¿Qué es una crisis capitalista?
Veamos en primer lugar lo que no es una crisis capitalista.
1. Que haya 950 millones de hambrientos en todo el mundo, eso no es una crisis capitalista.
2. Que haya 4.750 millones de pobres en todo el mundo, eso no es una crisis capitalista.
3. Que haya 1.000 millones de desempleados en todo el mundo, eso no es una crisis capitalista.
4. Que más del 50% de la población mundial activa esté subempleada o trabaje en precario, eso no es una crisis capitalista.
5. Que el 45% de la población mundial no tenga acceso directo a agua potable, eso no es una crisis capitalista.
6. Que 3.000 millones de personas carezcan de acceso a servicios sanitarios mínimos, eso no es una crisis capitalista.
7. Que 113 millones de niños no tengan
acceso a educación y 875 millones de adultos sigan siendo analfabetos,
eso no es una crisis capitalista.
8. Que 12 millones de niños mueran todos los años a causa de enfermedades curables, eso no es una crisis capitalista.
9. Que 13 millones de personas mueran
cada año en el mundo debido al deterioro del medio ambiente y al cambio
climático, eso no es una crisis capitalista.
10. Que 16.306 especies están en
peligro de extinción, entre ellas la cuarta parte de los mamíferos, no
es una crisis capitalista.
Todo esto ocurría antes de la crisis.
¿Qué es, pues, una crisis capitalista?
¿Cuándo empieza una crisis capitalista?
Hablamos de crisis capitalista cuando
matar de hambre a 950 millones de personas, mantener en la pobreza a
4700 millones, condenar al desempleo o la precariedad al 80% del
planeta, dejar sin agua al 45% de la población mundial y al 50% sin
servicios sanitarios, derretir los polos, denegar auxilio a los niños y
acabar con los árboles y los osos, ya no es suficientemente rentable para 1.000 empresas multinacionales y 2.500.000 de millonarios…
Liberar el cuerpo, liberarse del cuerpo
Todo orden económico y social se proporciona a sí mismo un lugar físico
ideal a través del cual expresa sus valores y sus principios. En la
Grecia clásica ese espacio era la Plaza; en el medioevo cristiano era la
Catedral; en el capitalismo es el Pasillo. Lo que caracteriza al
pasillo es que por él sólo se puede circular y que la circulación misma
convierte todas las cosas en mercancías . En el Pasillo no hay objetos sino imágenes
de objetos. Esas imágenes o mercancías tienen algunos rasgos esenciales
y comunes: no duran lo bastante para que nos conciernan; pueden (deben)
ser reemplazadas por otras enseguida y por lo tanto nunca perecen; no
incluyen ninguna referencia exterior o íntima más allá de su pura y
fugitiva comparecencia en el Pasillo.
Hay toda una tradición legítima de liberación sexual que pasa por la deslegitimación de los objetos o la sublevación contra ellos. Nos negamos a ser tratados como objetos cuando en realidad deberíamos reivindicar, al mismo tiempo, nuestro derecho inalienable a ser tratados como objetos valiosos y frágiles. Pues los seres humanos somos también objetos; es decir, objetos de atención y de cuidado, es decir, cuerpos. Los cuerpos son objetos porque cumplen precisamente todas las condiciones que hemos asociado a su definición. 1. Son interesantes , en el sentido de que -como en el caso del amor- interesan a la mirada y a las manos, frente a las cuales -miradas y manos- se mantienen detenidos o retenidos: sólo se puede acariciar, alimentar o curar un cuerpo inmóvil. 2. Cuentan una historia, la de su propia estancia en el mundo, reflejada en la biografía física que llamamos envejecimiento, o también la de su capacidad para reproducirse: un embarazo, por ejemplo, es un relato más o menos largo que dura en torno a 9 meses, un período demasiado denso si lo medimos en el tiempo del Pasillo. 3. Por mucho que los cuidemos, los atendamos y los reparemos, los cuerpos finalmente son improrrogables e insustituibles: se mueren.
