
clamó por la reorientación de una existencia, la nuestra, que daba la
espalda a la religión, la filosofía y el arte para encomendarse al
desarrollo científico y mecánico, fuerzas que ya en los años 50 éramos
incapaces de controlar porque estábamos deslumbrados ante la fascinación
que despertaban estos nuevos dioses que, por ensalmo, parecíamos haber
entendido como el único camino de desarrollo, mejora y alivio posible a
la condición humana.
Mumford había emprendido su carrera como crítico cultural durante los años veinte. En 1931 estrenaba su columna Sky Line
en las páginas del New Yorker, tribuna que mantuvo durante más de
treinta años con la arquitectura, el urbanismo y la ordenación del
territorio como materias primas, un temario que en sus libros y
conferencias desarrollaría en profundidad. Uno de sus trabajos más
fascinantes sería La ciudad en la historia, donde
desde un punto de vista de planificación orgánica y bajo la primacía de
los valores morales, estudia los orígenes y las dinámicas de las
comunidades urbanas y las acepciones axiales, orbitales, laterales y
etcétera del contexto físico que habitamos.
En 1922 escribe Historia de las utopías,
donde indaga en ellas con el propósito de dilucidar qué queda de
aprovechable y qué les ha faltado siempre. Parte del supuesto que la
vida en toda su potencialidad es mejor que cualquier utopía y determina
que nuestra circunstancia no puede ser resuelta de ningún modo por una
sola generación, mucho menos por una que en su candidez no admita como
fundamentales conceptos como el mal, la corrupción o el desafío
inherentes a nuestro mantenimiento.
Pese a que
siempre consideró mucho más cuerdos y próximos a la realidad del ser
humano a aquellos que sobrevaloran el ideal que a los supuestos
“realistas” científicos y militares entregados a la compulsión de un
progreso impulsado por la propia idea de sí, Mumford sostuvo que
pretender reinventar el sistema a partir de las parcelaciones rutinarias
que suponen las instituciones de la economía, la educación, la guerra,
la política y la religión, condena cualquier movimiento creativo para la
mejora a ser un mero subordinado de esas categorías.
Abocados a la catástrofe
La obra maestra de Mumford la constituyen los volúmenes El mito de la máquina y El pentágono del poder,
un clásico del pensamiento crítico donde, a lo largo de más de mil
trescientas páginas, el autor forja la figura de un mastodonte de muy
difícil doma al que llamará “megamáquina”, una entidad que se conforma
de materia humana y que en esencia no es otra cosa que el propio Estado
de Occidente arrasándose a sí mismo en beneficio exclusivo de las nuevas
mitologías de poder.
Con intención de dar las medidas monstruosas de
la aberración, recorre la metáfora tan poco abstracta de la megamáquina
en toda su extensión temporal, desde la Prehistoria hasta la Era Atómica
y la Espacial, el punto de fisión desde el que escribe, a finales de
los años 60, cuando el dominio de las fuerzas naturales ha vuelto
completamente chiflado al hombre y ha neutralizado a las presuntas
células disidentes, que en sus intentos marginales de destruir el
desastroso sistema reinante se habrán ido probando como mero síntoma,
inocuo, del propio sistema.
De la megamáquina no es que seamos cómplices, es que somos ella. La original, que se localiza en la Era de las Pirámides
y las primeras organizaciones de esclavitud, habría sido relevada por
la megamáquina contemporánea, definida en los sistemas de vigilancia
informatizada, en el armamento nuclear y en el control burocrático. Su
alzamiento victorioso residiría no tanto en su realidad, comprobable día
a día, como en el “mito” que la sostiene: el automatismo tecnológico y
su inercia vertiginosa hacia el “punto omega”, el fin de toda
posibilidad para la evolución y la mejora humana.
La vida en el epílogo
“Estamos tan dispuestos a aceptar las aplicaciones inventivas de la
ciencia que casi hemos perdido la prevención del sentido común o el
mecanismo de freno que supone la burla frente a esas chaladuras que se
alejan de las necesidades humanas pero que por su mera dificultad
ejercen un atractivo tecnológico.”
