Cuelgo en mi blog un texto colaborativo de la asociación Autonomía y
Bienvivir, que publicamos hace unos días en The Oil Crash. Dado que el
objetivo del artículo es fomentar el debate y la confluencia entre la
izquierda crecentista y las opciones más críticas con el crecimiento,
creo que mi blog puede ser también una buena herramienta para alcanzar
esa meta, frente al de Antonio Turiel, de mucha mayor difusión pero
donde hay un dominio más claro de las tesis decrecentistas. Os dejo con
el artículo.
La izquierda en la encrucijada ¿crecimiento o nuevo paradigma?
En un libro publicado hace tres
años, El fin de la expansión, Ricardo Almenar
nos recordaba cómo en la primera mitad del siglo XX la apuesta por el
crecimiento económico se convertía, junto al avance científico y técnico, en la
gran esperanza para renovar la fe en el progreso,
esa idea de fondo que llevaba ya varios siglos animando la cosmovisión europea,
un progreso convertido en doctrina,
según Lewis Mumford, y cuyo sentido se tambaleaba tras el desastre de la Gran
Guerra, amplificado poco después por las cámaras de gas y la bomba de
hidrógeno. Entre otras cosas el crecimiento económico nos traería paz social...
sin necesidad de encarar el problema de la repartición.
Almenar pone esta nueva esperanza
en palabras de dos economistas por lo demás muy distintos: Keynes y Schumpeter.
El primero decía en una conferencia en Madrid en 1930 que, a largo plazo,
"la humanidad está resolviendo su
problema económico. Predeciría que el nivel de vida de las naciones
progresivas, dentro de un siglo, será entre cuatro y ocho veces más alto que el
de hoy día". Por su parte Schumpeter afirmaba en otra conferencia de 1936
que "si el capitalismo repitiese sus resultados pasados durante otro medio
siglo a partir de 1928, acabaría con todo lo que con arreglo a los patrones
actuales podría llamarse pobreza, aun en los estratos inferiores de población, exceptuando
únicamente los casos patológicos", y entonces serían fácilmente
alcanzables "todos los deseos que han sido expuestos hasta ahora por todos
los reformadores sociales".
Pasado el tiempo que ambos
economistas tomaron en consideración, y habiéndose cumplido sus previsiones en
cuanto al aumento de la capacidad productiva, resulta bastante evidente, sin
embargo, que el problema económico
dista mucho de estar resuelto. Las sucesivas crisis, el escandaloso aumento de
la desigualdad y la persistencia de la pobreza también en los países más
industrializados dejan pocas dudas sobre la naturaleza política de ese problema económico. ¿Cuántas décadas de
crecimiento más harán falta para constatarlo? Y si la pobreza, la exclusión
social y la desigualdad no serán resueltas por el crecimiento económico, mucho
menos aun lo será el problema de la sostenibilidad, sacrificada precisamente en
el altar de ese crecimiento en el que tanto se confía, y que en realidad está
resultando antieconómico (en
palabras de Herman Daly.).
A pesar de esto, el hueco teórico
dejado por el neoliberalismo en su apuesta por un crecimiento basado en el
predominio de la libertad de mercado parece estar resultando demasiado tentador
para una izquierda que ve la oportunidad de mostrarse superior en la búsqueda
de ese crecimiento mediante políticas keynesianas, con lo que lograría así un
cambio en las preferencias políticas de la sociedad. Pero a tenor de lo dicho,
hay que preguntarse si ese cambio de preferencias no sería un mero cambio de
gestores y de estilo de gestión, y no un verdadero cambio social hacia un mundo
mejor.
Quizá inadvertidamente gran parte
de la izquierda se ha dejado seducir por una ética del trabajo y de la
producción que en realidad esconde una ideología política. Más allá del reparto
de las plusvalías, lo que está en juego es una idea de futuro y el papel
reservado para el ser humano en el mismo.
Por una parte el crecimiento
económico desborda la capacidad de carga del planeta. Y si no cuestionamos
este, los aumentos en la eficiencia sólo redundan en una mayor capacidad para
explotar el capital natural, cosa que va mucho más allá de las emisiones de CO2
propias de la energía fósil. En un mundo competitivo, esta capacidad siempre
será utilizada en aras de un mayor crecimiento con el que mejorar la posición
de cada nación (o de cada multinacional) en su competición con las demás.
Por otra parte, la modernidad no
se limita a una apuesta por el avance del conocimiento científico y de la
innovación tecnológica unidos al crecimiento del poder económico de la
humanidad sino que además adjudica a las personas el papel de meros
instrumentos de ese progreso material. Incluso desde la izquierda se vela por
que los incentivos no permitan que alguien quizá eluda ese mandato
incuestionable. (Sirvan
como ejemplo las recientes declaraciones de Alberto Garzón, preocupado por
los incentivos perdidos entre quienes reciben ayudas económicas sin trabajar, o
el conocido posicionamiento de Vicenç Navarro en contra de la instauración de
una Renta Básica Universal).
¿Y cuál debería ser entonces el
papel del ser humano en un futuro más razonable? Para no perder de vista el
bosque de la historia en la batalla enmarañada entre las ramas, es necesario
poner en el horizonte una visión social hacia la que encaminarnos desde ahora
más allá de la lucha de clases, aun cuando estemos lejos de haber superado
esta. El sistema productivo debe estar al servicio de los fines humanos, no a
la inversa. Pero para ello necesitamos dotarnos de una autonomía suficiente que
nos permita deliberar sobre esos fines. (El propio Marx en la primera parte de El Capital mostraba una preocupación por
el objetivo de lograr una mayor libertad para todos, como nos explica, por
ejemplo, Yanis Varoufakis en sus confesiones de un marxista errático... ). Sin duda tendremos que librarnos
del chantaje económico de la pobreza. Se trata de un chantaje que podemos
considerar represivo, políticamente impuesto a la sociedad, porque hace mucho
tiempo que hemos rebasado la capacidad productiva necesaria para que nadie pase
penuria sin necesidad de añadir nuevo crecimiento económico. Pero por esto
mismo, supeditar la inclusión a la necesidad del crecimiento económico, como
también propone gran parte de la izquierda, es lo contrario de elegir
libremente los fines de la humanidad.
En cuanto a la sostenibilidad,
salta a la vista que tarde o temprano tendremos que admitir la imposibilidad de
mantener un crecimiento económico ilimitado en un planeta finito y lleno de
límites necesarios para preservar el holoceno, el estado de la naturaleza en el
que hemos surgido. Tarde o temprano habrá que recuperar la antigua aspiración
de llegar a una economía en estado estacionario. Esto no significa que a partir
de ese momento la economía será estática y carente de innovación sino sólo no
creciente en su volumen y sostenible en sus formas).
