Die off según Oldivai Theory, from peakoildebunked.blogspot.com
Colapso energético y financiero: algo más que una crisis “NINJA”
Por Pedro Prieto *
Edición de Manuel Talens **
Cuando la crisis financiera comenzó a aparecer el año pasado (2008), muchos atribuyeron las causas a las hipotecas “basura” o subprime. Otros tuvieron mucho éxito contado en Internet, de forma muy graciosa y desenvuelta, que la razón fundamental de esta crisis financiera (nadie, en los principales medios de difusión, ha reconocido aún una grave crisis energética) era que se habían concedido créditos a los “NINJAs” (sigla sajona que se refiere a las personas con No Income, No Jobs, No Assets, esto es, a personas sin ingresos estables, trabajo ni bienes que pudiesen garantizar la operación de crédito).
Uno de ellos es Leopoldo Abadía, un ingeniero industrial español que imparte clases en la escuela de posgrado IESE, de la Universidad de Navarra, vivero de economistas neoclásicos y directivos de altos vuelos que no vieron llegar la crisis (tampoco él, claro). Abadía se ha hecho enormemente famoso y ha sido entrevistado por todos los medios de masas, en los que explica, con un gracejo indiscutible, cómo tuvo lugar esta crisis financiera. El sistema no parece tenerle temor: lo ha subsumido en su discurso. Y la verdad es que Abadía no miente: dice la verdad, aunque no toda la verdad.
Porque ninguno de los grandes medios —que aceptan sin rechistar sus jocosas explicaciones de cómo los bancos, a empezar por los del Tío Sam, se apuntaron de repente a prestar grandes sumas al pobre negro que estaba sentado a la puerta de una chabola sin tener en cuenta su solvencia—, se ha preguntado el porqué de tan temeraria decisión por parte de unas instituciones que llevaban muchas décadas, si no siglos, prestando dinero con cuentagotas únicamente a quienes podían devolverlo.
¿Cómo es posible que, de repente, a todos ellos les entrase un furor prestamista que tenía como beneficiarios a individuos o sociedades tan poco fiables? ¿Y qué decir de las autoridades supervisoras, que callaron y contribuyeron a ocultar este desaguisado, saltándose las más elementales buenas prácticas bancarias de toda la vida?
Este artículo intenta explicar lo que ni Abadía ni las entidades a las que critica —y ellas se lo toleran— quieren decirnos.
El trueque
En el principio fue el trueque. Se basaba en el intercambio de esfuerzos humanos equivalentes, lo cual era, de hecho, una forma muy directa, sencilla y fácilmente medible del gasto energético muscular, cuando nuestros antepasados producían con sus manos la mayor parte de los bienes y con ellas prestaban los servicios más elementales. Era una forma de comercio bastante justo.
Si un sillero necesitaba seis horas de trabajo para hacer una silla y un granjero de su pueblo necesitaba seis horas para producir una cesta de huevos, una silla se podía razonablemente cambiar por una cesta de huevos. Era un principio inmediato, racional y simple, además de justo.
Claro está, tenía el inconveniente de que limitaba el intercambio de bienes por encima de ciertas cantidades y dificultaba intercambios a grandes distancias.
El oro como mecanismo de mediación
Hace ya miles de años que el oro vino a resolver el problema. Su escasez natural concentraba en un peso y volumen muy pequeños las muchas horas de esfuerzo humano utilizadas en su búsqueda.
Además, era dúctil, maleable, también muy inalterable (no se oxidaba), divisible en cantidades muy pequeñas y fácilmente transportable. Se podían acuñar monedas con él. El oro facilitó mucho el intercambio de bienes y el comercio a mayores distancias.
El oro pasó a representar metafóricamente el resultado del esfuerzo humano como forma medible de la energía utilizada para obtenerlo.
El papel moneda
Marco Polo trajo el papel moneda de China a Europa y, de ahí, al resto del mundo.
El papel moneda representaba, con una firma de autoridad, una determinada cantidad de oro, depositada por el perceptor del papel moneda en un depósito conocido, seguro y fiable para toda una importante y estable comunidad, que el depositario se obligaba a devolver al portador de dicho papel por la cantidad en él expresada, contra su simple presentación y entrega. Era ésta una metáfora de la metáfora: el oro representaba el esfuerzo humano y el papel moneda representaba al oro. Y tanto uno como el otro seguían correspondiendo, de forma medible, a bienes físicos o servicios calculables, es decir, a esfuerzos humanos equivalentes (en el fondo, al coste energético de haberlos producido o prestado).
Durante siglos, el papel moneda fue una forma bastante fiable y precisa, además de muy eficiente, de transportar grandes valores con pequeño peso y volumen y menor riesgo de robo que el oro, por su mayor trazabilidad.
Con el papel moneda en vigor aún existía un estrecho vínculo y una relación biunívoca entre el mundo físico (los bienes producidos y los servicios prestados, más o menos medibles en horas de esfuerzo humano) y el mundo dinerario que lo representaba. Y ello a pesar de los abusos de los de siempre y algunas bancarrotas del sistema por guerras o colapsos regionales, nunca globales.
En 1971 Nixon rompió unilateralmente el Acuerdo de Bretton Woods, que los principales países del mundo, poseedores de reservas de oro en sus bancos nacionales, habían firmado en 1944, en los días postreros de la Segunda Guerra Mundial.
Bretton Woods había sido el ultimo intento de mantener el oro como mecanismo o dispositivo estándar de intercambios que representaba todavía esfuerzos humanos equivalentes (consumos de energía humana, animal o mecánica, que siempre tenían al hombre detrás; esfuerzo humano, en suma) para producir determinadas unidades de bienes y prestar servicios medibles en el mundo físico.