Pues bien, el Pasillo, que ha abolido las cosas, trata también de abolir permanentemente los cuerpos. Podemos pensar, mientras corremos a nuestra vez por el pasadizo, que una cultura que rinde culto a la juventud y al deseo es una cultura que ha liberado los cuerpos. Pero la juventud es solo un estado que no se puede mantener sin renunciar a la madurez; y el deseo es sólo un fluido indiscriminado para el que que todo objeto es en realidad un obstáculo. El Pasillo, poblado de imágenes de inmarcesible juventud, combate sin parar la aparición de los cuerpos, sugiriendo a través de la publicidad -que es publicidad no de un producto o de una marca sino de un régimen de vida y de un orden de clasificación jerárquica del mundo- sugiriendo, digo, la ilusión de un sujeto autodefinido que se proporciona sus propios contenidos y que, por tanto, no es afectado ni desde el interior ni desde el exterior por ninguna fuerza biológica o social: no huele, no enferma, no envejece y no muere. “Mi cuerpo es mío” es una justa, justiciera reclamación frente a la pretensión ajena de dominio, pero al mismo tiempo se trata de un espejismo: mi cuerpo es suyo , del cuerpo, y es también de la sociedad que lo define, lo moldea, lo activa, lo inscribe, en fin, en una determinada red de comparecencias y de ausencias. El Pasillo, negación de las cosas, abolición fracasada de los cuerpos, ofrece toda una serie de adminículos y procedimientos mediante los cuales se alimenta la ilusión de una permanente regeneración del sujeto, a imagen y semejanza no de Dios sino de las mercancías . Si consumes esta marca, si usas esta crema, si vas a este gimnasio, si ingieres estas pastillas, si te operas en este hospital, serás como la mercancía misma: no envejecerás nunca y, aún más, no morirás.
El cuerpo -la comparecencia repentina del cuerpo y sus huellas- es el fracaso del sistema. ¿Dónde aparecen los cuerpos? Contra el muro , el límite inesperado de ese Pasillo que se concibe a sí mismo sin trabas, siempre líquido, en continuo movimiento, perpetuum mobile de pronto interrumpido por un chirrido, por una piedrecita, por la sombra del tiempo. ¿Quienes tienen cuerpo? Los inmigrantes, los pobres, los enfermos, los viejos, los muertos. ¿Merecen por ello cuidados y atenciones o al menos compasión? Al contrario, todo en nuestra sociedad, forjada en los valores del Pasillo, está organizada para que los cuerpos, como las demás cosas , produzcan rechazo o asco y permanezcan, por tanto, lejos de la vista, excusados y ocultos, vergonzosos, pecaminosos, fuente fatal de contaminación en el recinto puro de las mercancías. No es extraño que en nuestras ciudades, cada vez con más frecuencia, sean precisamente los inmigrantes los que cuidan a nuestros enfermos y nuestros viejos. Cuerpos que se ocupan de cuerpos: ese es el sentido más banal y radical del amor, prohibido en nuestro mundo por la emancipación del deseo de toda atadura terrestre.
Liberación del cuerpo puede querer decir dos cosas: el proceso por el cual el capitalismo intenta liberarse de los cuerpos en el Pasillo de las mercancías; y el proceso por el cual el cuerpo recupera un papel central como objeto insuperable (de atenciones y cuidados). Liberarse del cuerpo es reclamar nuestro derecho a ser mercancías; es decir, nuestro derecho, al mismo tiempo, a la inmortalidad propia y a la destrucción de los otros. Frente a esta paradoja fatal, liberar el cuerpo es, al contrario, afirmar el derecho a mirarse, a cuidarse, a vivir un relato, a envejecer sin vergüenza y a morirse sin dramas. Este dilema -entre liberar el cuerpo o liberarse de él- es la más radical e insoslayable decisión política de nuestras vidas.
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El genoma sí, la historia no
El gran filósofo
Giambattista Vico, muerto en 1744, escribió una obra notable, La
ciencia nueva, basada en el
presupuesto teórico de que sólo podemos conocer realmente aquello
que nosotros mismos hacemos y que la verdad, por tanto, es el
resultado de nuestra intervención en el mundo (verum ipsum
factum).
