Enrique Leff
La apuesta por el decrecimiento es una toma de conciencia de los límites del crecimiento y la necesidad de desconstruir la economía, una empresa más compleja que desmantelar un arsenal bélico, derrumbar el Muro de Berlín, demoler una ciudad o refundir una industria.
Los años 60 convulsionaron la idea del progreso. Luego de la bomba poblacional, sonó la alarma ecológica. Se cuestionaron los pilares ideológicos de la civilización occidental: la supremacía y derecho del hombre a explotar la naturaleza y el mito del crecimiento económico ilimitado.
Por primera vez, desde que Occidente abrió la historia a la modernidad guiada por los ideales de la libertad y el iluminismo de la razón, se cuestionó el principio del progreso impulsado por la potencia de la ciencia y la tecnología, que pronto se convirtieron en las más serviles y servibles herramientas de la acumulación de capital.
La bioeconomía y la economía ecológica plantearon la relación que guarda el proceso económico con la degradación de la naturaleza, el imperativo de internalizar los costos ecológicos y la necesidad de agregar contrapesos distributivos a los mecanismos del mercado.
En 1972, un estudio del Club de Roma señaló por primera vez "Los límites del crecimiento". De allí surgieron las propuestas del “crecimiento cero” y de una “economía de estado estacionario”.
Cuatro décadas después, la destrucción de los bosques, la degradación ambiental y la contaminación se han incrementado en forma vertiginosa, generando el calentamiento del planeta por las emisiones de gases de efecto invernadero y por las ineluctables leyes de la termodinámica, que han desencadenado la muerte entrópica del planeta.
Los antídotos producidos por el pensamiento crítico y la inventiva tecnológica han resultado poco digeribles por el sistema económico. El desarrollo sostenible se muestra poco duradero, ¡porque no es ecológicamente sustentable!
Hoy, ante el fracaso de los esfuerzos por detener el calentamiento global (el Protocolo de Kyoto había establecido la necesidad de reducir los gases invernadero al nivel de 1990), surge nuevamente la conciencia de los límites del crecimiento y el reclamo por el decrecimiento.
Si bien Lewis Mumford, Iván Illich y Ernst Schumacher vuelven a ser evocados por su crítica a la tecnología y su elogio de “lo pequeño”, el decrecimiento se plantea ante el fracaso del propósito de desmaterializar la producción, el proyecto impulsado por el Instituto Wuppertal que pretendía reducir por cuatro y hasta 10 veces los insumos de naturaleza por unidad de producto.
Resurge así el hecho incontrovertible de que el proceso económico globalizado es insustentable. La ecoeficiencia no resuelve el problema de un mundo de recursos finitos en perpetuo crecimiento, porque la degradación entrópica es irreversible.
La apuesta por el decrecimiento no es solamente una moral crítica y reactiva, una resistencia a un poder opresivo, destructivo, desigual e injusto; no es una manifestación de creencias, gustos y estilos alternativos de vida; no es un mero descreimiento, sino una toma de conciencia sobre un proceso que se ha instaurado en el corazón del mundo moderno, que atenta contra la vida del planeta y la calidad de la vida humana.
El llamado a decrecer no debe ser un mero recurso retórico para dar vuelo a la crítica del modelo económico imperante. Detener el crecimiento de los países más opulentos, pero seguir estimulando el de los más pobres o menos “desarrollados” es una salida falaz.
Los gigantes de Asia han despertado a la modernidad; tan sólo China e India están alcanzando y rebasando las emisiones de gases invernadero de Estados Unidos. A ellos se sumarían los efectos conjugados de los países de menor grado de desarrollo llevados por la racionalidad económica hegemónica.
Decrecer no sólo implica desescalar o desvincularse de la economía. No equivale a desmaterializar la producción, porque ello no evitaría que la economía en crecimiento continuara consumiendo y transformando naturaleza hasta rebasar los límites de sustentabilidad.
La abstinencia y la frugalidad de algunos consumidores responsables no desactivan la manía de crecimiento instaurada en la raíz y el alma de la racionalidad económica, que conlleva un impulso a la acumulación del capital, a las economías de escala, a la aglomeración urbana, a la globalización del mercado y a la concentración de la riqueza.
Saltar del tren en marcha no conduce directamente a desandar el camino. Para decrecer no basta bajarse de la rueda de la fortuna de la economía.
Las excrecencias del crecimiento, la pus que brota de la piel gangrenada de la Tierra, al ser drenada la savia de la vida por la esclerosis del conocimiento y la reclusión del pensamiento, no se retroalimenta en el cuerpo enfermo del Planeta.
No se trata de reabsorber sus desechos, sino de extirpar el tumor maligno. La cirrosis que corroe a la economía no habrá de curarse inyectado más alcohol a la máquina de combustión de los autos, las industrias y los hogares.
Más allá del rechazo a la mercantilización de la naturaleza, es preciso desconstruir la economía realmente existente y construir otra economía, fundada en una racionalidad ambiental.
