Santiago Martín Barajas, Ecologistas en Acción. El Ecologista nº 57
Durante la mayor parte del siglo XX, en la política española en materia de agua ha primado un enfoque de oferta: su objetivo fundamental era incrementar los recursos hídricos disponibles, con independencia de su utilización posterior. Es decir, la política de aguas ha sido fundamentalmente una política de obras hidráulicas, construyéndose cientos de grandes embalses a lo largo de nuestra geografía, así como varios trasvases, siendo el Tajo-Segura el de mayor entidad.
A nadie se le escapa que esta construcción masiva de obras hidráulicas –más de 1.000 grandes embalses–, acarreó tremendas consecuencias, tanto ambientales como sociales. Sin ir más lejos, la eliminación de más de 1.000 valles, pues todo aquello que queda dentro del vaso de un embalse se pierde para siempre. Así, desaparecieron bajo las aguas numerosas áreas de gran valor natural, importantes restos de interés histórico y arqueológico, decenas de iglesias románicas, ciudades romanas y medievales, y un largo etcétera. Y, desde luego, la tragedia humana que supone la desaparición de medio millar de pueblos.
Otra consecuencia de esta política de aumento constante de la oferta ha sido la baja eficiencia en la utilización del agua, con grandes pérdidas en las redes de distribución, tanto en la agricultura como en el abastecimiento urbano, así como el empleo mayoritario de técnicas de riego ineficientes.
A finales del siglo pasado, con la aprobación en 1985 de la actual Ley de Aguas, está política hidráulica dio síntomas de empezar a evolucionar. Sin embargo, no fue hasta 1992, en pleno periodo de sequía, al presentar el Gobierno socialista de entonces una propuesta de Plan Hidrológico Nacional, cuando realmente salta el debate del agua a la opinión pública española. En aquellas fechas, el país llevaba ya más de 15 años de democracia, existían movimientos sociales organizados, y una parte importante de la población no estaba dispuesta a seguir soportando que se le impusiera una política hidráulica tan insostenible. Así, el Plan Hidrológico –que contemplaba la construcción de 273 nuevos embalses y 14 trasvases entre cuencas– recibió un fuerte rechazo social y no consiguió ser aprobado.
Una parte importante de esta oposición fue liderada por las organizaciones ecologistas, que desde siempre han venido apostando por una política y gestión del agua alternativas, en las que predomine el enfoque de demanda. Se defiende, pues, el incremento de la eficiencia, el abandono de la construcción de grandes infraestructuras hidráulicas, y se apuesta por el ahorro, la reducción de las pérdidas en la redes de distribución, la potenciación de técnicas de riego mas eficientes, etc.
En el año 2000, el Gobierno del Partido Popular presentó una nueva propuesta de Plan Hidrológico Nacional, con cambios sustanciales en relación al de 1992, en el que la mayor inversión económica iba destinada a la modernización de regadíos, para disminuir las pérdidas en las redes y promover técnicas de riego más eficientes. Además, se empezaba a considerar a los ríos como ecosistemas fluviales, no como simples colectores de agua como hasta entonces. Pero este nuevo Plan también contemplaba la construcción de un centenar de nuevos embalses y dos trasvases. El proyecto tuvo también una fuerte oposición social por su parte continuista con la política hidráulica tradicional, produciéndose importantes tensiones entre Comunidades Autónomas. A pesar de ello, el Plan fue aprobado por el Parlamento.
Ya en 2004, el nuevo Gobierno socialista modificó el Plan Hidrológico Nacional, derogando la construcción de los dos trasvases. El Ministerio de Medio Ambiente desestimó la construcción de una gran parte de los embalses previstos, continuó con la política de modernización de regadíos, con la consideración de los ríos como ecosistemas a conservar e inició una apuesta importante por la reutilización de aguas residuales depuradas. Asimismo, se promovió la construcción de un buen número de desaladoras en la costa mediterránea.