Para defender este punto de vista
e intentar rebatir las críticas que desde la izquierda se hace a quienes
cuestionamos el crecimiento económico, vamos a desarrollar un poco más las
claves esbozadas en esta introducción.
¿Dónde nos ha llevado la ideología crecentista?
Disponemos de gran variedad de
estudios científicos que avalan y certifican los firmes pasos hacia un colapso
ecológico provocados por la necesidad del capitalismo industrial de crecimiento
económico perpetuo en un planeta finito.
Un buen indicador es el
declive de la megafauna, es decir la desaparición de grandes mamíferos
terrestres y marinos, lo cual afecta profundamente a los ciclos de nutrientes
esenciales, especialmente al reciclaje del fósforo, uno de los minerales
limitantes más importantes.
Otro proceso significativo es la
homogenización de la flora y fauna global. El proceso globalizador acrecenta
los problemas debidos a
la expansión de especies invasoras, que en su avance provocan importantes
pérdidas de biodiversidad, y con ello de resiliencia de los ecosistemas. La
simplificación de las cadenas tróficas vía eliminación de nichos puede
facilitar y acelerar
sucesos de extinción en cascada que se lleven por delante a ecosistemas
básicos para entre muchas otras cosas, la alimentación de poblaciones humanas, y una larga lista de
“servicios ecosistémicos" que bajo el paradigma actual no solo no se
valoran, sino que se desprecian.
Una de los más flagrantes
desastres que estamos viviendo con especial intensidad en estos últimos meses
son los grandes incendios sucedidos en diferentes regiones a lo largo del
globo, siendo
la más grave la situación en el sudeste asiático, especialmente en Indonesia,
debido al gran reservorio de biodiversidad y pulmón verde que son las selvas de
Sumatra. Además, estos grandes incendios están suponiendo grandes emisiones de
gases de efecto invernadero y polución. Las grandes sequías, junto con las
prácticas de quema provocada de terrenos para el cultivo de palma han llevado
fuera de control a esta situación dramática.
Como estos ejemplos, muchos otros
vienen de la mano de la disrupción climática y de la destrucción de ecosistemas
provocadas por la necesidad imperiosa por parte del sistema económico de
crecimiento a toda costa, aun cuando éste se torna “anti-económico” y suicida.
Conforme nos adentramos en el antropoceno, y vamos profundizando en la Sexta Extinción
Masiva, se va haciendo más complejo revertir o aminorar el ritmo de
degradación y recuperar la resiliencia que necesitamos en nuestros ecosistemas
para garantizar la vida humana sobre el planeta, por lo que es extremadamente
urgente plantear estrategias de choque para paliar y reducir los impactos de
los grandes cambios.
En nuestra “bio-región”
especialmente preocupante es la sequía y escasez de agua, y la erosión de los
suelos, en acelerado declive de su fertilidad y presencia de materia orgánica,
debido al extensivo uso de la agricultura convencional.
Es también de capital importancia
los impactos
debidos a los cambios de los usos del suelo, en concreto los resultantes en
la urbanización y del avance de la agricultura industrial basada en el
monocultivo intensivo. El primero provoca fragmentación del territorio, y
supone agujero negro de recursos naturales y la producción en masa de basura
que termina en vertederos en el mejor de los casos, sino en los océanos o
montes adyacentes, o la “externalidad” es exportada a países receptores de los
restos del metabolismo y la voracidad del consumismo patológico del urbanita
medio occidental en especial, y en general del modo de vida en la grandes urbes
a lo largo del globo. Respecto a los impactos de la agrícultura, cada vez se
transforma más terreno de selva para la producción de cultivos para
alimentación ganadera, y otros monocultivos demandados por la economía
globalizada para la producción de biocombustibles o alimentación humana. Los
ejemplos en la
amazonia o en la
jungla de Indonesia para la producción de palma aceitera son
paradigmáticos.
Otro aspecto a tener muy en
cuenta es descenso de la disponibilidad de energía neta. El pico de producción
de petróleo convencional (2005) y presumiblemente no convencional entre
2015-2016 tendrá efectos cada vez más evidentes sobre la cantidad de energía
disponible para alimentar el funcionamiento del metabolismo de la compleja
civilización globalizada, cuyo
soporte está íntimamente ligado al suministro creciente y constante de energía
barata y de calidad para el transporte necesario para mantener el flujo
comercial global. Otros fósiles como el carbón o el gas también se aproximan a
su pico de producción, que además se verá adelantada debido a la necesidad de
líquidos para las tareas extractivas y de trasporte de ambas. Esto no solo
afecta y afectará a la porción fósil del mix energético, sino que también
tendrá efectos sobre las llamadas renovables, debido a que estas fuentes de
energía sí son de origen renovable, pero la tecnología para su captación y
distribución depende
directa o indirectamente de la disponiblilidad de combustibles líquidos. Es
necesario considerar también los efectos en la minería de este descenso de la
disponibilidad energética, que se sumarán a los rendimientos decrecientes a los
que se ve sometido el sector por motivos obvios, que si se suman al desplome
actual de las commodities y la
consiguiente destrucción de la oferta por quiebra de corporaciones que no
pueden mantener su producción a precios tan bajos, y caen por imposibilidad de
repagar sus deudas, como
el reciente caso de Arch Coal, una de las mayores mineras de los EEUU.
Información adicional:
Libro "En la Espiral de la
Energía" Fernández Duran y González Reyes, Ecologistas en Acción. Disponible gratuito.
La “ciencia” del crecimiento
El crecimiento económico es la
receta universal para resolver prácticamente todos nuestros problemas. Es
lógico, pues crecimiento tiene que ver no solo con tener más de todo sino
mejor, es el progreso tecnológico. Para los economistas es su bálsamo de
Fierabras, pues el crecimiento nos hace más ricos y siendo más ricos podemos
afrontar mejor cualquier dificultad. Parece una lógica irrebatible y para
muchos así es.
Hace años Herman Daly afrontó lo
que denomino las falacias del crecimiento. En el texto señalaba con acierto las
connotaciones positivas del verbo crecer pero que a su vez implicaban un
momento donde se alcanzaba la madurez, en otras palabras, se dejaba de crecer.
La analogía con los seres vivos no puede ser completa, pero sí es cierto que,
un sistema económico, como un ser vivo, es una estructura disipativa que
intercambia energía y residuos con aquello que lo rodea.
