Su aspecto bohemio no engaña. Julio García Camarero (Madrid, 1936) habita entre libros subrayados con vehemencia y lleva una vida espartana, aliñada por su incansable pasión por el cine y la lectura y salpicada por la actualidad. Esta formación humanista se complementa con los diferentes trabajos de campo que ha realizado y que desde hace ocho años refleja en la filosofía del decrecimiento. Sobre esta teoría, versada en la racionalización de la producción y el consumo, ya ha publicado tres libros. Y no deja de hacer talleres y dar charlas tanto en el barrio valenciano donde reside, Russafa, como en ciudades como Roma. Es autor de El crecimiento mata y genera crisis terminal (2009) y El decrecimiento feliz y el desarrollo humano (2010).
En las más de 1.000 páginas que lleva escritas, ha querido hacer un repaso al modo de vida occidental y a las oportunidades que provee la crisis actual. Según el autor, el progreso del conocimiento y la tecnología han provocado la disminución de la necesidad del “trabajo enajenado o asalariado” y han creado un crecimiento “competitivo y egoísta, explotador del hombre y de la naturaleza”. Ante esta amenaza “deshumanizadora e irrespetuosa”, él propone un “decrecimiento feliz”. “Las necesidades humanas para el desarrollo son la subsistencia, el afecto, el entendimiento, la identidad, el ocio, la protección, la participación y la libertad”, explica. Unos valores que se alejan del “consumismo asesino” para abrazar un “consumo responsable y sano”.
Algo que conoce de cerca. Después de varias décadas al frente de la unidad de investigación de la Consejería de Agricultura y de ser uno de los fundadores de la primera asociación ecologista valenciana (la Asociación Valenciana de Iniciativas y Acciones en Defensa del Territorio, Aviat), este ingeniero técnico forestal ha llegado a la conclusión de que la felicidad no está ligada al consumo. “Seríamos más felices si dejáramos de caer en el consumismo, porque contaminaríamos menos, agotaríamos menos recursos, trabajaríamos menos y tendríamos más tiempo para divertirnos y para las relaciones humanas”, señala.
En sus más de 35 años como trabajador del sector público, pudo comprobar los diferentes tipos de sistemas agrarios utilizados en varios países. En una ocasión acudió a Cuba. Allí pasó más de un mes como alumno de la Universidad de la Habana en un pueblo, Guira de Melena, situado cerca de San Antonio de los Baños, a pocos kilómetros de La Habana. “La revolución cubana no se hizo en Sierra Maestra, que fue violenta, sino cuando se inició con la Agroecología”, argumenta. “Pero eso sí, siempre había la misma comida: arroz y frijoles”, sonríe, “aunque los desayunos con frutos tropicales eran exquisitos”.
Esa inquietud por conocer le llevó más tarde, cuando dejó su puesto de trabajo, a emprender varios viajes por el continente sudamericano. De allí se nutrió del material que utiliza en su último libro, El crecimiento mesurado y transitorio del sur, que editó el pasado verano y que cierra la trilogía dedicada al decrecimiento. En este volumen matiza sus pensamientos anteriores adecuándose a la coyuntura de estos países. Unos estados que coloca entre los seis mundos existentes, según su taxonomía. “Hay un Primer Mundo prepotente, solvente y consumista”, aclara, “y otros cinco depauperados, llenos de deudas y poco solventes”. “En los mundos periféricos, donde no hay casi economía, no se puede decrecer. Tendrán que crecer, pero de una forma mesurada, para no caer en los errores del Primer Mundo o de China”, argumenta.
“El crecimiento es la acumulación —por parte de unos pocos— de la riqueza, producida a partir del agotamiento de los recursos del planeta y de la explotación y empobrecimiento de muchas personas”, asegura. Para cada explicación recurre a algún autor o ejemplar. Al final de la conversación se apilan varios volúmenes encima de la mesa de su estudio. En este mismo espacio tiene una copia de bolsillo de la constitución de la república bolivariana de Venezuela, “la misma que enseñaba Hugo Chávez por la tele”.
De aquellos tiempos, apunta, provienen las primeras denominaciones liberales. “A finales del siglo XIX se habló de prosperidad; después, de progreso, que se equipara al productivismo; más adelante, el capitalismo en boca del presidente Truman se introdujo el término de desarrollo; y con el neoliberalismo se habla de crecimiento”. “El lenguaje es importantísimo”, recuerda antes de desgranar sus conclusiones: “Se habla de decrecer como si fuera negativo. Hay un decrecimiento (el de los recortes) que es negativo, pero otro que es positivo”, arranca. “El problema no son los puestos de trabajo sino las horas de trabajo. Si en lugar de tener 40 horas laborales semanales se redujeran a 12, y se repartieran entre todos, todos tendrían trabajo y habría más tiempo para las relaciones humanas. Y se sería más feliz y se contaminaría menos”, concluye.
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