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Azúcar, carne y el desfile de Victoria Secret

Jesús Nácher - Autonomía y Bienvivir

Aunque los más jóvenes quizás no lo recuerden, no fue hasta los años 90 cuando las supermodelos comenzaron a llamar nuestra atención. Supongo que siempre han existido las mujeres encargadas de lucir los diseños de los creadores de moda, pero nunca habían llamado demasiado nuestra atención. Esos cuerpos altos y delgados, en una palabra, esbeltos, con escasos pechos y caderas, no nos resultaban especialmente llamativos, al contrario que los de actrices, cantantes y otras mujeres simétricas, saludables y bien proporcionadas. En aquellos lejanos años ochenta pocos se habría fijado en una mujer con las piernas como palillitos. Ese vacío que queda entre los muslos, incluso después de juntar las rodillas, nos habría horrorizado, y no faltaría quién habría recomendado unas vitaminas o un buen chuletón.

Todo eso quedó muy atrás, y hoy las modelos representan la quinta esencia de lo que adoramos en una mujer. Cabe preguntarse ¿por qué? y a mi me gustaría aventurar modestamente una hipótesis. Nuestro gusto por la delgadez coincide en el tiempo con una epidemia de obesidad. Nuestra vida sedentaria, la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y el fin del ama de casa tradicional, que cocina para su familia, el uso y abuso de alimentos procesados, con exceso de azucares, y un consumo de carne muy por encima de lo que sería recomendable (en EEUU 500 gramos al día, frente a los 70 que recomendados por los nutricionistas), ha disparado los índices de sobrepeso, diabetes y otras enfermedades relacionadas con la alimentación.


En una sociedad de gorditos, la delgadez cobra un valor que antes habría resultado sorprendente, especialmente cuando son las clases bajas las más afectadas por el exceso de peso. En efecto, porque la sociedad de mercado trata de resolver el problema creado por la baja calidad de la alimentación industrial ofreciendo productos que contrarresten los efectos causados por esta: gimnasios, nutricionistas, parches reductores, liposucciones, equipamiento deportivo. Todos estos productos requieren recursos, tiempo y dinero, que como sabemos no se distribuye de forma equitativa a lo largo y ancho de la sociedad. Estamos ante un giro histórico, posiblemente en la época de Rubens la situación sería la inversa.

Podemos ir un poco más allá y verlo dentro del contexto de una sociedad de consumidores, cuya característica fundamental, según Zygmunt Bauman, es que el principal producto a la venta son los propios individuos que la componen.

“Consumir” significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad, lo que en una sociedad de consumidores se traduce como “ser vendible”, adquirir las cualidades que el mercado demanda o reconvertir las que ya se tienen en productos de demanda futura. La mayor parte de los productos de consumo en oferta en el mercado deben su atractivo, su poder de reclutar compradores, a su valor como inversión, ya se...a cierto o adjudicado, explícito o solapado. El material informativo de todos los productos promete –en letra grande, chica, o entre líneas- aumentar el atractivo y valor de mercado de sus compradores, incluso aquellos productos que son adquiridos casi exclusivamente por el disfrute de consumirlos. Consumir es invertir en todo aquello que hace al “valor social” y la autoestima individuales.
El propósito crucial y decisivo del consumo en una sociedad de consumidores (aunque pocas veces se diga con todas las letras y casi nunca se debata públicamente) no es satisfacer necesidades, deseos o apetitos, sino convertir y reconvertir al consumidor en producto, elevar el estatus de los consumidores al de bienes de cambio vendibles.

Así, para convertirse en un producto deseable, apetecible, el individuo trata de adquirir la característica de la esbeltez, y para ello a su vez necesita adquirir el resto de productos asociados a ella. El auge de las supermodelos sería a su vez tanto una muestra del gusto de la sociedad por la esbeltez como una forma de mostrar lo deseable que esta es, es decir, a su vez nos incitaría todavía más a ser esbeltos, actuando como una retroalimentación positiva.

Si esto es cierto, debemos reconocer que el mercado puede ser la herramienta más adecuada para incrementar el PIB, es decir, el flujo de bienes y servicios, pero no para satisfacer nuestras necesidades. Al fin y al cabo, el gusto por la esbeltez, no es más que una necesidad creada por la acción de mercantilización de la alimentación, y los procesos que la industria alimentaria sigue para reducir costes y aumentar sus beneficios. Lo que a la industria le interesa es que comamos más, ofreciendo siempre raciones más grandes. El resto de productos que tratan de facilitar alcanzar la esbeltez perdida vendrían a paliar o mitigar la iatrogenia creada por la propia industria. En ese caso, ¿no habría sido mejor desde un principio alimentarse de una forma menos mercantil, menos industrial? ¿Cocinarse uno su comida, a partir de productos frescos, evitar las bebidas azucaradas, la comida procesada y el exceso de carne? Ciertamente sí, pero no debemos olvidar que esto habría hecho que el PIB se redujese. En efecto, el PIB mide el dinero que cambia de manos, si yo me cocino mi comida y por tanto no consumo en un restaurante, el PIB disminuye, o no aumenta.