Hemos de señalar que para
construir el concepto de lo económico, tal como se concibe actualmente, se ha
de reducir a aquellos objetos que son escasos, apropiables y reproducibles, tal
como lo definió uno de los padres fundadores de la escuela neoclásica, Leon
Walras. Sin una idea clara de lo económico no podemos entender porque desde
este punto de vista se ignora la naturaleza, entrando en conflicto con ella. Aquello que es
evidente desde otras perspectivas como la ecológica, es secundario y molesto
para la denominada ciencia económica. La ironía es que ambas palabras derivan
de la misma raíz griega oikos.
El problema se presentó desde el
mismo nacimiento de la economía como disciplina independiente. James Maitland,
Conde de Lauderdale, planteó en su obra “Inquiry into the Nature and Origin of
Public Wealth and into the Means and Causes of its Increase” (1804) la que se
conoce como paradoja de Lauderdale. La citada paradoja señala que existe una
correlación inversa entre la riqueza pública (wealth) y la riqueza privada
(riches). Explicaba que la riqueza pública consiste en todo lo que el hombre
desea y es útil o satisfactorio para él, tales cosas tiene valor de uso y, en
consecuencia constituyen riqueza. Sin embargo, las riquezas privadas necesitan
además de ser deseadas y útiles, existir en cantidad limitada, en otras
palabras ser escasas para que tengan valor de cambio. Los bienes libres o
gratuitos no son del ámbito de la economía por muy útiles que sean, aunque
nuestra vida y nuestra civilización dependan de ellos. La paradoja nos plantea
que para crear la riqueza privada hemos de generar escasez lo que supone
reducir el valor de uso de bienes que antes eran públicos y abundantes y que,
en consecuencia, no poseían valor de (inter)cambio. Como nos limitamos a
contabilizar el valor de cambio ignorando las pérdidas del valor de uso, nos
creemos que somos más ricos cuando nos empobrecemos. Este proceso de
empobrecimiento que permanece oculto a las (pseudo)magnitudes económicas, es la
medida de la depreciación del capital natural.
La ideología dominante construye
su noción de lo económico alrededor de la escasez subjetiva y el valor de
cambio. La delimitación del concepto de riqueza está vinculada a la producción
(cosas que se pueden reproducir) y el mercado (intercambio de cosas
subjetivamente escasas), que es el instrumento para generar valores de cambio
El empeño en convertir a la
economía en la física newtoniana de las ciencias sociales para dotarla de una
universalidad de la que parecía gozar la segunda, se produce irónicamente
cuando esa pretendida universalidad de los juicios sintéticos apriorísticos se
derrumbaba a ojos vista, ante las nuevas teorías de la física. Sin embargo,
poco importó pues la teoría se asentaba en firmes bases normativas
(ideológicas) aunque su pretensión ampliamente conseguida, era aparecer como
una verdad universal inmutable que describe el comportamiento humano en la
esfera de lo económico.
En esa esfera de lo económico es
donde el comportamiento se rige por la maximización de la utilidad que no
consiste en una abstracta satisfacción de los deseos, sino en la satisfacción
que es función exclusiva del consumo de bienes y servicios. Pero no de todos
los bienes y servicios sino exclusivamente de los que tienen valor de cambio,
que son, por lo tanto, escasos. Como señala José Manuel Naredo (2014) respecto
al reduccionismo económico:
“...no son los
principios absolutamente generales, que describen de forma vaga ciertos rasgos
hedonistas del comportamiento humano, los que servirían de base a las
formulaciones neoclásicas, sino otros mucho más restringidos que responden a un
marco social e institucional bien concreto”
Ciertas enunciaciones generales
del comportamiento humano que hace la economía neoclásica como la búsqueda del
placer con el mínimo esfuerzo pueden parecer plausibles, e incluso razonables,
el problema, como señala Naredo, es que las verdaderas proposiciones de partida
son mucho más restringidas de forma que se puedan expresar en términos
homogéneos, unidades monetarias, y formalizar en modelos matemáticos. Por otra
parte, tales enunciados son meras tautologías, en el sentido lógico, al no
excluir ninguna posibilidad son completamente irrelevantes.
Walras delimitó el concepto de lo
económico sobre la base de unos axiomas que han permanecido hasta nuestros
días:
1º Las cosas útiles limitadas en
cantidad son apropiables, la apropiación no recae más que sobre la riqueza
social (Walras denomina de esta forma lo que Maitland había denominado para su
paradoja riqueza privada), y sólo es considerado riqueza social lo que es
apropiable. Lo útil y escaso coincide exclusivamente con la propiedad privada
burguesa. Mediante este instrumento de apropiación, de exclusión del resto que
no son propietarios, podemos generar escasez al privar a otros del disfrute de
un bien o servicio.
2º Las cosas útiles y limitadas
son valorables e intercambiables, por lo tanto, toda la riqueza social cumple
con esas propiedades y nada valorable e intercambiable queda fuera de la
definición de riqueza social.
3º Las cosas útiles y limitadas
son industrialmente producibles o se pueden multiplicar. (especial atención
para nuestros propósitos a este axioma que permite arrinconar las causas
materiales y centrarse exclusivamente en las eficientes, que denominaremos
capital y trabajo). Este axioma recoge, en cierto modo, la idea de los clásicos
de la necesidad de esfuerzo para la creación de valor. En definitiva, solo el
esfuerzo penoso realizado por una contraprestación que resulte medible permite
la creación de valor. Nada que ver con el esfuerzo placentero o aquel que no
recibe contraprestación.
Lo anterior es un juego de
espejos para pasar de definiciones tautológicas que no significan nada a
proposiciones que permiten reducir lo económico a lo que pretendidamente es
medible. Pero no es más que un razonamiento circular, lo útil y escaso tiene
valor de cambio, luego si tiene valor de cambio es útil y escaso. Si el aire no
contaminado en Pekin es escaso y muy útil para evitar enfermedades, por lo
tanto, evitar padecimientos, pero carece de valor de cambio por ser difícil de
establecer derechos de propiedad, no entra en el ámbito de lo económico.
La finalidad de todo este
“montaje” es considerar al valor de cambio como un hecho objetivo, natural y
medible.
“El valor de cambio toma así, una vez establecido, el
carácter de hecho natural en su manifestación, natural en su manera de ser. Si
el trigo y la plata tienen valor (de cambio) es porque son útiles y limitados
en cantidad, dos circunstancias naturales. Y si el trigo y la plata tienen
valor uno con relación al otro, es que son respectivamente más o menos útiles y
más o menos limitados en cantidad, también son circunstancias naturales...”
