Sin agujeros moriríamos, por los agujeros morimos.
En contra de la ilusión de un cuerpo autónomo, de un individuo separado del mundo, nuestros agujeros nos recuerdan que somos un espacio de interferencias (inter-referencias). El placer, sin que sepamos cómo o por qué, se instala precisamente en esas zonas de fricción con el mundo. El juego que dan esas zonas (la boca, el ano, la piel, la mirada...) siempre se asocia al placer sexual, están condenadas al destino biológico (comer, cagar, transpirar, ver: bendita utilidad) o al sexual (felación, penetración, tacto erógeno, voyeurismo...), a una carencia de necesidad para la supervivencia o a una carencia de objeto.
Podríamos explorarnos como un cuerpo paradójico, no cerrado, placentero o enloquecido, desmembrado, sin imagen, por medio de un uso diferente de nuestros agujeros (¿nuestros?), los agujeros, esa nada que tiene toda su potencia precisamente en su vacío.
¿Cómo erradicar la utilidad biológica y sexual a estas ventanas, a este espacio entre los radio de la rueda?
Son espacio aparentemente muertos, de los que no queremos saber nada, que funcionan en contra de nuestra voluntad. Quiza somos lo que queda de ellos, el cuerpo es un mero soporte de los agujeros, está en función de ellos. La mirada utiliza dos agujeros en el rostro, el culo es lo que sobra del ano, ¿quién produce a quién?
¿Cuál es esa aguja que nos crea, que nos agujerea? Si hemos sido agujereados una vez, podemos invertir el sentido y agujerearnos de nuevo, con cualquier objeto, dado que no sabemos qué nos produjo, cuál fue nuestra aguja.
Tenemos miedo de nuestros agujeros, "nos vamos" por ellos. ¿Qué se va de nosotros por ahí? Nos es extraño ese placer ambivalente de la defecación, algo se va, da placer, y a la vez nostalgia. Queremos mirar lo que ha salido, y a la vez anularlo, purificarnos de la mierda. Sin embargo no solemos jugar al proceso contrario, introducir objetos de nuevo en nuestro cuerpo, introducirlos sin objeto, sólo como juego sin sentido, como reversión del movimiento de salida, explorar sin descubrir.
¿Qué sería lo contrario de mirar? Cuando miramos, ¿sale algo de nosotros, o entra? La mirada deseante parece que sale, que se emite desde el interior de algún lugar, y a la vez vuelve en forma de la imagen vista. No hay interior ni exterior, pero sí zonas de intersección: pozo, puente, pasaje.
¿Por qué no usar el cuerpo como espacio de paso, como el puente, que se divierte viendo pasar las aguas, con pocos afanes de identidad, viviendo -y muriendo- de la utilidad de estar agujereado?
Pero en seguida vuelve el miedo y la pesadilla, ser una boca o un estómago, imágenes de un horror difícil de soportar, sujeto, nombre, cuerpo... desvanecidos.
Lo insoportable, lo que subvierte un orden de uso del cuerpo, es jugar con esos agujeros de forma gratuita, sin obtener placer sexual ni biológico, manifestar su potencial de pasaje, de vacío, de cuerpo abierto con fisuras y sin sentido.
El yo se nos va por los agujeros, diarrea del sujeto, un coloso con pies de mierda.
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