Hubo países que, durante la guerra y por causa de fuerza mayor, violaron claramente el principio de imprimir sólo billetes que tuviesen el respaldo del oro depositado en sus reservas nacionales y que no pudieron evitar el colapso de sus sociedades.
Y fue así, cuando Nixon eliminó el Acuerdo de Bretton Woods, como el dólar estadounidense, por la fuerza de los hechos y apoyado por el poder militar que dibujó el famoso “área del dólar”, se convirtió en el principal sistema de referencia para los intercambios de bienes del mundo físico, abandonando para siempre la metáfora áurea. Las actividades humanas quedaron a la merced de la vara de medir del billete verde y de la decisión de sus autoridades para imprimirlo en mayor o menor cantidad.
Y aquí vino el creciente divorcio entre el mundo físico, siempre necesariamente representado por esfuerzos humanos equivalentes, embebidos en los bienes producidos para la sociedad y los servicios prestados, generalmente, en relación con ellos y el mundo financiero. Los billetes ya no tenían por qué representar bienes medibles.
El profesor Albert Bartlett, de la Universidad de Colorado, resume de forma muy elegante la situación a que obliga cualquier actividad exponencial como el crédito con intereses: “La mayor falencia del ser humano es nuestra incapacidad para entender la función exponencial“.
En este punto, deberíamos preguntarnos: ¿Y por qué este sistema, sin el control que imponía el oro, ha venido funcionando hasta ahora aparentemente bien?
Un modelo matemático
Tomemos una visión puramente matemática de dos diferentes tipos de crecimiento. Si suponemos, por ejemplo, que la producción de bienes materiales o mercancías y de los servicios conexos crece a un ritmo de un 3% anual porque la disponibilidad de energía suficiente para transformar la naturaleza está disponible y también va en aumento; y si suponemos que los servicios financieros crecen a un 8,5% anual durante un período que aleatoriamente fijaremos en 50 años, observamos lo siguiente:
El interés bancario: una visión religiosa
Las llamadas religiones del libro se opusieron inicialmente a la idea de prestar dinero con intereses. Ello era un claro reconocimiento de que el interés bancario es el principal motor que obliga a los seres humanos a un crecimiento continuo y exponencial, es decir, a una transformación de la naturaleza.
La postura oficial de la Iglesia católica, hasta finales del siglo XVII, se podría resumir en esta frase de Santo Tomás de Aquino: “Pecunia pecuniam parere non potest”, esto es, el dinero no puede parir dinero. El interés bancario era uno de los pecados condenados severamente por la Inquisición, que consideraba usura incluso tipos de interés que hasta ayer moverían a risa, aunque hoy, curiosamente, mueven a gran preocupación, ahora que los interbancarios están al 1%.
Unos 800.000 judíos tuvieron que abandonar España en 1492. Dado que no podían poseer tierras o propiedades, se habían especializado en el comercio y los servicios bancarios o financieros. Algunos de ellos habían tomado gran control de las finanzas de España y estaban de alguna forma tolerados, pues a veces sus préstamos venían bien a los poderes medievales para organizar empresas y aventuras o profundizar en más conquistas. Según la Torá, los judíos pueden prestar dinero con intereses a los gentiles, pero no a otros judíos. Desde luego, eran ya conscientes del efecto deletéreo de la obligación de devolver el principal con intereses para quien toma el crédito.
El Corán también prohíbe a los musulmanes que presten dinero con interés.
No obstante, algunos —sobre todo los afablemente denominados “musulmanes conservadores” en Occidente, no los “musulmanes radicales o fundamentalistas”— han encontrado también fórmulas para sortear el mandato islámico mediante diversos “artificios contables”.
Pero hasta los católicos terminaron por admitir e interiorizar el préstamo bancario con intereses, de tal manera que, mutatis mutandis, incluso han cambiado subrepticiamente el Padrenuestro, la bimilenaria oración por excelencia de los cristianos,
Padre nuestro que estas en los Cielos,
Santificado sea tu Nombre,
venga a nosotros tu Reino,
Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el Cielo.
El pan nuestro de cada día dánoslo hoy
y perdónanos nuestras deudas
así como nosotros perdonamos a nuestros deudores
y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal,
por esta otra formula, mucho mejor adaptada para que los grandes
banqueros puedan conciliar su trabajo con la comunión:
Padre nuestro que estás en el Cielo,
santificado sea tu nombre,
venga a nosotros tu Reino,
hágase tu voluntad en la Tierra como en el Cielo,
danos hoy nuestro pan de cada día,
y perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden,
no nos dejes caer en tentación
y líbranos del mal.
Un modelo euclidiano para dos mundos en divorcio
Las equivalencias entre triángulos rectángulos se conocen desde hace milenios. Una tableta de arcilla con inscripciones cuneiformes, correspondiente al periodo babilónico antiguo (1800 a.C.), encontrada en Tell Harmal, cerca de lo que hoy es Bagdad, en Iraq, describe un teorema igual que uno de los formulados por Euclides, pero unos 1500 años antes que él.
Si el crédito es la cantidad de dinero que alguien toma y debe a otra persona física o jurídica y el prestamista adquiere con él el derecho a recibir de vuelta dicho capital, pero con intereses, en función del tiempo a que se presta; y si el interés es la obligación, diferida en el tiempo, de devolver más dinero que el tomado prestado; y si el dinero es, o debe ser, una equivalencia de los bienes o mercancías producidos y existentes y servicios prestados en una sociedad, esto es, esfuerzo humano equivalente (y al final, la energía que ese esfuerzo comporta), podemos ver, con una perspectiva euclidiana, que el producto financiero necesita cada vez más tiempo para alcanzar a la realidad física con la que se debería corresponder.