En consecuencia, y de forma
también natural y objetiva, lo que carece de valor de cambio no cumple con los
axiomas enunciados, no es útil ni escaso y queda fuera de la economía. El
mercado (perfecto) sirve para asignar de forma óptima los bienes útiles y
escasos consiguiendo un equilibrio en los intercambios de dichos bienes.
Por otra parte, el intercambio y
la contrapartida que surge del mismo es la materia económica, sin contrapartida
no existe. Por eso, apropiarse de los recursos naturales no es una acción
incluida en el ámbito de la economía, la naturaleza no recibe contrapartida.
Por eso pueden ser explotados con total impunidad o dañados los sistemas que
nos proporcionan servicios que sostienen la vida sin que ello quede reflejado
en las magnitudes económicas.
La definición de economía que
formuló Robbins busca ser un compendio de lo expuesto, pero fracasa pues al
querer ser general entran en la misma campos que la economía deja
voluntariamente fuera de su campo de acción:
“Ciencia que estudia
la conducta humana como una relación entre objetivos y medios escasos
susceptibles de usos alternativos”
Sin embargo, la escasez de la
definición se limita a los bienes o servicios con valor de cambio. En realidad,
evita afrontar la escasez en términos generales pues eso provocaría su colapso.
¿Por qué? Simplemente la economía se dedica a un tipo muy concreto de escasez
(subjetiva) pero, al mismo tiempo, necesita de la abundancia (objetiva) de
recursos y sumideros para que la supuesta maquina de movimiento perpetuo
funcione. Efectivamente, las máquinas de movimiento perpetuo no existen, pero
si ignoras los recursos que lo alimentan y los residuos que resultan de la
producción consigues la cuadratura del círculo.
El segundo principio de la
termodinámica y sus consecuencias, tienen un indudable interés económico.
Cournot señaló el peligro de basar un sistema social en el consumo de recursos
agotables o que se explotan por encima de su capacidad de regenerarse.
Clausius, que fue quién utilizó por
primera vez el término entropía, señaló la importancia de distinguir entre recursos
renovables y no renovables. Mucho antes que Hicks (con su concepto de renta
de Hicks) pergeñó el concepto de sostenibilidad:
“..en general, en las relaciones económicas, vale el
principio de que cada cosa puede usarse solo lo que en el mismo tiempo pueda
ser de nuevo producido. Por tanto, se debería usar como material combustible
solo la cantidad que es producida de nuevo a través del crecimiento de los
árboles. Pero en verdad nos comportamos de manera muy distinta. Hemos hallado
que hay bajo la tierra reservas de carbón de tiempos antiguos que se han
formado de plantas en superficie y depositado durante un período tan largo que
los tiempos históricos en comparación parecen minúsculos. Las gastamos ahora y
nos comportamos exactamente como herederos felices que consumen un rico
patrimonio.”
¿Pero que diferencia, si existe,
hay entre la escasez de la ecología o la termodinámica y la de la economía?. La
diferencia es la que hay entre el concepto objetivo de escasez y el subjetivo
que utiliza la economía. Esa diferencia explica el rechazo frontal de la
economía a la existencia de escaseces objetivas, mucho más cuando estas se
ponen en el contexto de un sistema complejo como ocurrió con el estudio del
Club de Roma sobre los límites del crecimiento. Daly
acostumbra a citar Barnett y Morse respecto a que la economía (neoclásica)
considera escaseces particulares, pero jamás una escasez general.
La escasez económica es un
concepto subjetivo, es la relación entre necesidad o deseo y disponibilidad, un
concepto relativo que llamamos utilidad marginal. El concepto subjetivo de
utilidad se consigue objetivar a través de su valor de cambio tal como describe
Naredo:
Considerando que los
valores de cambio son proporcionales a la escasez (es decir, la utilidad
marginal), Walras erige a aquellos en indicadores eficientes de esta,
aprovechando la diferencia de que mientras ‹‹la escasez es personal o
subjetiva; el valor de cambio es real u objetivo››. Una vez reducida está
noción subjetiva de escasez al ámbito de los valores de cambio, la ciencia
económica utilizará, como es sabido, el sistema de precios como reflejo de
aquella, dejando fuera del análisis de la escasez los recursos que no son
directamente ‹‹valorables e intercambiables›› aún cuando puedan influir
sensiblemente sobre la utilidad.
Señalar que si no existiera la
entropía no habría escasez. Siempre podríamos volver a usar una y otra vez la
misma energía tantas veces como la necesitáramos (movimiento perpetuo de
segunda especie) y, en consecuencia, la economía carecería de sentido pues en
abundancia absoluta no puede existir ningún tipo de escasez, ni siquiera la
subjetiva. Georgescu-Roegen que denominaba a la economía neoclásica la
cinemática sin tiempo nos indica que la teoría del equilibrio general se
fundamenta en lo que niega la termodinámica, es decir, en la completa
reversibilidad:
El fundamento de la
teoría del equilibrio es que, si algún acontecimiento altera las propensiones
de la oferta y la demanda, el mundo económico siempre regresa a su condición
previa tan pronto como el evento desaparece. La inflación, una sequía
catastrófica, o el desplome de la bolsa de valores no dejan en absoluto huellas
en la economía. La regla general, tal como en la mecánica, es la completa
reversibilidad.
Como
se ha discutido en el blog de Autonomía y Bienvivir, el equilibrio general
es matemáticamente inestable y presupone una economía estacionaria, para una
dimensión determinada, lo que es una extraordinaria ironía cuando, como
indicábamos en el inicio de este apartado, el crecimiento es el remedio
universal que ofrecen los economistas para cualquier problema.
La economía neoclásica, por su
propia construcción y por más que haya hecho intentos, es incapaz de ofrecer
una gestión de los recursos sostenible pues los principios de los que parte son
completamente antitéticos a esa finalidad. De partida, eliminó el factor tierra
para evitar que introdujera un factor de limitación en la producción, ya que
cualquier limitación desembocaba en una economía del estado estacionario,
considerada un fracaso para los clásicos, excepto para unos pocos como John
Stuart Mill. La tierra ricardiana despojada de cualquier otra propiedad que la
meramente espacial fue una estratagema para evitar la inevitable conclusión.
Los neoclásicos establecieron el principio de la sustituibilidad de factores de
producción como la solución al problema. De hecho, Walras asimiló la tierra al
capital, aunque un capital especial que no se consume con su uso, al no ser
producible tal como exigía en su axiomática. Pero el truco de la tierra
ricardiana no funciona con los los recursos no renovables que son agotables, en
especial, los combustibles fósiles, la piedra angular del sistema. La salida
fue en su momento y continua siendo hasta nuestros días la misma,
sustituibilidad infinita de factores cuyo corolario es el progreso tecnológico
que la habilita.