Visto lo visto no parece extraño que no confiemos demasiado en la disciplina económica para entender como satisfacer nuestras necesidades, los economistas nos dicen que nuestras necesidades son intercambiables entre sí y mensurables a través del dinero. En definitiva, fijándonos en otra metodología como la del psicólogo Abraham Maslow, si el precio de satisfacer mis necesidades sociales (amor, sentirnos queridos y apreciados, afecto, amistad o pertenencia) es demasiado alto, quizás lo puedo compensar consumiendo una mayor porción de necesidades fisiológicas básicas (comida, bebidas, sueño, refugio, etc).


Evidentemente esto es absurdo, incluso me atrevería a decir que es vergonzoso. Es vergonzoso basar recetas políticas en unos presupuestos cuya base está tan (h)errada, con h y sin hache. Frente a esta visión tan evidentemente errónea han aparecido otras, hasta el momento minoritarias, que reclaman una mayor atención hacia aspectos cualitativos, no lineales, del comportamiento individual y de la sociedad. Una de ellas es la del psicólogo Abraham Maslow sintetizada en la figura superior, otra de ellas es la del economista Manfred Máx-Neef. La relevancia del planteamiento de Max-Neef es que establece una taxonomía de necesidades universales, válidas transculturalmente, siempre y cuando sepamos distinguir entre necesidades, satisfactores y bienes económicos. Quién mejor lo explica es el propio economista chileno en su libro Desarrollo a escala humana:


Se ha creído, tradicionalmente, que las necesidades humanas tienden a ser infinitas, que están constantemente cambiando, que varían de una cultura a otra, y que son diferentes en cada periodo histórico. Nos parece que tales suposiciones son incorrectas, puesto que son producto de un error conceptual.

El típico error que se comete en la literatura y análisis acerca de las necesidades humanas es que se explicita la diferencia fundamental entre lo que son propiamente necesidades y lo que son satisfactores de esas necesidades. Es indispensable hacer una distinción entre ambos conceptos, por motivos tanto epistemológicos como metodológicos.

La persona es un ser de necesidades múltiples e interdependientes. Por ello las necesidades humanas deben entenderse como un sistema en las que se interrelacionan e interactúan. Simultaneidades, complementariedades y compensaciones son características de la dinámica del proceso de satisfacción de necesidades.

Las necesidades humanas pueden desagregarse conforme a múltiples criterios, y las ciencias humanas ofrecen en este sentido una vasta y variada literatura. En este documento se combinan dos criterios posibles de desagregación: según categorías existenciales y según categorías axiológicas. Esta combinación permite operar con una clasificación que incluye, por una parte, las necesidades de Ser, Tener, Hacer y Estar, y, por la otra, las necesidades de Subsistencia, Protección, Afecto, Entendimiento, Participación, Ocio, Creación, Identidad y Libertad. Ambas categorías de necesidades pueden combinarse con la ayuda de una matriz.



De la clasificación propuesta se desprende que, por ejemplo, alimentación y abrigo no deben considerarse como necesidades, sino como satisfactores de la necesidad fundamental de subsistencia. Del mismo modo, la educación (ya sea formal o informal), el estudio, la investigación, la estimulación precoz y la meditación son satisfactores de la necesidad de entendimiento. Los sistemas curativos, la prevención y los esquemas de salud, en general, son satisfactores de la necesidad de protección.
Habiendo diferenciado los conceptos de necesidad y de satisfactor, es posible formular dos postulados adicionales. Primero: Las necesidades humanas fundamentales son finitas, pocas y clasificables. Segundo: Las necesidades humanas fundamentales (como las contenidas en el sistema propuesto) son las mismas en todas las culturas y en todos los periodos históricos. Lo que cambia, a través del tiempo y de las culturas, es la manera o los medios utilizados para la satisfacción de las necesidades.

Quizás un planteamiento así no sea el más efectivo para que el dinero cambie de manos, para producir intercambios monetarios, pero dado que permite tomar decisiones individuales y colectivas más congruentes para la satisfacción más efectiva y por el camino recto de nuestras necesidades, es muy probable que redunde en una mejora de nuestras condiciones de vida, y quizás, en un mundo menos exagerado e histérico.

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