Por lo tanto, si en un momento X1, mediante la toma de un crédito por un capital Y1 (que debería corresponder a bienes o mercancías por ese preciso valor), se alcanza la convención, en ese preciso momento, de que el capital que hay que devolver en el periodo X2-X1, será una cantidad Y2 (capital más intereses, siempre superior a Y1), entonces la diferencia entre el mundo financiero o dinerario y el mundo físico se irá acrecentando; ese abismo se irá haciendo cada vez más insondable a medida que pase el tiempo, sobre todo, si el capital Y2, creado por convención en el momento X1, puede volver a entrar en los circuitos financieros para “realizar más trabajo”.
Esta ficción o falacia se puede ir sosteniendo en el tiempo, incluso si la línea roja ascendente del crecimiento del valor monetario o financiero asciende más alto que la línea azul del crecimiento de la producción de bienes o mercancías o servicios medibles, mientras se intuya —o adivine— que el capital Y2 podrá hacerse corresponder con bienes o mercancías físicas cuando llegue el momento X2, porque se intuye que el aumento de la producción de bienes seguirá también existiendo, aunque con una línea ascendente menos inclinada.
Claro está, lo que sucede invariablemente es que los tiempos de amortización de la masa monetaria prestada con intereses o los valores financieros puestos a “producir” con ciertos “rendimientos” se van prolongando cada vez más.
Visiones miopes del mundo
Aunque el producto interior bruto (PIB) mida de forma imprecisa los bienes o mercancías producidos y los servicios medibles prestados (por ejemplo, el negocio armamentista hace crecer el PIB; los accidentes de tráfico también), este índice no deja de ser el método más reutilizado por el mundo económico actual para valorar estos bienes y servicios.
Podemos comparar, por lo tanto, la evolución del crecimiento del mundo físico, que incluso si ha sido espectacular palidece ante determinados crecimientos de valores financieros desde que Nixon rompió con el patrón oro.
Fuentes:
para el crecimiento del PIB mundial y para el índice Dow-Jones.
Ahora, añadamos algunas otras variables vinculadas —del mundo físico, el real, también desde el año 1970— tales como la evolución de la producción mundial de petróleo hasta la actualidad y las previsiones según los geólogos de la ASPO y la evolución de la producción de energía primaria en el mundo.
La energía disponible es un indicador fiel del crecimiento económico y material, de la capacidad de transformar la naturaleza.
Para ello, partiremos en cada tipo de medida de un índice 100 en 1970.
Así que, mientras veíamos que había crecimiento del mundo físico (el PIB mundial) porque existía el requisito previo e imprescindible para ello, que era un crecimiento paralelo de la disponibilidad de energía primaria y especialmente de petróleo (la forma de energía más poderosa y versátil en nuestra sociedad moderna, de la que depende más del 98% del transporte mundial), no había problema: el mundo podía crecer más desde el punto de vista financiero que físicamente.
Todo era cuestión de aplazar en el tiempo la posibilidad de alcanzar los bienes físicos teóricamente equivalentes, unos años más adelante, con la propiedad dineraria o financiera que teóricamente se tenía hoy. Y así nos fuimos engañando una buena cantidad de años, llegando a creer que, efectivamente, el dinero podía parir dinero. Y que ese dinero, en caso de necesidad, podría “materializarse” o intercambiarse con el mundo físico, que también crecía, aunque más despacio. Era una simple cuestión de tiempo.
Y fue así como los créditos, que inicialmente se ofrecían a plazos de entre 5 y 10 años, tuvieron que ir ampliándose en plazo a 15 o 20 años y, por último, llegaron a un punto en el que tenían que ofrecerse a 50 años, como llegó a suceder en EEUU, o incluso más, como llegó a suceder en Japón.
Y con esos plazos disparatados, más largos que lo que una vida humana laboral parece hacer razonable, empezó a aparecer la desconfianza en que la masa monetaria, que se había multiplicado tan raudamente, pudiese cambiarse de forma efectiva por bienes o mercancías del mundo real.
Uno se podría preguntar entonces: ¿Por qué esa brecha creciente entre el mundo monetario y el mundo físico ha funcionado bien —en apariencia— en estas últimas décadas de robusto crecimiento? Hay varias razones posibles; a saber: la fe en el crecimiento infinito, que se había cumplido en el último siglo de forma espectacular y había calado muy hondo en la cultura dominante, y también el progresivo aumento de los plazos de amortización de principal e intereses, que permitían, en frase futbolística argentina, “patear la pelota hacia delante” y cargar al futuro los derroches del presente.
Además, el sistema puede seguir funcionando perfectamente mientras los poseedores de papel moneda o valores financieros en cualquier momento Xn no intenten convertir simultáneamente los valores Yn+1 de la línea roja en valores físicos Yn de la línea azul.
Un comportamiento gregario
Así que el sistema va funcionando mientras los poseedores del papel moneda (los cortesanos y hasta el propio Emperador, del conocido cuento El traje nuevo del Emperador, de Hans Christian Andersen) sigan en el engaño general, haciendo como que creen —hábilmente inducidos por los sastres estafadores— que el traje nuevo que le están confeccionando es de una transparencia maravillosa y tan ligero como una tela de araña, cuando en realidad el emperador va en cueros y el traje no existe.
Muchos se preguntan dónde estará el dinero que Madoff hizo primero aparecer, luego multiplicarse de forma prodigiosa y, por último, desaparecer. O el que han evaporado los grandes bancos, primero estadounidenses y luego mundiales. Se niegan a creer que esas fabulosas cantidades de masa monetaria no fuesen otra cosa que pura ficción. En realidad, ese dinero es humo: la agigantada diferencia, el creciente hueco abismal entre la línea roja de los valores monetarios y financieros y la línea azul del crecimiento del mundo físico, de los bienes y mercancías, de los servicios del mundo real.