La perfecta sustituibilidad no es
más que la maquina de movimiento perpetuo de segunda especie que ignora la
segunda ley de la termodinámica. Introduciendo la entropía el sistema colapsa
bajo el peso de la escasez, pero no la subjetiva sino la objetiva. El que la ciencia
que se vanagloria de tratar y gestionar los recursos escasos requiera ser una
maquina de movimiento perpetuo que supone la abundancia de recursos y sumideros
puede resultar paradójico, pero es incontrovertible. Como bien apuntó Nicholas
Georgescu-Roegen respecto a los recursos:
"dado que todas
las clases de recursos juntos representan una cantidad finita, ningún cambio
taxonómico puede hacerla ir más allá de su finitud"
La última falacia sobre la que se
sostiene el edificio es la que el mismo Georgescu-Roegen denominaba la creencia
caprichosa en que cualquiera que sea el problema siempre inventaremos algo, y
podemos añadir que siempre será a tiempo.
Uno de los problemas esenciales a
los que se enfrenta la economía dominante, y son muchos, es la imposibilidad
que un marco intemporal (reversibilidad) sirva para afrontar las necesidades de
las generaciones futuras. Es esencial entender lo siguiente (Naredo, 2014):
...el valor de cambio de un mercancía, al ser
una noción relativa a otra y otras mercancías (equilibrio general walrasiano)
contra las que se puede intercambiar en un momento determinado, no puede servir
de unidad de medida invariable a la cual referir las comparaciones
intertemporales.
Ahora pensemos en las
pretendidas soluciones que quieren gestionar los problemas medioambientales,
recursos y sumideros, introduciendo el mercado, que hemos delimitado por
necesidad dejando fuera la naturaleza, dotando de valor de cambio a lo que por
construcción del sistema no lo tiene. Es como si en la geometría euclidiana
pretendemos construir triángulos cuyos ángulos suman menos de 180ª sin cambiar
los axiomas, una tontería. Son los mismos que previamente han construido
triángulos siguiendo los axiomas de la geometría de Euclides y, a continuación,
con una transportador de ángulos han medido sus triángulos quedándose atónitos
y complacidos de que sumaran 180º ¡voto a dios que me espanta esta grandeza! Sin
que la naturaleza reciba la contrapartida (monetaria) por sus recursos y sin
capacidad de hacer un análisis auténticamente dinámico no puede gestionar
aquello que antes hemos excluido para intentar dar consistencia a su definición
del ámbito de lo económico. En otras palabras, cualquier pretensión de la
economía de intentar resolver mediante los valores de cambio (mercado) está
condenada al fracaso pues debe ignorar las escaseces que estudia la ecología o
la termodinámica que son la esencia del problema.
Debemos buscar el apoyo entre las
diferentes disciplinas para tener instrumentos realmente útiles con los que
afrontar los enormes desafíos que nos traerán los próximos 20 años, un suspiro
en la historia. Como bien dice Naredo (2014):
No hay una
"buena asignación de recursos" o un "óptimo económico" a
descubrir y formalizar, sino muchos, según cuales sean los presupuestos éticos,
institucionales y, en general, ideológicos de que se parta, presupuestos
que....ha tratado de ocultar la ciencia económica establecida, invistiendo a
algunos de ellos de una inusitada generalidad.
El criterio de maximización o el
de la eficiencia económica que parecen regir nuestro comportamiento carecen de sentido
si queremos gestionar nuestros recursos y sumideros o más ampliamente los
sistema ecológicos de los que formamos parte, de forma que no comprometamos el
futuro de futuras generaciones que no pueden intervenir en esos procesos. Según
la economía dominante el sistema nos lleva al nirvana del mercado que es el
coto privado donde unos pocos obtienen pingües beneficios a costa de la inmensa
mayoría de la población y, es además el camino seguro a la destrucción del
planeta que nos sostiene. Sabemos que la respuesta será la de siempre, el
ilimitado ingenio humano inventará algo que solucione todos nuestros problemas
(aunque para ello deban violar las leyes de la naturaleza), por lo tanto, solo
cabe hacernos más ricos (private riches) aunque en el proceso destruyamos lo
que nos mantiene con vida (public wealth). La paradoja de Lauderdale continua
siendo indescifrable para aquellos que toman o asesoran sobre decisiones que
comprometen nuestro futuro.
Gran parte de la izquierda
comparte la axiomática que hemos descrito en este apartado. Tienen una
preocupación justificada por el problema de la distribución, sin embargo,
pretenden solucionar el problema con la misma receta de crecimiento de lo
económico, en la definición reduccionista de los neoclásicos. Esta pretensión,
que podía tener alguna viabilidad en lo que se denomina economía cowboy (sin
límites físicos o escaseces objetivas), no es posible en la economía del
astronauta a la que nos enfrentamos. Algunos añoran la llamada "Golden Era" del capitalismo,
esas dos décadas y media entre la Segunda Guerra Mundial y la muerte del
sistema nacido en Bretton Woods.
Lo que no perciben es que el
camino que se tomó tras la muerte de Bretton Woods, a pesar de todos los
problemas de inestabilidad que genera la financiarización de la economía, fue
el camino lógico para su supervivencia, la expansión hacia los últimos bienes
comunes, la huida de cualquier posible regulación de
las denominadas externalidades en los países centrales. La globalización es
la sublimación del reduccionismo económico. Cualquier intento serio de incluir
la escasez objetiva provoca una reacción en sentido opuesto que impulsa la
depredación de lo objetivamente escaso. El siglo XXI, con sus crisis, ha visto
como el descontrol medioambiental se hace cada vez más necesario. Más allá de
reuniones inútiles mantenidas para propagar la idea de que estamos haciendo
algo, la realidad es que la presión sobre los sistemas ecológicos que sostienen
la vida y que no tienen valor económico es cada vez más insoportable. El
mensaje de la izquierda debe ser radicalmente diferente, debe sostenerse en un
paradigma económico completamente diferente al que ha dado lugar a nuestra
angustiosa situación.
Las consecuencias sociales del crecimiento
Un lugar común de los críticos
del decrecimiento es justificar la necesidad de continuar por la senda del
incremento del producto interior bruto como forma de solucionar los enormes
problemas sociales a los que asistimos compungidos cada vez que la máquina de
producir, a causa de la crisis de turno, comienza a girar más despacio.
Así por ejemplo, en un artículo
de febrero de 2014, Vicenç Navarro señala:
En un momento de enormes
crisis, con crecimiento casi cero, que está creando un gran drama humano, las
voces a favor del decrecimiento parecen anunciar que ello es bueno, pues así
salvamos el planeta. No se dan cuenta de que están haciendo el juego al mundo
del capital responsable de las crisis económica y ecológica.
