Acrecimiento
El valor del intercambio
Hay que despedirse del fetichismo del crecimiento, en el Norte, pero también en el Sur
Michael R. Krätke
Todos juran por el crecimiento, todo se fía al crecimiento. Cualquier incrementillo estadístico del crecimiento –0,3%, o más, o menos— se celebra como un gran triunfo. China, India, los EEUU vuelven por ahora a mostrar tasas de crecimiento, las bolsas suben; sólo Europa anda a la zaga. No hay gobierno que pueda permitirse renunciar a la promoción del crecimiento.
En tales circunstancias, y como era de esperar en medio de una crisis económica mundial, la cumbre climática de Copenhague de finales de 2009 constituyó un fracaso estrepitoso. Pues la única recta consecuencia que podía sacarse de ese encuentro era patente: tomar en serio los costes, inmensos y rápidamente crecientes, del cambio climático y plantearse sin mayores dilaciones el desafío abrigado por esta sencilla pregunta: ¿quién debe cargar a escala planetaria con los costes de una transición hacia otro tipo de crecimiento y de desarrollo? Los países subdesarrollados o en vías de desarrollo presentaron en Copenhague su factura al Norte rico. Y éste se negó a pagarla.
Entronizado a substituto de la religión
Un estudio de la ONU acaba de perfilar con mayor detalle esa factura: por ramas industriales y sectores diferenciados. También podría hacerse por países y regiones, con análogas consideraciones en punto a las medidas, mundiales y regionales, imprescindibles para detener el cambio climático, mantener la diversidad biológica y evitar los peores daños medioambientales. Mas este tipo de cálculos no quitan en nada a lo que es crucial en la situación a que hemos llegado: hemos entronizado el fetichismo del crecimiento a una especie de substituto de la religión, incrustándolo en nuestro aparentemente objetivo cómputo de reglas y cifras de la estadística pública, por otro nombre, contabilidad nacional (CN). El producto interior bruto (PIB) de la CN oficial no ofrece, sin embargo, más que una imagen muy menguada, y en parte, falsa, del conjunto de las actividades económicas de un país. Sirve a una política obsesionada con el crecimiento, en pos, pues, de una quimera harto afín al el estilo dominante en el pensamiento económico.
No se trata, y hoy menos que nunca, de una cuestión académica, pues en una estadística económica deberían, y por mucho, incorporarse los daños medioambientales –es decir, los costes ecológicos y sociales reales— de nuestro obsoleto modo de producir privado-capitalista. A diferencia de lo ocurrido en crisis económicas mundiales pasadas, ahora no tenemos ya mucho tiempo para una transformación que, desde luego, no vendrá por sí sola. Y lo cierto es resulta de todo punto necesaria, si queremos que este planeta siga siendo habitable. Y eso significa, ni más ni menos, que despedirse de la ideología del crecimiento.
Un capitalismo sin crecimiento, estancamiento y depresión duradera, un capitalismo de prosperidad permanentemente sostenible, es como la cuadratura del círculo. Un ejercicio que sólo cuadra a costa de abandonar el círculo del pensamiento económico unitariamente integrado. Hace mucho que se propugna un crecimiento cero, o incluso negativo, la transición al estancamiento o aun al decrecimiento. Ninguna de ambas variantes es factible sin una radical reestructuración de la economía, sin el desplazamiento y la reconfiguración de ramas enteras, de industrias, de regiones y de redes comerciales. Y aquí coinciden con la idea de un capitalismo verde, ecológicamente reformado, conjurado en la fórmula del crecimiento sostenible. Pero el esquema de un crecimiento cero o aun negativo va visiblemente más allá de eso que actualmente compone el consenso verde. Lleva derecho al fin del “desarrollo”, y con eso, al núcleo del problema. La cuestión es clara y sencilla: si podemos o no permitirnos todavía el capitalismo en su forma actual (el neoliberalismo sumado a los recibidos modos de producir hiperindustriales, fundados en la energía fósil); si todavía podemos permitirnos toda esta desapoderada destrucción de recursos, todo este terrible despilfarro de fuerza de trabajo, este inmenso hiato entre la riqueza privada y la miseria social. La cuestión, ni que decir tiene, se nos plantea en el Norte global de manera distinta a como se plantea en el Sur. Nosotros podemos concebir plausiblemente un crecimiento estrictamente reglamentado, una redistribución y una reasignación reguladas de nuestros recursos. Y eso, aun si una reestructuración eco-social de la economía montara tanto como una revolución. ¿Pero pueden los países del otrora “Tercer Mundo” –empujados por los actores del Norte global a un desarrollo conforme al modelo septentrional, y así, convertidos en dependientes del mercado mundial— despedirse resueltamente del crecimiento?