Pero a la creciente desconfianza de unos plazos de amortización de deudas ya muy poco creíbles por excesivamente largos se añadió, como por ensalmo, una de las verdades geológicas mejor guardadas en este mundo posmoderno: la llegada al cenit (pico) de la producción mundial de petróleo.
El petróleo, la savia de la sociedad moderna, la sangre de los dinosaurios que moviliza nuestra sociedad y ha transformado la naturaleza hasta extremos inconcebibles, se acaba.
Y en cuanto los primeros tiburones financieros llegaron a atisbar algo que consideraban imposible, que el petróleo, el combustible que mueve y transforma el mundo, pudiera llegar a su cenit para luego declinar de forma irreversible —tal como se aprecia en la figura 4—, cundió el pánico, porque sin petróleo el sistema se colapsará de forma repentina.
Bastó con que el primer tiburón se lanzase ávidamente a cambiar sus billetes “sin fondos” por “mundo físico” para los demás, siguiendo el comportamiento gregario que caracteriza al mercado, intentasen hacer lo mismo. La crisis futura estaba servida. Cuanto más escaso sea el petróleo menos crecimiento económico habrá y, entonces, no existirá posibilidad alguna de que el valor monetario pueda equivaler, nunca jamás, con el valor del mundo físico.
¿Y hacia dónde se dirigieron los tiburones financieros en primer lugar para “materializar” sus billetes antes que nadie? Pues, lógicamente, a los bienes físicos menos prescindibles. Así, el año 2008 fue testigo de una sacudida del precio del petróleo que alcanzó casi los 150 dólares el barril. Y el otro gran recurso material imprescindible fueron los alimentos, que llegaron a subir del orden del 50% en pocos meses. Y aquí es donde el gigante mostró sus pies de barro: no había suficientes mundos físicos para “materializar” todo el papel moneda, todos los valores financieros existentes. Y el sistema financiero mundial empezó a tambalearse y mostró impúdicamente su desnudez.
El niño inocente de El traje nuevo del Emperador, que ve pasar la gran procesión con el emperador al frente y en cueros, seguido de toda una corte que hace como que le lleva el traje en volandas y con un pueblo que sigue por miedo o costumbre gritando alabanza al nuevo e inexistente traje, grita de repente: “¡Pero si va desnudo!”. Y es entonces cuando todo el pueblo grita al unísono que, efectivamente, va desnudo.
Sin embargo el Emperador, igual en el cuento que en la realidad, sigue como si nada sucediese y todos los cortesanos de la procesión también siguen impertérritos, hasta acabar la misma con gran pompa y altivez. Ése y no otro es el comportamiento de nuestra clase dirigente y su cohorte de financieros y asesores ante el problema: hacen como si esto fuese coyuntural y no estructural. O dicen que es estructural, pero aplican medidas coyunturales.
Por eso los sastres estafadores, es decir, la mayoría de nuestros asesores, comentaristas y expertos, que trabajan para el Emperador/clase política al servicio del gran poder financiero, siguen insistiendo en que esto es una cuestión de confianza, en que la gente tiene que seguir confiando en el sistema, en el mejor estilo de Don Vito Corleone, quien exigía lo mismo a sus pupilos: una cuestión de confianza, un acto de fe.
No les importa que Leopoldo Abadía haga chistes con las subprimes o ponga de vuelta de hoja a las entidades “serias” que debían haber fiscalizado a los bancos para que no prestaran el dinero que les salía ya por las orejas.
Aceptan cualquier cosa, excepto que alguna mente inocente, que no esté en el monstruoso engaño, pueda gritar que la verdadera raíz del problema no estriba en que se haya prestado a pobres sin recursos, sino en el interés bancario mismo: pecunia pecuniam parere non potest. El interés bancario, de momento, es innegociable, irrenunciable como fundamento de nuestra sociedad consumista, incluso aunque en estos momentos se esté acercando asintóticamente a cero. ¡Qué curioso!
Lo que nos espera es relativamente predecible: tendremos que volver a igualar los valores monetarios y financieros de la línea roja con los de los bienes y mercancías de la línea azul. En opinión de Noam Chomsky, nueve de cada diez unidades monetarias que circulan en los mercados financieros no tiene relación alguna con los bienes y mercancías que circulan por los mercados reales.
Sin embargo, no debe menospreciarse el poder del Emperador y de su corte para seguir sosteniendo la falacia.
¿Cortinas de humo o de CO2?
Ante el tremendo panorama de un mundo cuya naturaleza tardó cientos de millones de años en acumular la energía fósil y que nuestra sociedad industrial y capitalista va a evaporar en tan sólo estos últimos doscientos años, la mayoría de las posturas políticas y empresariales adoptadas cualquier cosa menos racionales.
El ser humano ha sabido vivir dos millones de años sobre sus dos piernas, sin apenas alterar el medio y sabiendo sobrevivir como especie, dejando el legado del capital natural intacto a sus sucesores, durante miles de generaciones.
Mientras hizo esto, no se planteaba “ser sostenible”; sencillamente lo era, porque vivía de la biosfera, esa delgada capa que existe desde un par de metros de profundidad de su suelo fértil y la biomasa y recursos que hay en la superficie de la Tierra. La sostenibilidad sobre el planeta exige una forma de vida adaptada a las dos dimensiones de su superficie.
Hoy, la humanidad vive de consumir un 85% de la energía de la litosfera (carbón, petróleo, gas y uranio), esto es, de la tercera dimensión planetaria, de las entrañas de la Tierra, de las cuales extrae cada año el equivalente a más de 10.000 millones de toneladas de petróleo equivalente (TPE).