Ajeno a los simplismos de fanáticos o
primitivistas, Mumford reconoce que no hay integridad personal posible
si se niega que el intelecto racional se desarrolló de manera asombrosa
gracias a la evolución misma de la máquina, aunque anota que por
importantes que sean para su supervivencia los logros técnicos del
hombre, no hay que pasar por alto que casi siempre se obtuvieron
mediante el doloroso sacrificio de sus funciones restantes.
Mumford, a mediados del siglo pasado, se refería al hombre de “hoy”
como un ser humano tan “libre” que carece de toda autonomía,
externalizado y desconectado de sus valores y de sus objetivos
históricos. Un tropel de individuos que ha entregado su integridad a
cambio de un orden limitado del que se han ido desubicando las
emociones, los sentimientos, la creatividad y el acervo espiritual, lo
que ha dado como resultado un mundo neurótico en el que, para salir
victorioso de su utilización de las máquinas, el hombre ha tenido que
convertirse él mismo en una máquina subsidiaria. Un lugar despistado de
las letras y el arte, devaluados en publicidad, y tristemente poblado
por “emprendedores”.
Una de las reflexiones más
lúgubres de entre las que Mumford vierte en su obra se refiere a la
solución al problema de la mecanización rampante, que, como en todo
problema, radicaría en la comprensión de su naturaleza. La misión es
imposible para el hombre moderno, ya un siervo fanático adiestrado desde
su nacimiento, cegado ante sus propios logros y sometido a una idea
abstracta de avance y progreso que le impide imaginar siquiera las
múltiples alternativas posibles de que en algún momento previo al
extravío pudo disponer. El problema, por tanto, es que no podemos
recordar el problema.
Retroceder nunca, rendirse jamás
La obra
completa de Mumford, que Pepitas de Calabaza está editando con
excelencia en nuestro país a razón de un título por año (hasta el
momento van cinco: El mito de la máquina, El pentágono del poder, Historia de las utopías, Arte y técnica y La ciudad en la historia),
se vertebra en una idea fundamental: no perder nunca de vista el
paraíso. Seguir vislumbrándolo, al menos, ya que verlo, si somos
honestos, nunca lo hemos visto.
Contra lo que pudiera
indicar nuestro entusiasmo lector, y pese a sus cualidades angélicas,
la literatura de Mumford no es iluminadora ni extática y en cambio opera
como exploración viva del corazón y la mente colectivos. Rastrea nuevos
ideales, identifica males latentes y patentes, localiza las cepas y
propone, ya que no soluciones plausibles que ignorarían
irresponsablemente los “vestigios” y las “persistencias”, sí al menos
algunas contramedidas para frenar la “automatización de la
automatización”. Otro tema sería si todavía estamos a tiempo.
Lejos de visionarios o predicadores, Lewis
Mumford, que en su día recibió la Medalla Nacional de las Artes, la
Medalla Presidencia de la Libertad y otros reconocimientos que nos
importan tres pepinos, fue un hombre culto, erudito, templado y capaz de
una escritura tónica en su sensatez, de andamiaje más que robusto,
abundante en páginas para enmarcar que prueban que la intuición más
precisa del porvenir se encuentra en el acervo y en la escucha del
pasado. Una mirada en cierto modo romántica, defensora de un animoso
sentido trágico de la vida como antídoto al optimismo superficial de la
cultura liberal norteamericana.
De prosa diáfana y
discurrir torrencial, claro y copioso en ideas, hábil para eludir la
murga académica, fiel al posibilismo como hoy pocos y adictivo como el
más diestro de los novelistas, Mumford fue un sabio benefactor y un
actante de ayuda, un hombre al que nos urge volver en estos tiempos en
que la guerra perpetua en que vivimos debería suscitarnos, como lo hizo
siempre, el sentido de la vida. Un pensador al que arrimarnos y con el
que disentir cuando sea conveniente, con la pasión que sólo los mejores
amigos son capaces de procurarnos.
0 comentarios:
Publicar un comentario