Dogmas achacosos
La miseria, la destrucción social y medioambiental en los países industriales ricos constituyen un escándalo cotidiano que clama al cielo. Y sin embargo, palidece en comparación con la miseria, la destrucción medioambiental y la aniquilación de economías campesinas de subsistencia en los países africanos y asiáticos. En el caso de las ramas y empresas más nocivas para el medio ambiente en los países del Norte, se pueden –voluntad política mediante— mitigar daños con sanciones e intervenciones directas. . Se puede incluso poner brida al tráfico automovilístico y aéreo, si se quiere. Se puede reestructurar la entera base energética de nuestros modos de vivir t de economizar en unas pocas décadas (aun si la intervención radical en la propiedad privada no sólo afecte a algunos, sino a muchos).
Pero no se puede proteger las selvas y mantener la biodiversidad, sin frenar el “desarrollo” en los países subdesarrollados y en vías de desarrollo. Para eso se precisa una ulterior “revolución verde” y una reestructuración de la agricultura. En vez de industrias agroexportadoras , en vez de monocultivos y grandes plantaciones, deberíamos, o bien mantener las economías de subsistencia de los Estados afectados, o disponernos nosotros mismos a un cambio radical de la división internacional del trabajo. Esa nueva división no puede acontecer conforme al viejo modelo, con industrias de tecnología punta aquí, y allá, en el Sur, agricultura. Las propias exigencias de los países en vías de desarrollo han roto ya con ese modelo. Para dar sólo un ejemplo de la radicalidad del cambio exigible: si Europa quiere cooperar con los Estados BRIC (Brasil, Rusia, India, China), tendrá que despedirse del achacoso dogma milagrero del libre comercio, junto con el resto de artículos de fe de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
Michael R. Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam, investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad y catedrático de economía política y director del Instituto de Estudios Superiores de la Universidad de Lancaster en el Reino Unido.
Traducción para www.sinpermiso.info: Amaranta Süss
Apuntes sobre ecofeminismo: las mujeres y la tierra...
Ya no hay duda de que las cuentas estaban mal hechas. El crecimiento económico del norte y la promesa de desarrollo en el sur, escondían en la trastienda un proceso de deterioro social y ambiental que podría tener diferentes nombres: cambio climático, sometimiento de culturas indígenas, desertificación, pobreza ecológica, o crisis de insostenibilidad.
La aparente bonanza de los últimos treinta años en el norte rico se ha sostenido en el uso de abundante petróleo barato (un recurso no renovable y que ha empezado a disminuir), en el comercio de recursos naturales a bajo coste, en el expolio de ecosistemas y riquezas del subsuelo, en la explotación de la fuerza de trabajo de los colectivos más frágiles y en la externalización de cantidades ingentes de residuos. El planeta no da más de sí.
Sin embargo la economía y su crecimiento lleva décadas siendo objetivo prioritario de todos los gobiernos, muy por delante de las políticas de protección social. Los datos económicos al uso, sin embargo, no contabilizan la desaparición de culturas, los tóxicos abandonados en un río, la precariedad de la población de los suburbios de las ciudades o la pérdida de biodiversidad. La contabilidad económica ha llegado a computar la destrucción como riqueza. EL PIB sube, por ejemplo, cuando el espacio público se privatiza o cuando la contaminación recorta el acceso a bienes naturales antes de acceso libre.