Apenas un 15% del consumo mundial restante (menos de 2.000 millones de TPE) se basa de los recursos de la biosfera (generación hidroeléctrica y quema de biomasa), pero incluso en ese porcentaje el ritmo del consumo es superior al de la reposición natural de esos elementos, lo cual es contrario al concepto de “sostenibilidad” (si un bosque se tala, deja de ser sostenible; si se poda con una frecuencia que excede a la capacidad de la naturaleza para renovar las ramas, también).
Y, nunca tanto como hoy en día, nos pasamos la vida hablando de “sostenibilidad”, pero ignorando los principios básicos de este concepto elemental.
En el último siglo hemos multiplicado por seis la población humana y el consumo de energía. En los últimos cinco siglos hemos acabado con la mitad de los bosques del planeta, que desaparecen a un ritmo neto de, al menos, el 1% anual.
El promedio mundial del consumo energético per cápita gira en torno a los 2.200 vatios en forma de potencia equivalente, con carácter permanente.
Como si cada habitante de este poblado mundo llevase colgados a las espaldas dos radiadores eléctricos de mil vatios cada uno. O se comportase cada uno como 22 monos desnudos. Sin embargo, en algunas naciones privilegiadas y entre los grupos dirigentes de otros muchos países ha alcanzado los 12.000 vatios per capita.
Lo sorprendente es que todavía nos creamos que con este modelo que nos hemos dado, que además es injusto y muy mal redistribuido, todavía podemos evitar el calentamiento global, con sólo desenchufar el cargador del móvil por las noches, comprarnos un coche híbrido y algunos ajustes cosmético-energéticos más, siguiendo las enseñanzas del profeta Al Gore. No es con cataplasmas como se resuelve este dilema, sino con una enmienda a la totalidad.
Hemos envenenado y obstruido los grandes ríos del planeta y canalizado y secado muchos de los ríos medianos y pequeños; los desiertos crecen por nuestra actividad. Hemos envenenado y seguimos envenenando el agua del mar, arrojando toda suerte de residuos.
Hemos ocupado el 10% de la superficie de todos los continentes para cultivos agrícolas, para alimentación humana y animal. Para satisfacer nuestras necesidades agrícolas, ganaderas, residenciales e industriales, consumimos 4.000 Km3 de agua dulce de los 9.000 Km3 que existen en el planeta, accesibles al ser humano. Salinizamos y agotamos la capa fértil de la tierra, sin darle descanso, y esquivamos este expolio arrojando millones de toneladas de productos fertilizantes de síntesis y pesticidas de todo tipo, para mantener y aumentar las producciones, que se ven como negocio, más que como necesidad.
Y, además, como consecuencia de esa brutal quema de unos 9.500 millones de TPE cada año de combustibles fósiles, se lanzan inevitablemente a la atmósfera, cada año, unos 30.000 millones de toneladas de CO2 (directísima e incontestable relación causa-efecto), que parece ser la única cosa que hoy preocupa a muchos, pero además, también enormes cantidades de metano, que es 21 veces más potente como gas de efecto invernadero que el CO2.
Y emitimos también millones de toneladas de gases en forma de óxidos nitrosos y nítricos y anhídridos sulfurosos, que provocan lluvias ácidas. Emitimos gases cloro-fluor-carbonados y al quemar nuestros propios y cada vez más voluminosos residuos emitimos los muy venenosos furanos y las tremendas dioxinas.
Estando el mundo entero en una situación tan crítica de agotamiento por tantas y tan diversas causas, todas ellas relacionadas muy directamente con el accionar humano del mundo industrial y capitalista en desarrollo exigidamente continuo, resulta extremadamente raro que los grandes medios se hayan centrado en uno solo de estos efectos, el de las emisiones de CO2, ignorando o dejando de lado, o en un segundo plano, todos los demás.
La principal razón pública para ello, es que estas emisiones pueden tener efectos devastadores y no lineales (es decir, multiplicadores de sus efectos directos negativos) sobre el clima de la Tierra y la vida que la puebla. Alguna razón sobre este asunto está desarrollada en “La importancia de la diezmilésima parte”:
Pero, sin restar un ápice de importancia a los devastadores efectos que la emisión de 30.000 millones de toneladas de CO2 pueda tener sobre el clima del planeta, a algunos les da la impresión de que esto puede ser una cortina de humo en el doble sentido de la palabra, que evite plantearse las causas originales (la quema de combustibles fósiles, que mantienen el sistema y modelo de vida, sobre todo de las naciones más industrializadas y desarrolladas) y, desde luego, que evite ver en profundidad y analizar el problema del agotamiento gradual, pasado su cenit o pico máximo de producción, de los combustibles fósiles.
Aquí expongo algunas reflexiones sobre este singular interés, también subsumido por el poder, que están más desarrolladas en el artículo “Bali o cómo vestir de seda a la mona” (Pedro Prieto, 2007), sobre la curiosa relación entre los famosos y publicitados objetivos de reducción de emisiones y el escondido o ignorado declive de la producción mundial de petróleo.
Siempre resulta ilustrativo ver en el gráfico 5, de aquí abajo, cómo se hace hincapié en corregir el efecto de las emisiones de uno de los gases de efecto invernadero, sin mencionar o proponerse corregir las causas pero, qué curioso, haciendo coincidir bastante bien los objetivos de reducción con la reducción real que habrá por agotamiento del sistema productivo y de extracción acelerada del recurso. O se trata de un traje de seda para vestir a la mona o bien es una excelente cortina de humo, que resulta difícil no considerar intencionada.