El razonamiento no es muy
elegante, la producción tendría que tener sentido en sí misma, no debería ser
justificada en función de un objetivo que quizás puede ser alcanzado por otros
medios. Quién primero comprendió esto fue precisamente un admirador de Keynes,
John Kenneth Galbraith, que en su libro The
Affluent Society, de 1958, ya avisaba sobre las funestas consecuencias que
podría tener aceptar el objetivo de maximizar el PIB en una sociedad que había
dejado ya lejos las carencias que hicieron, en otro tiempo, tan perentorio el
objetivo de aumentar el producto.
Galbraith nos guía a través de la
historia del pensamiento económico, y haya el origen del predominio de la
producción sobre cualquier otra consideración, en las ideas de Malthus (1766-
1834) y Ricardo (1772-1823) que dieron forma a la ciencia lúgubre. Unas ideas
que podemos comprender son fruto de su tiempo, y de las circunstancias sociales
de la época. Unas ideas de puro sentido común, en unas circunstancias muy
diferentes de las actuales.
Como observó Tawney, muy
pocas veces nos damos cuenta de la calidad del aire que respiramos. Pero en Los
Ángeles, en donde apenas puede sostener su cargamento, consideramos al aire con
toda seriedad. De modo semejante, quienes residen en un desierto recientemente
irrigado ven en el agua que fluye por los canales la evidencia de su
antinatural triunfo sobre la naturaleza. Y el vecino de Chicago en Sarasota
contempla en su tostado abdomen la prueba de su inteligencia al evadirse de su
oscura y helada región. Pero allí donde la lluvia y el sol son abundantes se
los tiene por algo seguro, aunque no por ello disminuya el aprecio en que se
les tiene. En el mundo de Ricardo los bienes eran escasos. Se los relacionaba
estrechamente también, si no con la supervivencia, al menos con las más
elementales comodidades del hombre. Le alimentaban, le proporcionaban vestido
para salir de casa y le mantenían abrigado cuando se encontraba dentro de ella.
No es sorprendente, pues, que la producción, gracias a la cual se obtenían esos
bienes,fuese el centro de los pensamientos humanos.
Pero hoy no estamos acuciados por
la necesidad, y el sentido común nos indica que el mandato de incrementar la
producción no debería ser tan acuciante. A pesar de ello, la posición suprema
de la producción se mantiene inalterada una vez saciada el hambre, la necesidad
de cobijo y de bienestar. Para
justificar este hecho, la ciencia económica recurre a una teoría de las necesidades
del consumidor muy singular, que clarifica cuestiones transcendentales sobre
nuestra sociedad, por qué estamos en esta situación y lo que ello implica.
Lo primero que debe hacer esta
teoría de las necesidades del consumidor es negar que haya una jerarquía entre
ellas. Tan necesaria puede ser una barra de pan para el hambriento, como el
último modelo de iPhone para un satisfecho miembro de la clase media. Incluso
aunque ambas personas sean la misma, lo único necesario es que sean momentos
distintos de su vida, para ello se debe asumir que no se puede decir nada sobre
las comparaciones de utilidad intertemporales.
Esta postura hace caso
omiso del evidente hecho de que algunas cosas se adquieren antes que otras y de
que, con toda probabilidad, las más importantes tienen primacía. Lo cual, como
ya se observó, implica una urgencia decreciente de necesidades. Sin embargo,
esta conclusión es rechazada por la teoría un poco más sofisticada. Su repudio
se basa en la negación de que pueda decirse nada verdaderamente útil acerca de
los estados comparativos de la mentalidad y de la satisfacción del consumidor
en distintos períodos de tiempo. Pocos estudiantes de economía, aun en el curso
elemental, se ven libres de una advertencia acerca del error de efectuar
comparaciones intertemporales de la utilidad partiendo de situaciones dadas de
consumo. Ayer, el hombre con una renta real mínima, pero que iba aumentando,
cosechaba las satisfacciones que se derivaban de una dieta adecuada y de un
techo que ya no dejaba filtrar las goteras. Hoy, después de un aumento
considerable de renta, su consumo incluye televisión por cable y excéntricos
mocasines. Pero decir que la satisfacción que deriva de estas últimas
comodidades y diversiones es menor que la que proporcionan las calorías
adicionales y la eliminación de las goteras sería completamente inadecuado. Las
cosas han cambiado, se dice; se trata de un hombre distinto; no existe
verdadero patrón para efectuar comparaciones. Se llega a admitir que un
individuo, en un momento determinado, pueda derivar unas satisfacciones menores
de los incrementos marginales de unas existencias dadas de bienes y, por lo
tanto, no pueda inducírsele a pagar mucho por ellos. Pero esto no nos dice nada
acerca de las satisfacciones que proporcionan tales bienes adicionales y, más
especialmente, las que puedan proporcionar unos bienes distintos cuando se los
adquiere más tarde. La conclusión es evidente. No se puede asegurar nunca que
disminuya la satisfacción que se derive de esos incrementos posteriores en el
tiempo de las existencias de bienes del individuo. Por lo tanto, es imposible
afirmar que la producción que los proporciona tenga una utilidad decreciente.
Por esta razón los economistas no
son muy amigos de la psicología, dado que psicólogos como Abraham Maslow,
basándose en sus experiencias clínicas, han establecido una jerarquía de
necesidades. Dicha jerarquía invalida por completo la teoría neoclásica de las
necesidades del consumidor.
Una vez analizado lo inadecuado
de la teoría económica convencional, podemos preguntarnos de dónde surge
entonces la fiebre consumista si no es del deseo de satisfacer necesidades
realmente urgentes y perentorias. Galbraith señala dos fuentes, por un lado la
carrera por la emulación, el afán de tener algo igual o superior a lo que tiene
el vecino, y por otro lado la publicidad y la técnica de ventas. Sin duda la
publicidad funciona, dado que en caso contrario no se dedicarían tantos
recursos a ella. Esto nos pone en una situación muy incómoda, sólo podemos
concluir que es la propia producción la que crea las necesidades que ella misma
satisface.
Este extremo es tan
importante que debemos analizarlo con más detalle. Las necesidades del
consumidor pueden tener causas grotescas, frívolas o incluso inmorales y, sin
embargo, se puede realizar una maravillosa defensa de la sociedad que procura
satisfacerlas. Pero no se puede mantener esta defensa si es el mismo proceso de
satisfacción de necesidades el que viene a crearlas. Ya que en este caso el
individuo que insiste en la importancia de la producción para satisfacer esas
necesidades se encuentra precisamente en la misma posición del espectador que
aplaude los esfuerzos de la ardilla para adelantarse a la rueda que está
accionando con sus propias energías.