La transición de la modernidad hacia la posmodernidad significó pasar de la anticultura, inspirada en la dialéctica, al mundo “pos” (posestructuralismo, poscapitalismo), que anunciaba el advenimiento de algo nuevo.
Pero ese algo nuevo aún no tiene nombre, porque solo hemos sabido nombrar lo que es y no lo por venir. La filosofía posmoderna inauguró la época “des”, abierta por el llamado a la desconstrucción. La solución al crecimiento no es el decrecimiento, sino la desconstrucción de la economía y la transición hacia una nueva racionalidad que construya la sustentabilidad.
Desconstruir la economía insustentable significa cuestionar el pensamiento, la ciencia, la tecnología y las instituciones que han instaurado la jaula de racionalidad de la modernidad.
No es posible mantener una economía en crecimiento que se alimenta de una naturaleza finita, sobre todo una economía fundada en el uso del petróleo y el carbón, transformados en el metabolismo industrial, del transporte y de la economía familiar en dióxido de carbono, el principal gas causante del efecto invernadero y del calentamiento del planeta que hoy amenaza a la vida humana.
El problema de la economía del petróleo no es solo, ni fundamentalmente, el de su gestión como bien público o privado. No es el del incremento de la oferta, explotando las reservas guardadas y los yacimientos de los fondos marinos para abaratar nuevamente el precio de las gasolinas, que ha sobrepasado los cuatro dólares por galón.
El fin de la era del petróleo no resulta de su escasez creciente, sino de su abundancia en relación a la capacidad de absorción y dilución de la naturaleza, del límite de su transmutación y disposición hacia la atmósfera en forma de dióxido de carbono.
La búsqueda del equilibrio de la economía por una sobreproducción de hidrocarburos para seguir alimentando la maquinaria industrial (y agrícola por la producción de biocombustibles), pone en riesgo la sustentabilidad de la vida en el planeta, y de la propia economía.
La "despetrolización" de la economía es un imperativo ante los riesgos catastróficos del cambio climático si se rebasa el umbral de las 450-550 partes por millón de gases de efecto invernadero en la atmósfera, como vaticinan el Informe Stern y el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático.
Y esto plantea un desafío a las economías que dependen de sus recursos petroleros (México, Brasil, Venezuela, en nuestra América Latina), no sólo por su consumo interno, sino por su contribución al cambio climático global.
La racionalidad económica se implanta sobre la Tierra y se alimenta de su savia. Es el monstruo que engulle la naturaleza para expulsarla por sus fauces que exhalan bocanadas de humos a la atmósfera, contaminando el ambiente y calentando el planeta.
El decrecimiento de la economía no solo implica la desconstrucción teórica de sus paradigmas científicos, sino de su institucionalización social y de la subjetivización de los principios que intentan legitimar la racionalidad económica como la forma ineluctable del mundo.
Desconstruir la economía resultaría así una empresa más compleja que desmantelar un arsenal bélico, derrumbar el Muro de Berlín, demoler una ciudad o refundir una industria.
No es la obsolescencia de una máquina o de un equipo, ni el reciclaje de sus materiales para renovar el proceso económico. La destrucción creativa del capital que preconizaba Joseph Schumpeter no apuntaba al decrecimiento, sino al mecanismo interno de la economía que la lleva a “programar” la obsolescencia y destrucción del capital fijo, para reestimular el crecimiento insuflado por la innovación tecnológica como fuelle de la reproducción ampliada del capital.
El crecimiento económico arrastra consigo el problema de su medición. El emblemático producto interno bruto con el que se evalúa el éxito o fracaso de las economías nacionales no mide sus externalidades negativas.
Pero el problema fundamental no se resuelve con una escala múltiple y un método multicriterial de medida, como las “cuentas verdes”, el cálculo de los costos ocultos del crecimiento, un “índice de desarrollo humano” o un “indicador de progreso genuino”.
Se trata de desactivar el dispositivo interno, el código genético de la economía, y hacerlo sin desencadenar una recesión de tal magnitud que termine acentuando la pobreza y la destrucción de la naturaleza.
La descolonización del imaginario que sostiene a la economía dominante no habrá de surgir del consumo responsable o de una pedagogía de las catástrofes socio-ambientales, como pudo sugerir Serge Latouche al poner en la mira la apuesta por el decrecimiento.
La racionalidad económica se ha institucionalizado y se ha incorporado a nuestra forma de ser en el mundo: el "homo economicus". Se trata pues de un cambio de piel, de transformar al vuelo un misil antes de que estalle en el cuerpo minado del mundo.
La economía real no es desconstruible mediante una reacción ideológica y un movimiento social revolucionario. No basta con moderarla incorporando otros valores e imperativos sociales para crear una economía social y ecológicamente sostenible.
Es necesario forjar Otra economía, fundada en los potenciales de la naturaleza y en la creatividad de las culturas, en los principios y valores de una racionalidad ambiental.
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