Nuestro sistema económico se apropia hasta el agotamiento de los recursos gratuitos: bosques, agua limpia, trabajo doméstico… La naturaleza y la vida humana (la tierra y el trabajo) se convierten en simples herramientas para alimentar el crecimiento del capital.
Este reduccionismo económico que ha enfocado nuestra mirada en el dinero, ha hecho desaparecer de las grandes cuentas el puntal en el que se ha de asentar una economía centrada en la supervivencia: el cuidado de la vida. Sin éste no existirá futuro, ni existirán siquiera los economistas haciendo cuentas equívocas.
Para construir y mantener la ceguera monetaria no sólo es necesaria una estructura de poder, sino también un pensamiento que lo sustente: el pensamiento occidental, que subyace, sin que seamos muy conscientes, en nuestra forma de entender la realidad.
El pensamiento occidental ordena el mundo en parejas de opuestos entre sí: naturaleza-cultura, cuerpo-alma, razón-emoción, público-privado. hombre-mujer. Los dos valores de cada par se plantean como separados y excluyentes. Esta organización dicotómica simplifica nuestra comprensión del mundo. Pero los dos términos del par no se consideran de igual valor. Uno es considerado superior al otro. De este modo se jerarquiza la razón sobre la emoción, la cultura sobre la naturaleza y el hombre sobre la mujer. Y por último, un término llega a invisibilizar al otro y erigirse como patrón de la normalidad e incluso de la realidad. Así, el espacio público ocupa nuestro imaginario haciendo casi desaparecer el espacio privado, la cultura pretende someter e incluso desarrollarse al margen de la naturaleza, y los hombres se convierten en la norma del ser humano.
La invisibilización de la naturaleza y de las mujeres ha permitido someterlas y apropiarse de su trabajo, asuntos sin los cuales habría sido imposible el actual desarrollo del sistema económico.
Hay muchos paralelismos entre el sometimiento de ambas: puesto que sus servicios son gratuitos se usan sin contrapartida, ambas se consideran de acceso libre, apropiables, y se espera que sigan ahí a disposición, por más que se las maltrate. Como la madre que siempre atenderá al hijo pródigo, la tierra volverá a darnos sus frutos.
Pero la tierra y el trabajo de las mujeres, tienen un límite: la dignidad y la vida. La crisis ambiental y la crisis de los cuidados son manifestaciones paralelas de este límite.
No hay sostenibilidad sin acompasar la marcha del mundo con los procesos de la biosfera, y entre ellos, con los trabajos que las mujeres vienen realizando hasta el presente. El cuidado y el mantenimiento de la vida son condición de cualquier posibilidad de futuro.
Esta reflexión está en el origen del pensamiento ecofeminista. El ecofeminismo es un movimiento amplio de mujeres que nace de la conciencia de este doble sometimiento y de la creencia en que las luchas contra ambos, el ecologismo y el feminismo, contienen las claves de la dignidad humana y de la sostenibilidad en equidad.
Los movimientos de defensa de la tierra han tenido y tienen entre sus activistas a muchas mujeres. Es conocido el protagonismo de mujeres en el movimiento Chipko en defensa de los bosques, en el movimiento contra las presas del río Narmada en India, en la lucha contra los residuos tóxicos del Love Canal, origen del movimiento por la justicia ambiental en EEUU, como también lo es su presencia en movimientos locales de defensa de terrenos comunales, en las luchas por el espacio público urbano o por la salubridad de los alimentos. En el caso de muchas mujeres pobres, su ecologismo es el ecologismo de quienes dependen directamente de un ambiente protegido para poder vivir.
A mediados del siglo pasado el primer ecofeminismo discutió las jerarquías que establece el pensamiento occidental, revalorizando los términos de la dicotomía antes despreciados: mujer y naturaleza. La cultura protagonizada por los hombres ha desencadenado guerras genocidas, devastamiento y envenenamiento de territorios, gobiernos despóticos. Las primeras ecofeministas denunciaron los efectos de la tecnociencia en la salud de las mujeres y se enfrentaron al militarismo y a la degradación ambiental, comprendiendo éstos como manifestaciones de una cultura sexista. Petra Kelly es una de sus representantes.