No conozco ningún intelectual que
haya propuesto a una ardilla dando vueltas a una rueda, en una carrera sin fin,
como modelo de buena sociedad, pero es ahí a dónde nos conduce la posición
suprema de la producción en la escala de valores social. Sin embargo, no
debemos dejar de reconocer que la producción, a pesar de ser en esencia
superflua, actuá como paliativo de muchos otros problemas.
El incremento de la
producción equivalía a aliviar la desocupación, la inseguridad agrícola, la
amenaza de quiebra para el pequeño comerciante, el riesgo de los inversores,
las preocupaciones financieras de los estados, de los municipios, incluso el
desventurado hacinamiento que se produce cuando la gente no puede poseer o
alquilar sus propias casas y debe habitar con otras personas.
La solución a estos problemas,
como analizará Galbraith al final del libro, es luchar contra ellos de forma
directa, y no de una forma indirecta, a través del incremento de la producción.
Esto es de suma importancia, porque la posición suprema de la producción en
nuestra escala de valores está trufada de consecuencias funestas, como los
escasos recursos, que no se pueden detraer de la producción, dedicados a la
formación de las personas, o al mismo conocimiento científico, o el fomento sin
límite del endeudamiento para espolear el consumo. Galbraith explica que en las
sociedades desarrolladas pudimos prescindir de los bienes que producían los
niños o los ancianos porque ya no eran vitales para nuestro bienestar, una vez
cubiertas las necesidades del escalafón más bajo de la jerarquía que describe
Maslow. De la misma forma podríamos haber seguido reduciendo la jornada de
trabajo, cambiando tiempo de vida por la producción de unos bienes que ya no
son urgentes. Dejar de centrarnos en la producción abre una abanico inmenso de
posibilidades al ser humano, podemos elegir cuales serán las nuevas
prioridades.
Pero el mayor acierto del
economista norteamericano fue percibir que hay un nexo común que une todos los
males a las que nos condena el crecentismo, y es la minusvaloración de los
bienes públicos, sin mercado, frente al predominio absoluto de los bienes
privados.
La familia que hace una
excursión en su coche color malva y cereza, con aire acondicionado, conducción
asistida y servofreno, pasa a través de ciudades deficientemente pavimentadas,
afeadas por los desperdicios, los edificios desconchados y los anuncios junto a
postes de conducciones eléctricas que deberían ser subterráneas desde hace ya
tiempo. Contemplan un paisaje rural que es casi invisible por obra y gracia del
arte comercial. Meriendan con unos alimentos exquisitamente empaquetados que
sacan de una nevera portátil, a orillas de un arroyo contaminado, y pasan la
noche en un parque que es una amenaza para la salud pública y la moral. Y antes
de adormecerse, acostados en un colchón neumático, cobijados en una tienda de
nailon y rodeados por el hedor de la basura semicorrupta, pueden reflexionar
vagamente sobre la curiosa desigualdad de las mercedes que se les han otorgado.
Realmente, ¿es esto el genio americano?
Aunque Galbraith apenas cita muy
de pasada el deterioro medioambiental, son evidentes las conclusiones que se
derivan de su teoría del desequilibro social entre bienes públicos y privados
que es consustancial al crecentismo. Con el tiempo, los bienes púbicos
terminarían destruidos, como así está ocurriendo con algunos de tanta
transcendencia como un clima benigno o el resto de servicios medioambientales
que nos proporciona la biodiversidad del planeta. Ante esta situación, los
neoliberales reaccionarán creando mercados ficticios para los bienes públicos,
como los derechos de emisión de dióxido de carbono, o el pago de los derechos
públicos educativos en un cheque para gastar en escuelas privadas. De esta
forma, los crecentistas de izquierdas, ignorando los escritos del que otrora
fue un keynesiano ejemplar, luego convertido en heterodoxo, con su énfasis en
el dominio absoluto de la producción sobre todo lo demás, son el cómplice
necesario en la destrucción de los bienes públicos que allana el camino al
proceso de privatización neoliberal.
Pero sin duda ellos no estarán
dispuestos a reconocerlo, a pesar de las evidencias presentadas hasta el
momento. Siempre puede argüirse que el socialismo sí es capaz de incrementar
los bienes privados preservando los públicos, o que puede evitar el proceso de
generación de necesidades superfluas mediante su socialización. Este es el
camino emprendido, realizando un doble salto mortal con tirabuzón, por Vicenç
Navarro, cuando afirma, en el artículo anteriormente reseñado.
Uno de los puntos que
subrayé en aquel libro era que el socialismo tenía que cambiar no solo la
distribución de los recursos, sino la forma y tipo de producción. Y para que
ello ocurriera era fundamental cambiar las relaciones de poder en el mundo de
la producción (con la democratización de la producción, que es distinto a su
estatalización) y cambiar el motor del sistema, de manera que el afán de lucro
se sustituyera por el afán de servicio a las necesidades humanas, definidas
democráticamente.
¡Claro! Las necesidades se
determinarán democráticamente ¿Y qué decidirá el pueblo? ¿Un mercedes y un
chalet con piscina para todos? Al distribuir un bien de lujo entre el conjunto
de la población pierde por completo su valor, ya que deja de tener utilidad en
la carrera por el estatus, y nos obliga a perpetuar esta carrera insostenible
sin saciedad material posible.
Seguramente el pueblo sería más
inteligente que todo eso, creemos firmemente en las virtudes de la democracia,
pero si como plantea Navarro definimos democráticamente las necesidades
humanas, no tiene sentido concluir que el resultado debe implicar un mayor
crecimiento económico. Bien podría ocurrir que una deliberación pública
informada concluyera que hay una forma más realista y alejada del economicismo
imperante de satisfacer las necesidades humanas. En tal caso la apuesta por el
crecimiento se convierte en un apriorismo antidemocrático; incurre en la
contradicción de decirnos cuál debe ser el resultado de tal deliberación. El
problema es que detrás de esa retórica democrática se esconde una teoría de las
necesidades humanas tan deficiente como la enarbolada por la economía ortodoxa
neoliberal.