La vertiente reaccionaria de este pensamiento condena al hombre a
fracasar en el conocimiento de la naturaleza, obra divina sólo
cognoscible para Dios, creador de la vida. A cambio, Vico reivindicó
la Historia como la única ciencia humana posible: el hombre hace su
propia historia como un carpintero hace su mesa o un pájaro hace su
nido, de modo que puede penetrar sus leyes hasta el fondo -igual que
Dios penetra el movimiento de los planetas o la mutación de las
células.
El
problema es que hablar de Hombre, como hablar de Dios, es nombrar un
Sujeto inexistente. No es el Hombre sino los hombres -en condiciones
no elegidas por ellos- los que hacen la Historia, que precisamente
por eso se parece menos a un producto que a una cadena de montaje. O
más a una liturgia que a una casa. Los humanos producimos sobre todo
pequeñas ceremonias, las cuales, como las propias cadenas de
montaje, reclaman y proporcionan muy poco conocimiento (y sólo
fragmentario o parcial) y se reproducen sin necesidad alguna de una
verdad consciente. No somos demiurgos de nosotros mismos sino mitad
cocineros y mitad enfermeros. Y por eso, al contrario de lo que
pensaba Vico, para los humanos es mucho más opaca la Historia que el
código genético.
Lo
más parecido a un producto en la historia humana es el pasado, que
es en realidad nuestro presente: todo lo que nos rodea, las mesas,
las cazuelas, las casas, incluso el último modelo de ipod, tiene
ya, cuando lo vemos o lo tocamos, algunos minutos o días o años de
existencia. La rapidez con que se suceden las mercancías nuevas sólo
sirve para aumentar el número de cosas antiquísimas y la velocidad
con que se vuelven viejas. En medio de todo eso, mientras repetimos
nuestras pequeñas ceremonias de supervivencia, el futuro viene hacia
nosotros como un tren de carga que choca contra nuestras narices, con
un estruendosísimo silencio, sin que notemos nada. No hacemos la
historia; repetimos nuestras costumbres o luchamos contra ellas sobre
un fondo de inestabilidad permanente, pero nunca tan aparatoso como
para percibir o conocer sus efectos, salvo cuando ya se han
monumentalizado a nuestras espaldas: la caída de Constantinopla, la
toma de la Bastilla, la destrucción del muro de Berlín.
No
es muy grave porque pocas veces “ocurren” realmente cosas en la
historia. No la hacemos nosotros; estamos alojados en ella. Pero por
eso mismo cuando de pronto tenemos que hacerla no sabemos qué está
pasando ni cómo moldearla. Seguimos enroscando nuestra tuerquita;
seguimos cambiando las flores en la tumba del abuelo.
Pues
eso. El mundo árabe se levanta a destiempo pidiendo democracia
cuando sólo puede obtener pólvora e incienso; EEUU pierde poder muy
deprisa mientras Europa se hace jirones de vuelta al paleolítico;
América Latina y su socialismo del siglo XXI son ya viejos para el
siglo XXII en el que estamos entrando; nuevas potencias emergentes
devuelven el mundo a 1930, pero sin ninguna idea o ilusión de
emancipación; el fracaso del capitalismo, en un contexto tecnológico
inmanejable y con una crisis ecológica funeraria, nos encuentra
desprovistos de caricias y de azadones. Todo lo que está pasando,
aquí y allá, hay que inscribirlo en un gigantesco
proceso de des-re-composición a nivel mundial, del que puede
derivarse la debacle o -menos probable- un mundo más sensato, pero
incluso en el mejor de los casos no será sin mucho dolor y muchas
renuncias. Lo más difícil es comprender "un giro epocal"
cuando se está completamente sumergido en la época que se está
dejando atrás. Ese es un salto que sólo puede dar la imaginación,
con un bordón ciego de ideas tocando las paredes, y sin ninguna
seguridad, por tanto, de estar diciendo algo fundado o razonable.
Creo que eso es lo que da la medida de la profundidad de los cambios
que se están produciendo: que podemos imaginarlos, pero no
pensarlos. Mientras conocemos, como Dios, el genoma humano, somos
incapaces de pensar los mercados financieros o de entender a los
sirios; y nos limitamos a imaginar en nuestro rincón otro mundo
posible que no podemos construir o un vistoso apocalipsis que no
podemos evitar.
Me encanta la primera parte de este articulo, cuanta razon.
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