A este primer ecofeminismo, crítico de la masculinidad, siguieron otros propuestos principalmente desde el sur. Estos consideran a las mujeres portadoras del respeto a la vida. Acusan al “mal desarrollo” occidental de provocar la pobreza de las mujeres y de las poblaciones indígenas, víctimas primeras de la destrucción de la naturaleza. Este es quizá el ecofeminsmo más conocido. En esta amplia corriente encontramos a Vandana Shiva, María Mies o a Ivone Guevara.
Superando el esencialismo de estas posiciones, otros ecofeminsmos constructivistas (Bina Agarwal, Val Plumwood) ven en la interacción con el medio ambiente el origen de esa especial conciencia ecológica de las mujeres. Es la división sexual del trabajo y la distribución del poder y la propiedad la que ha sometido a las mujeres y al medio natural del que todas y todos formamos parte. Las dicotomías reduccionistas de nuestra cultura occidental han de romperse para construir una convivencia más respetuosa y libre.
Desde parte del movimiento feminista, el ecofeminismo se ha visto como un posible riesgo, dado el mal uso histórico que el patriarcado ha hecho de los vínculos entre mujer y naturaleza. Puesto que el riesgo existe, conviene acotarlo. No se trataría de exaltar lo interiorizado como femenino, de encerrar de nuevo a las mujeres en un espacio reproductivo, negándoles el acceso a la cultura, ni de responsabilizarles, por si les faltaban ocupaciones, de la ingente tarea de rescate del planeta y la vida. Se trata de hacer visible el sometimiento, señalar las responsabilidades y corresponsabilizar a hombres y mujeres en el trabajo de la supervivencia.
Si el feminismo se dio bien pronto cuenta de cómo la naturalización de la mujer era una herramienta para legitimar el patriarcado, el ecofeminismo comprende que la alternativa no consiste en desnaturalizar a la mujer, sino en “renaturalizar” al hombre, ajustando la organización política, relacional, doméstica y económica a las condiciones de la Vida, que naturaleza y mujeres conocen bien. Una “renaturalización” que es al tiempo “reculturización” que convierte en visible la ecodependencia para mujeres y hombres.
Si situamos en el centro de nuestros cálculos, de nuestra práctica económica y política, de nuestros juicios éticos y de nuestras luchas el cuidado de vida, la tierra y las mujeres dejarán de ser esas grandes olvidadas.
Marta Pascual pertenece a Ecologistas en Acción
Fuente: World Watch n. 30. Hacia el Sur Cuaderno de ACSUR
Publicado por Género con Clase/ Rebelión.org.-
El otro
En el siglo XVIII Europa entra en crisis, la sustitución del feudalismo por el nuevo orden imponía cada vez con mayor fuerza a la sociedad las reglas del mercado, el derribo de estructuras absolutistas de Estado. Es una época en que la sociedad se interesa por lo nuevo y por la revisión de lo viejo; así, la sociedad humana es objeto de interés intelectual y el tema del otro (el salvaje) se convirtió en tema de moda.
Durante este periodo la pregunta sobre el otro ya no es por su naturaleza (humanidad), sino por su superioridad o inferioridad respecto a los 'civilizados'. En la información y conocimientos sobre las sociedades del Nuevo Mundo se utilizan datos etnográficos de sociedades del Nuevo Mundo como un espejo en el que la propia sociedad burguesa se veía reflejada tal como le hubiera gustado ser o tal como en modo alguno desearía ser.
Esta etapa inicia las bases de una jerarquía entre los humanos, desde una visión biologista. El otro es descrito como salvaje-miserable, de costumbres bestiales y pecados nefastos. La actitud de los europeos es de un claro desprecio por los 'hombres a medias' como eran denominados los otros y justificaban la colonización como un medio para convertir al hombre primitivo en un ser civilizado.