Una teoría de las necesidades
humanas debería estar basada en fundamentos psicológicos y antropológicos,
prestando mayor atención hacia aspectos cualitativos, no lineales, del
comportamiento individual y de la sociedad. Una teoría que cumple estos requisitos
es la del psicólogo Abraham Maslow sintetizada en la figura superior, otra de
ellas es la del economista Manfred Máx-Neef. La relevancia del planteamiento de
Max-Neef es que establece una taxonomía de necesidades universales, válidas
transculturalmente, siempre y cuando sepamos distinguir entre necesidades,
satisfactores y bienes económicos. Quién mejor lo explica es el propio
economista chileno en su libro Desarrollo
a escala humana:
Se ha creído, tradicionalmente,
que las necesidades humanas tienden a ser infinitas, que están
constantemente cambiando, que varían de una cultura a otra, y que son
diferentes en cada periodo histórico. Nos parece que tales suposiciones
son incorrectas, puesto que son producto de un error conceptual.
El típico error que se comete
en la literatura y análisis acerca de las necesidades humanas es que se
explicita la diferencia fundamental entre lo que son propiamente necesidades y lo que son satisfactores
de esas necesidades. Es indispensable hacer una distinción entre ambos
conceptos, por motivos tanto epistemológicos como metodológicos.
La persona es un ser de
necesidades múltiples e interdependientes. Por ello las necesidades
humanas deben entenderse como un sistema en las que se interrelacionan e
interactúan. Simultaneidades, complementariedades y compensaciones son
características de la dinámica del proceso de satisfacción de
necesidades.
Las necesidades humanas pueden
desagregarse conforme a múltiples criterios, y las ciencias humanas
ofrecen en este sentido una vasta y variada literatura. En este
documento se combinan dos criterios posibles de desagregación: según
categorías existenciales y según categorías axiológicas. Esta
combinación permite operar con una clasificación que incluye, por una
parte, las necesidades de Ser, Tener, Hacer y Estar, y, por la otra, las
necesidades de Subsistencia, Protección, Afecto, Entendimiento,
Participación, Ocio, Creación, Identidad y Libertad. Ambas categorías de
necesidades pueden combinarse con la ayuda de una matriz.
De la clasificación
propuesta se desprende que, por ejemplo, alimentación y abrigo no deben
considerarse como necesidades, sino como satisfactores de la necesidad
fundamental de subsistencia. Del mismo modo, la educación (ya sea formal o
informal), el estudio, la investigación, la estimulación precoz y la meditación
son satisfactores de la necesidad de entendimiento. Los sistemas curativos, la
prevención y los esquemas de salud, en general, son satisfactores de la necesidad
de protección.
Habiendo diferenciado los
conceptos de necesidad y de satisfactor, es posible formular dos postulados
adicionales. Primero: Las necesidades humanas fundamentales son finitas, pocas
y clasificables. Segundo: Las necesidades humanas fundamentales (como las
contenidas en el sistema propuesto) son las mismas en todas las culturas y en
todos los periodos históricos. Lo que cambia, a través del tiempo y de las
culturas, es la manera o los medios utilizados para la satisfacción de las
necesidades.
Una economía centrada en las
necesidades humanas es aquella que tiene por objeto la producción de personas
autónomas, capaces de encontrar los satisfactores más adecuados a sus
necesidades, independientemente de la producción de bienes. Necesitamos
sentirnos atractivos y sentir afecto, no maquillaje, sea esto decidido por el
mercado o “democráticamente”. La democracia entra en escena para asegurar que
nadie es excluido de la satisfacción de las necesidades que pueden ser
cubiertas con bienes (alimentación, techo, abrigo, etc), y para intentar dar a
cada individuo las herramientas necesarias para encontrar los satisfactores
adecuados al resto de sus necesidades, satisfactores que deberían ser
prioritariamente inmateriales (como podemos ver muchos en la tabla anterior:
autoestima, amistades, conciencia crítica, maestros, etc) porque la energía
gastada de forma más eficiente es la que no se gasta de forma innecesaria, y el
proceso productivo que genera menos residuos y consumo de materias primas es el
del bien que no se produce de forma innecesaria.
Tendiendo puentes
¿Podemos encontrar puntos de
confluencia con la izquierda crecentista? Una economía centrada en las
necesidades humanas debería erradicar la pobreza, y reducir significativamente
la desigualdad, ya que ambos problemas, el primero en un grado mayor que el
segundo, son incompatibles con una satisfacción plena de dichas necesidades.
Al mismo tiempo, John Kenneth
Galbraith, nos ha dado la clave del problema de nuestro tiempo, y como resolverlo,
problema fuertemente enraizado en los errores del crecentismo: la supremacia de
los bienes privados, con mercado, sobre los bienes públicos, y el consiguiente
deterioro y desaparición de los segundos.
Un plan para recuperar, en la
medida de lo posible, esos bienes públicos, mediante el trabajo humano, y que
garantice una renta a personas que tienen problemas para satisfacer sus
necesidades básicas, las que dependen de bienes materiales, sería una idea en
la que podríamos confluir.
Así por ejemplo, es
bien sabido que aumentar un 0,4% el contenido de carbono en los suelos
lograría que el balance neto de carbono emitido a la atmósfera se redujese a
cero. El problema es que los suelos nos prestan servicios medioambientales,
como la captura de carbono, que no tienen valor de mercado. Aumentar el carbono
en el suelo no nos hace más ricos, en el sentido en el que habitualmente lo
entendemos, ya que no nos hace disponer de más bienes para consumo privado.
Nuestro sentido de la riqueza es profundamente erróneo. Por el contrario, el
trabajo necesario para realizar esa labor, tendría que ser retribuido, en
parte, mediante la posibilidad de adquirir bienes básicos de consumo como
alimento, techo, abrigo. La situación nos obliga a redistribuir de forma más
generosa algunos bienes de consumo privado, y una forma de legitimar esta
redistribución es el trabajo en la recuperación de los bienes públicos.
¿Aumentaría ello la demanda y por
tanto el tamaño de la economía? No tiene porqué ser así, en la actualidad ya
producimos suficiente cantidad de estos bienes para todos, bastaría con evitar
su derroche o su acaparamiento. En cualquier caso, el decrecimiento no implica,
como algunas veces se expone de forma caricaturesca, un descenso proporcional
de todos los sectores y de la producción de todos los bienes económicos. Por
ejemplo, estamos dispuestos a reconocer que el sector de energías renovables tiene
que crecer, aunque discutimos hasta qué escala es posible ese crecimiento.
Igual que hemos hablado del
carbono en los suelos, podríamos hablar de educación, cuidados, etc. Sin
embargo, no tenemos la misma urgencia en la recuperación de todos los bienes públicos.
La situación de degradación medioambiental requiere medidas urgentes, y para
que se puedan llevar a cabo es necesario librarse del corsé de los errores de
las tesis del crecentismo.