Ana Wajszczuk
Algunas cosas en perfecto estado que pueden encontrarse en las calles de una ciudad como Buenos Aires son: frazadas, platos, tazas, cuadernos enteros con hojas en blanco, ropa interior nueva en su envoltorio, descartada porque (por ejemplo) tiene descosida la florcita que adorna una bombacha, impresoras y monitores que funcionan, libros, maquillaje que solo tiene rajada la tapa, tupperwares, macetas, sillones, mucha comida –incluso gourmet– en buenas condiciones… Este es apenas el comienzo de la lista de lo que Analía López –porteña, 33 años, asesora nutricional– viene encontrando tirado en la calle cuando sale a freeganear: una muestra mínima del despilfarro de las sociedades de consumo, incluso acá donde el Primer Mundo queda lejos. Analía y varios de sus amigos y conocidos son la pata local de una subcultura anticonsumo en crecimiento en todo el mundo, especialmente en los grandes centros urbanos, ahí donde las calles desbordan lo que el mercado necesita reemplazar cada vez más rápido: el freeganismo, acrónimo de los términos free más vegan (aquellos que no utilizan ni comen ningún producto animal). Más una corriente ética de pensamiento que un movimiento, según el sitio freegan.info, que nuclea varios de sus lineamientos principales, los freeganos son “personas que emplean estrategias alternativas de sustento basadas en una participación limitada en la economía tradicional y en el mínimo consumo de recursos”.
Renunciando a las tecnologías del confort y evitando comprar hasta el máximo nivel posible, el freeganismo “es un boicot total a un sistema donde la ganancia eclipsa las consideraciones éticas”. La idea es exhibir las contradicciones del sistema y la posibilidad de puntos de fuga políticos. Detrás de cada objeto de consumo diario, los freeganos ven trabajo esclavo, contaminación, intereses corporativos en los gobiernos, pobreza, calentamiento global, colapso de los recursos naturales, vidas sin sentido en “trabajos que se detestan para comprar cosas que no se necesitan”.
Pero los freeganos no son nada nuevo: vienen de una intensa tradición cultural anticonsumo que se puede rastrear incluso hasta en los orígenes de la Revolución Industrial misma, muy lejos de la caricatura que los “informes” de los medios se empecinaron en mostrar cuando descubrieron que su existencia era una buena nota de color: chicos excéntricos de buen pasar que “comen de la basura” cuando podrían perfectamente gastar su dinero y comprar. Nacido como “freeganismo” principalmente entre los Estados Unidos y Londres a mediados de los años ‘90, al calor de los movimientos antiglobalización y ecologistas, sus principios rectores como recuperar comida y bienes de los residuos y reducir lo que se desecha son prácticas que se remontan a los orígenes del campesinado, cuando los espigadores recogían lo que quedaba tirado luego de la cosecha, un paralelo que la cineasta Agnés Varda mostró en su documental Los espigadores y la espigadora (2000).
Otros antecedentes freeganos pueden rastrearse desde los anarquistas europeos a los trascendentalistas norteamericanos del siglo XIX, desencantados con el materialismo de la sociedad, entre ellos muy especialmente el escritor Henry David Thoreau y su Walden o la vida en los bosques (1854), mezcla de tratado filosófico con manual práctico de la vida autosustentable que llevó por dos años en su cabaña del lago Walden. Ya en el siglo XX, estas posturas anticonsumo alimentaron los movimientos juveniles que, de los Wandervögel alemanes de principios de siglo a los hippies de los años sesenta –como los Diggers, un grupo de teatro anarquista que servía comida gratuita en Haight Ashbury– proclamaban la vida sencilla y la vuelta a la naturaleza. Postulados que vuelven a cobrar fuerza ante un contexto de crisis económica sostenida y descalabro ecológico: no es casual que se haya reeditado Possum Living (Vida de zarigüeyas – Como vivir sin empleo y (casi) sin dinero, en su flamante edición al español), una suerte de Walden moderno publicado originalmente en 1978, escrito por Dolly Freed, una adolescente estadounidense que junto a su padre vivieron con setecientos dólares anuales por casi cinco años: “Agua, comida, refugio, buena salud, seguridad y libertad. Eso es todo. Todo lo demás es mental”, escribía Freed. Más combativo, otro clásico de la literatura anticonsumo como antecedente freegano es Steal this book (Roba este libro), escrito en 1971 por el activista Abbie Hoffman, una guía para vivir fuera del sistema que se convirtió rápidamente en un best-seller.
Con este mismo espíritu, el freegano y activista inglés Mark Boyle, que empezó contando sus experiencias de una vida sin dinero para The Guardian, escribió en 2010 The Moneyless Man (El hombre sin dinero) y acaba de publicar The Moneyless Manifesto, que pueden bajarse gratuitamente de la Web. Porque a algo los freeganos no renuncian por más capitalista que sea el medio, y es a difundir sus ideas y experiencias a través de foros y comunidades online: justforthelovefit.org, fundada por Boyle, tiene más de 50 mil miembros, y comparte una filosofía de colaboración con otras como freecycle.org. También están los blogs como Freegan Kitchen, con recetas gourmet hechas con comida “recuperada” de la calle o noimpact.typepad.com, del freegano estadounidense Colin Beavan. En la Argentina, el referente es arcoirisuniversal.org, la fundación del freegano Ariel Rodríguez Bosio –35 años, técnico en evaluación ambiental y ex campeón de kung fu– creador también de las Gratiferias, ferias donde todo es gratuito que se hacen en casi todas las provincias y ya también en varios países. Rodríguez Bosio también impulsa otros proyectos de ideario freegano como Ciudad Frutal y Economía Viva: “La figura del prosumidor (productor/consumidor) funciona, esa es la experiencia que tenemos que rescatar. Hoy en día se tiran a la basura millones de toneladas de alimento en buen estado por año mientras permitimos que mueran de hambre dos personas por segundo. Recuperar, evitar que se tiren alimentos, ropa y objetos que aún pueden usarse es una emancipación económica, a la vez que un acto de conciencia medioambiental y ética profunda”. Para los freeganos no existen cambios globales sino personales: minimizar el consumo se convierte en un acto político al alcance de cualquiera.
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