El periodo de la Ilustración, nos deja una herencia perdurable hasta nuestros días: su teoría apela a una moral sin totalitarismos, la creencia en la posibilidad y la necesidad de progreso para lograr la felicidad mediante la educación; la lucha contra la superstición y el rechazo de la religiosidad tradicional permitieron adelantos en el terreno técnico y el crecimiento del secularismo. Surge el concepto de nación que unido a la teoría del contrato social sirvió como modelo para el liberalismo político y económico y par la reforma humanitaria del mundo occidental durante el siglo XIX. Se aportan las bases ideológicas que legitimarán en lo sucesivo las relaciones de dominio entre la sociedad occidental y las sociedades exóticas: el universalismo de la ideología occidental. Es decir, que la forma de pensar y actuar de los occidentales es válida y la mejor para todos.
La idea de la mayoría de los filósofos occidentales es que la civilización había surgido de la sociedad primitiva como resultado de la creciente división del trabajo y el desarrollo de la propiedad privada de los medios de producción; de donde la subordinación de unos era debida a la exclusión de esa propiedad. Este es el principio de desigualdad entre los hombres ricos y pobres. Para descubrir las leyes de este proceso civilizador los filósofos intentaron reconstruir toda la historia de la humanidad llamándola: “Historia Natural de la Humanidad”.
En ella, el otro podría resumirse de la siguiente manera: si todos los hombres son iguales por estar dotados igualmente de razón, y si pueden mejorar sus capacidades con el ejercicio de la razón, pueden mejorar también la bondad de sus instituciones sociales. Y si las sociedades humanas son capaces de progresar, entonces los informes que llegan de los indígenas sólo pueden interpretarse de una manera: están en una fase más temprana del desarrollo de la humanidad cuyo punto final es encarnado por la civilización occidental. Se establece una escala jerárquica de inferior a superior, siendo el punto de partida o nivel inferior la vida en contacto con la naturaleza, las sociedades exóticas, y el considerado como nivel superior el de la 'civilización' representado y simbolizado por los blancos, de origen europeo, cultos y aristócratas.
Texto extraído del libro 'Yo no soy racista, pero...' de Margarita García O'Meany
21 horas: Una semana laboral más corta
21 horas:
por qué una semana laboral más corta puede ayudarnos a prosperar en el siglo XXI
Ante la profunda crisis socio-ecológica es necesario revisar nuestra forma de entender el trabajo y las actividades humanas: existen otros fines distintos del crecimiento y el ser humano tiene otros medios de expresarse además de la producción o el consumo.
En este marco, la refrescante propuesta de la nef es un ejercicio imprescindible para salir del pensamiento único. Plantear una semana laboral de 21 horas es tomar a contrapié las propuestas de reformas laborales y de jubilación que nos empujan a trabajar y consumir cada vez más, como si el paro, la desigualdad o el agotamiento de los recursos naturales no estuvieran relacionados.
Plantear una semana laboral de 21 horas no es solo un ejercicio de prospectiva: es también un ejercicio de realidad. Permite pensar en una nueva economía, baja en carbono y en la que nuestra huella ecológica se reduce de forma drástica. Este es el tipo de propuestas que nos permite soñar con una sociedad más justa, que favorezca la autonomía de las personas y que preserve su medio ambiente.
Desde EcoPolítica, esperamos que con la traducción de este informe de la nef al castellano estimulemos la reflexión y podamos profundizar en el necesario cambio sistémico que la justicia social y ambiental reclaman.
PRESENTACIONES PÚBLICAS
Se comunicará próximamente la fecha de la presentación en Madrid.
Si desea realizar una presentación de este informe, no dude en ponerse en contacto con nosotr@s o informarnos a info@ecopolitica.org
DESCARGATE EL INFORME
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21 horas (versión web). 981 KB.
21 horas (versión alta resolución). 2,7 MB
ecopolítica agradece el compromiso de l@s traductor@s voluntari@s y, en particular del colectivo Desazkundea, así como la colaboración de la Fundación Verde europea y de la Coordinadora Verde.
