El poder no puede ser entendido como una posesión. En realidad, nadie tiene el poder porque no es una cosa, sino una relación. La fuerza se pone de manifiesto en el enfrentamiento con otra fuerza y de esa oposición nace la separación entre fuertes y débiles. El que queda vencedor se considera el más fuerte porque piensa que tiene la fuerza, el vencido se siente inferior y cree que no tiene fuerza. Ambos ignoran que el poder, siendo una relación, no está nunca de un modo definitivo en uno de los lados: el fuerte quiere creer en lo que su imaginación le presenta, y por eso no sabe que necesita al otro, a ese otro que es el límite de su fuerza: el débil si sabe de sus límites, pero muestra su sometimiento en la imposibilidad de pensarse de otra manera.
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Pero el poder también hace de quien lo ejerce una cosa. El que cree que posee el poder. –y ha logrado tener prueba de ello convirtiendo a su alrededor a algunos humanos en cosas- se mueve sin que exista, entre el impulso y el acto, la mediación del pensamiento. No se mueve como si fuera en un barco, calculando sus movimientos, estudiando sus posibilidades, observando el mejor modo de alzar la vela para tomar viento y avanzar. Es un barco que se mueve en el vacío, carece del sentido de la medida de las cosas, es como una fuerza de la naturaleza, como un terremoto que elimina todos los obstáculos que se le oponen. Nunca se detendrá a tiempo aunque, como fuerza de la naturaleza que es, acabará deteniéndose, pero siempre demasiado tarde, cuando ya nada tenga remedio.
La historia nos enseña que las relaciones humanas son relaciones de fuerza, equilibrios de fuerzas desiguales e inestables y que, por lo tanto, la lucha entre los que obedecen y los que mandan es y será eterna. Pero quienes aman la libertad como Simone Weil intentarán que esas luchas permanezcan más acá de la violencia, que el sometimiento no alcance el límite de la muerte, la destrucción y la guerra.
El poder tiende una trampa a quienes lo ejercen como si fuera una posesión: cuando la fuerza opuesta está ausente, creen que la suya puede crecer sin límites. Así se va a las guerras, creyendo que se posee la fuerza y que ésta es una cantidad ilimitada. Se va como a un juego que casi está ganando de antemano. Si además tenemos en cuenta que la guerra permite escapar a la cotidianeidad del trabajo –que en sí mismo marca lo límites de cada ser humano-, se puede entender que la guerra es como un sueño de la imaginación, hasta que se convierte en una pesadilla de la que ya no se sabe salir.
En esa pesadilla, los combatientes se petrifican por la violencia, tanto los que en un momento determinado son vencedores, como los que son vencidos. Como dice Simone Weill en la bellísimas páginas que las que analiza la guerra de Troya, el único héroe de todas las guerras que se han sucedido a los largo de la historia humana es la fuerza. Si no fuera así, se podría poner fin a las guerras sin esperar la destrucción de uno de los bandos o de los dos. Pero es evidente que la guerra no la hacen quienes calculan, combinan y miden, esto es, quienes piensan, sino seres humanos hechos de materia, dirigidos por el impulso de la fuerza, reducidos a ser marionetas.
“Todo lo que está sometido al contacto de la fuerza está envilecido, cualquiera que sea ese contacto. Golpear o ser golpeado es una y la misma mancha. El frío del acero es igualmente mortal en la empuñadura y en la punta. Todo lo que está expuesto al contacto de la fuerza es susceptible de degradación.”
Simone Weill
Extraído del libro de Maite Larrauri 'La guerra según Simone Weil'
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