También resulta extremadamente curioso observar cómo los grandes poderes económicos mundiales han adaptado y asumido perfectamente como propia esta estrategia de “lucha contra el cambio climático”, al tiempo que mantienen (o procuran mantener) intactas las verdaderas causas conocidas del problema —la quema de combustibles fósiles, que sustenta su insostenible modo de vida— y se niegan a pensar que puedan dejar de seguir creciendo para alimentar su espiral de crecimiento infinito.
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En efecto, vemos cómo cuando la realidad geológica (o el colapso que su reflejo financiero está teniendo) hacen prever que la caída del aprovisionamiento de petróleo o energético (y, por ende, de la actividad económica) sea más acusada de lo previsto, curiosamente, los movimientos ecologistas y los gobiernos desarrollados plantean objetivos “más agresivos” de reducción, que vienen a coincidir con ese declive del flujo energético a la sociedad, que tan pudorosamente se oculta. El objetivo de la próxima cumbre mundial de Copenhague va ajustándose mucho mejor, sin necesidad de hablar de declive de la producción petrolífera, que es lo que espanta al sistema.
Siendo la quema de combustibles fósiles la causa fundamental de estas emisiones, y sin negar los posibles efectos catastróficos sobre el clima del planeta o sobre el calentamiento global, lo que sorprende es la anuencia tan tremenda entre los científicos del IPCC con las predicciones siempre alcistas de la producción de combustibles fósiles, que hacen las grandes instituciones energéticas (AIE, IEA, USGS, etc.).
También coinciden en esto con algunas grandes multinacionales de la energía, que pronostican crecimientos de consumo sin límite, seguramente para reforzar la idea de que el crecimiento económico sostenido (que no sostenible para el planeta) sigue siendo posible en un horizonte de un siglo.
Pero no coinciden, en absoluto con las últimas realidades geológicas, que incluso algunos de los grandes de la energía están empezando a reconocer (Fatih Birol, economista jefe de la AIE, Total, etc.).
Y uno se llega a plantear que presentar la crisis con un gas, producto de la quema de combustibles, para pedir que se emita menos, es seguramente una forma más hábil, aunque más indirecta, que reconocer que el flujo de combustibles va a empezar a disminuir por agotamiento.
Si, por ejemplo, el cabeza de familia de una oronda y consumista familia occidental intuye que va a tener problemas para seguir manteniendo su ritmo de consumo, porque se les están agotando las fuentes de ingresos, puede optar por comunicarlo de dos formas:
1. Decir simple y llanamente a su familia: este modelo se está agotando y a partir de ahora cada vez tendremos que consumir menos e ir apretándonos el cinturón de forma irreversible. Se acabó lo que se daba. The Party’s Over (Richard Heinberg). Esta es la exposición habitual del modelo ASPO, cruda y sin vuelta de hoja. O bien, plantearlo de esta forma:
2. Dirigirse a la familia y proponerle que debería reconocer que estamos todos muy gordos y que eso es malo para la salud (la presentación del cambio climático y el calentamiento global, por ejemplo). Y que dado que hay muchos centros de salud corporal y fitness, sugerir que nos pongamos en sus manos, para que ellos nos quiten esos kilos que nos sobran, por nuestro bien. Pagando, por supuesto, lo mismo que pagamos por nuestro engorde previo, porque así es el sistema: hay que pagar por todo. Claro está, nos van a sugerir que comamos menos, que hagamos régimen y demás cosas, pero terminaremos por estar en forma. Es algo duro, como todo régimen, pero por una buena causa. Método de la economía neoclásica, que no tiene que confesar el fin del modelo ni la responsabilidad moral de haber engordado de esa forma tan onerosa para el resto de los famélicos y hambreados de la Tierra, de haber vivido acaparando la mayoría de los bienes del resto de los humanos y realizando intercambios desiguales, brutales e inmorales.
Un método infalible para no tener que reconocer que nos zampamos toda la tarta sin pensar ni en los demás ni en nuestros hijos y nietos; una forma elegante y conocida de negar un comportamiento sin horizontes ni futuro posible para seguir como hasta ahora y orientar la cosa hacia un simple ajuste coyuntural, no estructural; apenas una cuestión de fitness, que es lo que dicen los mandatarios de todo el mundo: que hay que ajustar, pero que volveremos pronto a la senda del crecimiento. Es el sutil método del IPCC o del ecologismo del efecto, asumido por los que niegan la causa.
Es evidente que la segunda fórmula se vende mucho mejor y que la mayoría de los orondos ciudadanos occidentales la “comprarán” más fácilmente que la durísima primera exposición, por mucho que la primera sea más real.
Aceptar la postura 1 sería esperar que el poder económico y financiero cometiese consigo mismo un suicidio adelantado y reconociese explícitamente la culpabilidad de su propio funcionamiento.
La solución, pues, se vende siempre mejor si se ataca el efecto de forma superficial, con acciones que son la verdadera causa del problema: más tecnología, más fe en que el progreso técnico y científico —que nos ha traído hasta este desastre- nos va a ayudar a resolverlo, más ilusiones renovables para seguir haciendo cosas insostenibles.
Bomberos forestales y bomberos financieros
Por último, el último invento para enterrar el concepto de que el petróleo ya está en declive y que la disponibilidad mundial de energía lo va a estar de forma inminente e irreversible, consiste en provocar precisamente un colapso financiero y mantener el control desde la ficción financiera.
El gráfico 8 muestra cómo ha podido suceder que, el poder financiero, al ver que la realidad geológica iba a destrozar el modelo de crecimiento infinito intrínseco al sistema financiero —que presta con intereses— por el inevitable declive de la producción petrolera —que mueve el mundo moderno y su falta de sustitutos adecuados en volumen y en tiempo— ha podido provocar, por adelantado, una caída de la actividad económica mundial (y, por lo tanto, del consumo mundial de energía). Esto es una intuición basada en hechos y a posteriori.