Esperamos que esta e-revista sea de tu agrado. Un abrazo,
Comité de redacción de EcoPolítica
El decrecimiento feliz y el desarrollo humano
El decrecimiento como herramienta política estratégica para la transformación social
Artículo de Iñaki Valentín* y Florent Marcellesi**, publicado en el número 274 de la revista Viejo Topo.
http://florentmarcellesi.wordpress.com/2010/11/09/el-decrecimiento-como-herramienta-politica-estrategica-para-la-transformacion-social/- Una reconceptualización de aspectos como el desarrollo, el trabajo o la riqueza, y una profundización y rescate de otros como la justicia social, la democracia radical o la ciudadanía. Efectivamente, desde el decrecimiento se trata de redefinir el concepto de riqueza y progreso para alejarlos de la cuestión crematística y las mediciones a través del PIB para centrarse en el ser humano, las relaciones de justicia global y la responsabilidad hacia la biosfera y las generaciones futuras. De manera adyacente, la participación de la ciudadanía y los mecanismos de democracia directa son un eje fundamental, máxime cuando una relocalización de los procesos de producción-consumo y la apuesta por la cercanía requieren igualmente de una relocalización de la política. De esta forma, cobra fuerza un rebrote del sentido más republicano de la implicación del ciudadano/a en las cuestiones comunes así como la huida de los patrones masculinos de poder que siguen instalados en nuestras estructuras por otros más acordes a la hora de la participación en igualdad de condiciones de la mujer. En este sentido, el ecofeminismo es sin duda una pata imprescindible para “repensar el presente y construir futuro” (Herrero, Pascual: 2010). Igualmente, apuesta por una reducción del tiempo de trabajo e incluso por una nueva conceptualización del mismo ateniéndonos a preguntas como ¿Por qué, para qué y cómo producimos y trabajamos?, cuán útil es el resultado de nuestro trabajo para la felicidad individual y colectiva…. Algo que, por cierto, debería dejar paso a un nuevo sindicalismo menos centrado en las reivindicaciones salariales o la defensa de la centralidad del trabajo en la sociedad.
- Propuestas novedosas desde la justicia ambiental y las relaciones Norte-Sur. Éstas tienen que girar en torno a un “modelo de contracción y convergencia” donde “todos los países se marquen un horizonte común: una producción y un consumo material y energético circunscrito a la capacidad de carga de la biosfera y repartido per capita de manera justa. Eso implica: (1) Un decrecimiento selectivo y justo (o ajuste estructural) de los países en contracción en el Norte como condición necesaria –pero no suficiente– para ayudar de forma solidaria y sostenible al Sur; (2) Una evolución socio-ecológicamente eficiente para los países en convergencia, sin pasar por la casilla del mal-desarrollo occidental pero con un derecho al crecimiento donde sea posible y deseable” (Marcellesi, 2010).
- La apuesta hacia nuevos modelos urbanísticos y energéticos como las ciudades en transición. Se extiende así la idea del “rurbanismo” por el cual la ciudad y el campo deben observarse como un todo que se complementa y se necesita. De la misma manera, se promueve la posibilidad de aumentar la resiliencia de las ciudades y pueblos4 frente a las amenazas de la cuestión energética y el cambio climático a través de las llamadas entidades en transición.5
- El valor de la coherencia entre el comportamiento individual y la acción colectiva. Ya parece que debería empezar a pasar el tiempo por el cual como ciudadanos/as debamos soportar las incoherencias de quienes nos hablan de servicios públicos y redistribución para luego privatizar o utilizar ellos mismos mecanismos de privilegio. El decrecimiento exige una coherencia estrecha en el plano individual y en el colectivo.
