« El capitalismo es una respuesta a nuestras angustias existenciales, al miedo a morir, al sentimiento de finitud. Hay que reconocer que el capitalismo nos hace disfrutar. Pero se trata de un disfrute del “tener”, de la acumulación, del “siempre más”: más riqueza económica, más poder sobre los demás, más poder sobre la naturaleza. Mientras no tengamos otro disolvente para nuestras angustias que el del capitalismo, sólo podremos estar en un combate defensivo. Así pues, la gran apuesta hoy día es la de pasar del disfrute del “tener” al disfrute del “ser”. Es recordar que el ser humano es ante todo un ser social. »
Paul
Ariès
La revolución del ser frente al tener: decrecimiento
El filósofo
y sociólogo esloveno Slavoj Zizek suele ilustrar con una breve
historia el mecanismo psíquico-intuitivo que permite al ser humano
abrazar creencias que contradicen sin ambages sus presuntas certezas.
Así, entre sus habituales espasmos, Zizek explica cómo el Premio
Nobel de Física, Niels Bohr, tenía por costumbre colocar en la
puerta de su casa una herradura de caballo, símbolo, como es sabido,
de la buena suerte. Durante una visita, un amigo le preguntó si
alguien como él, un científico de reconocido prestigio, podía
creer seriamente en la superstición. “Por supuesto que no”,
contestó de inmediato. “Pero, entonces, ¿por qué siempre tienes
una herradura en la entrada?”. “Muy sencillo”, dijo, “porque
la herradura trae suerte incluso cuando no crees en ella”. Zizek
ríe. Con seguridad, la mayoría de nosotros determinará ridícula
y contradictoria la respuesta del científico Bohr, al constatar
su burda tentativa de sortear la razón por cauces impropios de una
mente científica. Y qué duda cabe. ¿Pero no será
contradictorio, al mismo tiempo, que entendamos ridícula
exclusivamente su postura y no otras similares que nosotros también
integramos? Sígannos.
El siglo XX
nos emplaza ante una batalla sin cuartel entre una pluralidad de
lógicas que se contraponen, unas reconstructivas a partir de una
ruptura previa (minoritarias) y otras constructivas a partir de una
continuidad. De un lado, asistimos al declive de los discursos
universales (relatos globales que remiten su base explicativa a
un único referente: la raza, el mercado, una clase social o la
nación), al cuestionamiento de los esencialismos que
alimentaron buena parte del pensamiento decimonónico, a la
deconstrucción de la categoría del “sujeto” como ente
totalizante (desde la muerte de Dios presagiada por Nietzsche hasta
la muerte del hombre sugerida por Foucault), así como a la crítica
del conocimiento como una posibilidad ajena a los juegos del
lenguaje enarbolada por Wittgenstein, quien dirige sus restricciones
lingüísticas hacia una búsqueda necesariamente inconclusa de la
verdad. Por un cauce distinto, afloran los planteamientos
mayoritarios (oficialistas, institucionales, también académicos)
que reivindican una razón omnipresente y la necesidad
imperativa de su expansión. Solo a modo de ejemplo, este enfoque
tendrá una personificación destacada en la Declaración Universal
de los Derechos Humanos, en la forzosa proclamación del fin de las
ideologías, en la asunción de ciertos principios y valores como
fundamentos indubitables de cualquier construcción económica o
social, o en la comprensión de la democracia liberal como sistema
definitivo e inapelable. Aunque este cuadro puede ser controvertido
por simplista, sí es útil para resaltar que vivimos, en
definitiva, dentro de un espacio multipolar y caleidoscópico,
recorrido por un extenso entramado de núcleos ideológicos que se
interrelacionan y donde todo presupuesto cae bajo una luz de
sospecha. Sin embargo, alcanzado este punto, debemos acotar el
alcance de esa tensión que palpita: ¿cabe presumir que esa
desconfianza anega a su paso cualquier postulado posible?
Evidentemente, no.
1. Finitud y
limitaciones de nuestro planeta
Para un
acercamiento al escenario de partida, creemos oportuno plasmar una
evidencia preliminar: la autenticidad de los problemas
medioambientales suscitados por las prácticas humanas parece
estar al margen de cualquier polémica seria. Tanto es así, que
incluso aquellos en principio perjudicados por una hipotética
solución (gobiernos de países con altos niveles de producción y
consumo) promueven cumbres anuales para declarar a través de los
altavoces y las pantallas del mundo que esta vez sí van a encarar
las miserias naturales que ellos y sus representados provocan.