El gráfico muestra claramente que ha sido necesario un desplome del orden del 40% del mayor índice financiero mundial (el resto de las bolsas hacen básicamente seguidismo de éste) y un año de tiempo para que el bloqueo de gran parte de las transacciones financieras haya terminado, finalmente, con una caída de la demanda de —la sangre y la savia que nueve al mundo— y una caída similar de la actividad económica productiva, la del mundo físico y real de producción de bienes y mercancías. Ésa sería la inercia del sistema mundial.
La caída financiera se ha podido hacer, desde luego, a una velocidad muy superior a la caída del flujo de petróleo mundial, esperada y pronosticada por los científicos de la ASPO, por razones de puro agotamiento de los principales yacimientos geológicos.
Se trataría, si es el caso, de una técnica similar a la de los bomberos forestales, que provocan anticipadamente un incendio controlado por ellos para evitar que un incendio provocado por otras causas, y que avanza hacia ellos, se les vaya de las manos; una forma desesperada de intentar mantener el control de la quema durante algo más de tiempo, aunque esta vez quizá su propia estrategia se les haya ido de las manos y a causa de ella esté ardiendo todo el monte, de forma generalizada.
Esto hace que, aunque el flujo de petróleo que se puede poner al servicio de la sociedad ya esté disminuyendo, el precio del mismo, tras la primera subida estratosférica, ahora se encuentre de nuevo en niveles muy inferiores y con menos demanda, lo cual permite que “no se note” o que quede oculta entre las grandes preocupaciones financieras la menor producción actual por agotamiento geológico. El bloqueo financiero escondería así el declive geológico. Mejor decir a la audiencia que hay que ponerse a dieta, en vez de decir que va a haber cada vez menos comida para glotonerías.
Por otra parte, aún a sabiendas de que este modelo de sociedad ya no podrá crecer más por falta de energía, el grado de complejidad alcanzado en las transacciones comerciales y en los intercambios de mercancías es de tal calibre que la vuelta al trueque sólo es posible en pequeñas sociedades de muy bajo nivel de consumo y escasa movilidad. Así que hoy en día nos encontramos con la paradoja de que, por un lado, intuimos que el dinero es cada vez más una falacia, pero que sin él, sin monedas, sin billetes, sin cheques, sin tarjetas de crédito o débito, seguimos sin poder adquirir nada.
La vuelta al trueque en un mundo globalizado, con mercancías moviéndose por todo el mundo, con 6 de cada siete calorías de los alimentos producidas por la energía fósil y apenas una por la fotosíntesis del sol, ya es imposible, salvo algunos casos aislados como en pequeñas localidades argentinas, en coincidencia con el colapso económico coyuntural de hace pocos años o en comunidades rurales de países del Tercer Mundo.
Estamos, por el momento, en sus manos. Se sigue necesitando un billete de 10 euros para comprar una pescadilla o una barra de pan. Pero el sistema se derrumba y se intuye que los bienes monetarios y financieros ya no miden bien, no sirven. El esquema de un mundo que exige el crecimiento infinito y se ha dotado de mecanismos financieros que aceleran ese viaje hacia la nada tiene sus días contados.
Esta no fue sólo la culpa de bancos despistados y banqueros malévolos que prestaron a negros insolventes en EEUU. Es que el propio sistema estaba podrido de raíz y ahora empieza a no poder ocultar sus vergüenzas.
Algunas conclusiones básicas:
1. Los bancos tiene que seguir (son imprescindibles como mecanismos de intercambio de bienes y servicios en una sociedad compleja), pero tendrán que organizarse para prestar sin intereses y no obtener beneficios, sino simplemente cobrar modestamente para pagar a sus empleados, que podrían ser la décima parte que los que ahora tratan de ganar clientes en cada esquina del país. Eso significará, con seguridad, la nacionalización de las entidades privadas y una banca pública y de interés común.
2. Las bolsas de valores, en consecuencia, deberán cerrar, porque sólo ha servido para catapultar aún más el crecimiento exponencial e ilimitado y, con ello, para transformar aceleradamente la naturaleza (el mito del “progreso” y del “desarrollo”, aunque fuese hacia la nada o hacia el agotamiento acelerado del capital natural y de los limitados recursos de la biosfera). A estas alturas, está claro que han sido el paradigma de la concentración de enormes cantidades de recursos en manos de muy pocos, derrochados en beneficio de esos pocos, y no han dotado a la mayoría de la humanidad de ventaja alguna. Por el contrario, en apenas 200 años han provocado una explotación salvaje de la naturaleza y han acabado con una sostenibilidad del medio que había durado millones de años.
3. La acumulación de dinero, valores, productos financieros e incluso propiedades físicas tiene que estar limitada por individuo. No se puede seguir apelando por más tiempo a que si no, “se coarta” la iniciativa privada. La acumulación de los resultados de una cosecha por un agricultor para todo un año es racional y proporciona mayor resistencia a la adversidad que la acumulación que hoy tienen miles de millones de desposeídos y hacinados habitantes de las grandes urbes, tan alienados que creen vivir en el mejor de los mundos posibles, porque están rodeados de modernos y evolucionados aparatos. La acumulación del agricultor preindustrial, de carácter anual o por cosecha, tiene una lógica. Poco más se debería poder acumular y menos en manos de un individuo o entidad privada. Los alimentos y la energía, el vestido básico, la vivienda mínimamente digna, la sanidad y la educación básica no deberían ser objeto de enriquecimiento privado.