- Un puente entre sociedad y espacios de transformación social, y la creación de un nexo estratégico entre partidos y movimientos verdes, anticapitalistas y ecosocialistas. Probablemente haya que romper más de una resistencia6, así como luchar por nuevas formas de trabajar y pensar, aunque eso nos lleve a momentos de gran complejidad y hayamos de partir de una gran atomización de entidades. Pero estamos con Gorz de nuevo cuando expone que: “De los partidos tradicionales de izquierda, programados estructuralmente sobre la razón de Estado, sobre la administración del sistema y la caza de votos, no puede esperarse la renovación sustancial que hoy se necesita. La fundación de una nueva izquierda europea, común y pluralista, democrática y radical, estará precedida, como toda refundación política del pasado, por docenas de asociaciones, clubes políticos y sociétés de pensées que por doquier en Europa son conscientes de la crisis de los partidos tradicionales y de la manera tradicional de hacer política”.
El inicio del fin de la era fósil
Riqueza y pobreza
Ecología profunda
La maldición de la aparente abundancia
Las actividades extractivas propias de nuestro modelo capitalista tienen dos elementos comunes. Primero, al ser nuestro planeta finito, el elemento que estemos extrayendo se agotará, más temprano o más tarde. Creo que es obvio que todas y todos coincidimos en que es necesario revisar dicho modelo para minimizar la dependencia de petróleo, uranio o carbón, por ejemplo, porque además de su agotamiento generan graves impactos ambientales.
La segunda deriva de su finitud. Por ser filones que se consumen, la economía que se genera (casi siempre) a partir de la extracción de un recurso natural es la de los cazadores de oro: el primero en llegar se apropia, para aprovecharlo lo antes posible, sin ninguna vigilancia ni regulación, y normalmente cuando se comienza a aplicar la precaución el recurso ya no dará más de sí, así que se buscará otro lugar. Este fenómeno, que no genera ningún beneficio a las poblaciones locales pero sí muchos problemas, es descrito como “la maldición de la abundancia”.
Según Alberto Acosta: “Pueblos que a pesar de estar en territorios con grandes riquezas terminan postrados en el subdesarrollo, la pobreza y la indigencia”. Con razón, Jürgen Schuldt, uno de los mayores estudiosos de la materia, se pregunta: “Si será que somos pobres porque somos ricos en recursos naturales”.
En los últimos años, el modelo extractivista ha saltado a la agricultura y la pesca. Hemos sustituido la milenaria capacidad de sustentabilidad de la buena agricultura, el mágico regalo de la tierra y el sol para producir y reproducir alimentos de forma natural, por el ‘producir hasta agotar’. Se acaparan las mejores tierras o mares en manos de grandes empresas que extraen beneficios a base de técnicas de arrastre en los fondos marinos, o de envenenamiento y muerte de los sueños fértiles. Cuando sus tierras no dan más de sí, deslocalizan la producción a terceros países. Cuando los mares están exhaustos invaden los mares ajenos.
La tierra que se agota
Así es la agricultura y la pesca moderna. Una fórmula donde muchos recursos ‘renovables’, como por ejemplo los bancos de peces, el forestal o la fertilidad del suelo, han pasado a ser no renovables; el recurso se pierde o agota porque la tasa de extracción es mucho más alta que la tasa ecológica de renovación del recurso. Esta modernidad ha demostrado, subida en el consumismo como motor económico y del crecimiento, que no sabe gestionar los recursos finitos, y que, ahora, los recursos infinitos los atropella hasta agotarlos.
El decrecimiento, como enfoque político, debe llevar a revisar nuestras conductas consumistas y nuestras políticas de crecimiento en base a elementos finitos. Y también, como se ha podido ver, para apoyar los replanteamientos que desde muchos movimientos campesinos se hacen sobre la llamada “agricultura moderna”. Una agricultura con fecha de caducidad, como los yogures, que tiene una réplica muy sencilla (y ésa es una de sus virtudes): la agroecología, capaz de alimentarnos a todas y todos, capaz de generar trabajo para muchas personas y bien remunerado, y –claro– conservador de los recursos disponibles para muchas generaciones posteriores.
En el tiempo que usted ha dedicado a leer este artículo 12 hectáreas de tierra fértil han desaparecido y no podrán ser recuperadas, porque hemos hecho de la cultura del agro –de la agricultura– una incultura, que ofrece los mismos resultados de cualquier otra producción extractivista.
Generosidad envenenada