Programa 21, la cumbre de la Tierra de Johannesburgo, la cumbre de
Kyoto o, más recientemente, la de Lima. Los resultados de esta
grotesca teatralización son elocuentes por sí mismos: constancia en
la aceleración del cambio climático, aniquilamiento de especies
animales y vegetales, aumento de la huella ecológica global,
agotamiento de las fuentes de energía no renovables, acidificación
del ecosistema terrestre y marino, saturación de la biosfera, y un
etcétera letal. ¿Estamos en la antesala de una derrota
irreversible?
Aunque habrá
quien reflexione sobre la dificultad que entraña salir vencido de
una batalla a la que ni siquiera te has personado, el desafío
medioambiental se reserva una singularidad: como ocurre en las
batallas contra uno mismo, no afrontarlas de cara no significa
trascenderlas, ni mucho menos eludirlas, sino garantizar un fracaso
integral. Fracaso en su acepción de desastre, de ruina, de
automutilación moral, física y, en último grado, civilizatoria. El
hombre como depredador del planeta, justo cuando creía haber
superado el estadio donde él era lobo de sí mismo: naufragio
rotundo, sin paliativos ni opciones de segunda oportunidad. Aún con
todo, la insensatez en esta materia depara una última paradoja. Lo
genuinamente trágico de este diagnóstico no se deslinda tanto de
sus secuelas objetivas, como de sus causas subjetivas: es un dictamen
condenatorio conocido y asumido por todos. Pero, ¿cómo aprende a
caminar el hombre que ya resbala en el abismo? He aquí la
autoficción. En nuestro pozo de lucidez, rescatamos una entelequia,
una protección quimérica que se nutre de ignorar el abanico de
certezas infranqueables que la niegan. Y a uno le da por pensar que
estamos forjando la herradura de Niels Bohr a escala cósmica.
Zizek reiría de nuevo, ahora más triste. Una mueca de nostalgia
hacia lo que, de seguir esta senda, tarde o temprano dejaremos de
ser.
Aunque el
origen del deterioro medioambiental parece fraguarse en los altos
hornos de la Revolución Industrial, no es hasta el siglo XX cuando
una minoría de conciencias empieza a denunciar la dimensión de este
problema, con un énfasis pronunciado a partir del tercer cuarto de
siglo. Desde los años 50, 60 y 70, científicos, investigadores y
movimientos ecologistas coinciden en subrayar la finitud de nuestro
planeta como límite insoslayable a las prácticas del ser
humano, arropados por datos, pruebas y un sinfín de cifras que así
lo atestiguan. Estas estadísticas han ido mostrando una
pauperización progresiva e intensificada de las condiciones
materiales de nuestro entorno, en una estrecha correlación con
el despliegue de la tecnología, la diversificación del consumo, los
procesos de industrialización, el éxodo rural o el robustecimiento
de la demanda mundial, entre otros. Pero bajemos a la realidad con
algunos ejemplos: desde los tiempos anteriores a la Revolución
Industrial, la concentración atmosférica de dióxido de carbono
se ha incrementado en más de un 30%, observándose en la actualidad
una tendencia claramente ascendente de sus emisiones que, se prevé,
revertirá en un aumento de la temperatura global de entre 2 y 5
grados centígrados; la huella ecológica mundial se ha
situado ya por encima del 1’5, lo que significa que necesitamos la
superficie de un planeta y medio como la Tierra para hacer sostenible
nuestro actual modo de vida o, dicho de otro modo, que nuestro
planeta dedica un año y medio a regenerar lo que la humanidad
consume en doce meses; desde 1986, con la única excepción de 1991,
se han extraído constantemente cantidades de petróleo superiores
a las que se descubría, en paralelo a una demanda desaforada, de
manera que llevamos cerca de treinta años parasitando las rentas del
pasado (Sempere et al. 2008); tan solo un siglo atrás, el 12% de la
superficie terrestre estaba ocupado por selvas tropicales, mientras
que hoy el porcentaje se ha reducido a un exiguo 4-6% (Stihl, 2008);
una de las consecuencias más dramáticas de nuestra negligencia
medioambiental es la creciente escasez de agua en cada vez más
lugares del planeta; la calidad de los océanos, mares y ríos se
ve ininterrumpidamente mermada a causa de las ingentes cantidades de
residuos que generamos y seguidamente vertimos . A pesar de que las
heridas que abren al planeta en canal son múltiples y profundas, la
contemplación de su urgencia tiende a ser neutralizada por la
resignación y la desidia. Para su tragedia, el ser humano desdibuja
las verdades incómodas entre la oscuridad de las cifras.
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