4. El dinero, por lo tanto, tiene que cambiar de valor y paradigma. Sólo se podrá emitir el dinero que corresponda a bienes físicos reales (valorándose éstos en horas equivalentes de esfuerzo humano, es decir, de coste energético embebido en ellos y, así, personas como Bill Gates o Emilio Botín jamás podrán acumular patrimonios de tantos miles de millones de dólares o euros y, encima presumir de que están “creando valor” u ofreciendo bienestar y empleo (el mito del empleo) a miles de conciudadanos. Eso, no hay que engañarse, exigirá una caída del nivel de vida actual de los países occidentales de entre el 50% y el 90% del actual. Muy doloroso, pero o se hace voluntaria y conscientemente o la Naturaleza y las guerras por los recursos nos colocarán quizá en un umbral más bajo de equilibrio. Es algo tan sencillo como brutal. Los datos están ahí. No podemos engañarnos.
5. La producción de bienes deberá acoplarse a la disponibilidad menguante de la energía que los puede poner a disposición de la sociedad. Se acabó el crecimiento infinito, pues no va a haber cada vez más energía, sino menos. Esto no será posible si antes no se elimina la obligación de pagar intereses por el dinero tomado en préstamo (punto 1). Se acabaron los proyectos faraónicos y las absurdas obras de absurdos constructores; la construcción de más autovías, de más coches, de más, más, más… de todo. Ahora, la menguante energía se deberá dedicar a mantener en pie, dentro de lo posible las infraestructuras esenciales (el turismo, la aviación mundial, los deportes profesionales, la publicidad y un largo etcétera no lo son): la obtención y procura de alimentos básicos para la población mundial; la reposición, renovación o mantenimiento de conductos de agua, desagües; los oleoductos, refinerías, puertos modestos, vías férreas, líneas eléctricas, embalses, cuidado de campos de cultivo, reforestaciones, recuperación de lugares contaminados en lo posible, vuelta ordenada (en lo posible) al campo y a ciudades más pequeñas, de dimensiones humanas, intercambios de bienes reducidos a su mínima expresión (una grandísima parte del gigantesco comercio internacional inútil, derrochador y consumista, etc. etc.).
6. Y para los puntos 4 y 5 hay que contar con que el 80% de la población humana consume ahora apenas el 20% de los bienes y la energía producida. Si se adoptan claramente los pasos anteriores, a empezar por los países que más tienen, quizá los pobres del mundo entiendan que los que vivimos en países ricos y opulentos tenemos voluntad de cambiar. Si no, van a estallar (ya están estallando) de forma incontrolable (por muy “terroristas” o “Estados fallidos” que los llamemos) y, entonces, sus bienes (que ahora explotamos principalmente los occidentales de forma inmisericorde) no serán quizá para ellos, pero desde luego, tampoco para nosotros, privilegiados ciudadanos del Occidente desarrollado. Esto sería el verdadero internacionalismo proletario y no lo que hacen las organizaciones sindicales y algunos partidos supuestamente de izquierdas, radicados en los países occidentales.
Hay mucho más por sugerir. Pero dejo a la imaginación de los lectores la tarea de ampliar a este breviario.
Llegan tiempos de prueba. Incluso habrá que recordar a esos creyentes cristianos, que ya duermen tranquilos porque no hay que perdonar las deudas, que aún sigue vigente aquella parte del Evangelio de Mateo (19, 16-22): “Luego se le acercó un hombre y le preguntó: ‘Maestro, ¿qué obras buenas debo hacer para conseguir la Vida eterna?’ Jesús le dijo: ‘¿Cómo me preguntas acerca de lo que es bueno? Uno solo es el Bueno. Si quieres entrar en la Vida eterna, cumple los Mandamientos’. ‘¿Cuáles?’, preguntó el hombre. Jesús le respondió: ‘No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, honrarás a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo’. El joven dijo: ‘Todo esto lo he cumplido: ¿qué me queda por hacer?’ ‘Si quieres ser perfecto’, le dijo Jesús, ‘ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres: así tendrás un tesoro en el cielo. Después, ven y sígueme’ Al oír estas palabras, el joven se retiró entristecido, porque poseía muchos bienes.”
Hoy somos en Occidente inmensamente ricos en disponibilidad de energía y no basta con cumplir los mandamientos de Al Gore y desenchufar el cargador del móvil por las noches o comprar un coche híbrido o reciclar las basuras. Hoy la exigencia de justicia y una mejor distribución de los bienes, en un medio que se quiera mínimamente sostenible, exige entregar la riqueza energética, deponer el derroche energético para ser perfecto.
Pero mucho me temo que la mayoría de los occidentales se alejarían entristecidos y que, en vez de abandonar voluntariamente su consumista modo de vida, podría pasar un camello por el ojo de una aguja. Es más, todo parece apuntar a que muchos serían incluso capaces de matar o alistarse en algún banderín de enganche, para asegurar que el atún rojo de las costas de Somalía siga llegando a nosotros sin ningún percance.
Si la disponibilidad energética empieza a escasear y a declinar de forma irreversible, no sólo no se podrá crecer económicamente, sino que será necesario decrecer. Y el decrecimiento económico, por primera vez en la historia de la humanidad a escala planetaria (Non Plus Ultra), como hemos visto, hará colapsar el sistema financiero, tal y como lo conocemos, esto es, ese sistema que siempre exige recoger más papeles que los que siembra y premia y glorifica al que sabe explotar más que nadie en menos tiempo que nadie.
Madrid, mayo de 2009.
* Pedro Prieto es vicepresidente de AEREN y ASPO-Spain y editor del sitio web CrisisEnergetica (www.crisisenergetica.org).
** El escritor Manuel Talens es miembro de Rebelión (www.rebelion.org) Y Tlaxcala (www.tlaxcala.es), la red de traductores por la diversidad lingüística.