Situación actual: avances insuficientes
Como hemos visto, la evolución que se ha producido en la gestión del agua en nuestro país en los últimos 15 años ha sido muy rápida e importante: las principales reclamaciones que en 1992 hacíamos las organizaciones ecologistas conforman hoy una buena parte de la política de aguas gubernamental. Dicho esto, la realidad es que el sistema hídrico español resulta cada vez más insostenible desde el punto de vista ambiental. Bien es cierto que se ha hecho un esfuerzo importante por incrementar la eficiencia en la utilización del agua, tanto en la agricultura como en el abastecimiento urbano. Sin embargo, esos ahorros han sido invertidos en su práctica totalidad en abastecer nuevas demandas de ambos sectores.
Efectivamente, el sector agrario, y muy especialmente el inmobiliario, siguen incrementando sus demandas de agua, sobre todo en la costa mediterránea, donde es mayor la escasez. En muchos casos, el agua que se prevé obtener en modernizaciones de regadío que todavía no se han ejecutado, está siendo ya objeto de disputa por nuevos usuarios e incluso entre gobiernos autonómicos, ¡sin contar todavía con ese recurso!
Por el contrario, los recursos hídricos disponibles se están viendo mermados de manera importante en los últimos años. Según los datos obtenidos en las estaciones de aforos de los ríos dependientes del Ministerio de Medio Ambiente, las aportaciones a los cauces se han reducido entre 1996 y 2005 un 15%, con respecto a los valores medios obtenidos en el periodo 1940-1995 [1].
Aunque no se conocen con certeza las causas de estas reducciones en las aportaciones de agua a los cauces, todo apunta a un cúmulo de motivos, entre los que se encuentra la cada vez mayor sobreexplotación de los acuíferos, que detrae agua de los cauces, y sobre todo el cambio climático, en especial la subida de las temperaturas, lo que a su vez incrementa la evaporación, reduciendo la escorrentía [2].
En definitiva, y a pesar de la indudable mejora que se ha producido en la gestión del agua en los últimos años, nos encontramos con que las demandas siguen creciendo a la vez que los recursos hídricos se reducen, lo que nos conduce a una situación de cada vez mayor insostenibilidad, tanto ambiental, como social y económica.
Desde el Ministerio de Medio Ambiente se ha apostado también por la desalación de agua de mar como solución para paliar esta situación, o al menos para retrasar el colapso hídrico al que nos dirigimos. Las desaladoras existentes tienen ya capacidad para producir 200 hm3 anuales de agua desalada, y con las que están en construcción se llegará hasta los 700 hm3.
La construcción de las desaladoras ha tenido un curioso efecto colateral positivo, que está contribuyendo a racionalizar el consumo de agua en la costa mediterránea. Efectivamente, las reclamaciones desde el sector agrario de más recursos hídricos se han visto reducidas de manera ostensible, pues corren el riesgo de ver satisfecha su demanda con agua procedente de una desaladora, que hay que pagar a 0,5-0,6 €/m3, algo que cuenta con el rechazo masivo de este sector, acostumbrado a no pagar el agua o hacerlo muy por debajo de sus costes ambientales y de producción. Como prueba de ello nos encontramos con que durante 2007, las desaladoras ya operativas tan sólo han funcionado de media al 25-30% de su capacidad, debido sobre todo a esa falta de demanda.
No obstante, la desalación de agua de mar no es ni mucho menos la solución, pues conlleva unos daños ambientales y sociales muy relevantes. Por una parte están los vertidos de salmuera, problema todavía no bien solucionado, que afecta a las praderas de posidonia, una fanerógama fundamental en el Mediterráneo para la conservación y el desarrollo de la fauna ictícola. Por otra parte, la desalación requiere un consumo energético importante, que provoca emisiones de CO2 responsables del cambio climático, que a su vez causa en buena medida la reducción de los recursos hídricos en España. Finalmente, contribuye a consolidar un modelo de desarrollo fuertemente insostenible en la costa mediterránea, que está consumiendo la totalidad de sus recursos naturales propios, y que hasta para un recurso tan vital como es el agua dependería de la disponibilidad de electricidad.
Por todo ello, las desaladoras tan sólo sirven para poder paliar o incluso solucionar, con carácter temporal, los efectos de una sequía, evitando que se produzcan restricciones al abastecimiento urbano, pero nada más. En ningún caso, ni siquiera parte del abastecimiento normal de agua a una población, debería depender de las desaladoras, salvo si acaso en los archipiélagos y cuando los recursos propios renovables no sean suficientes para satisfacer las necesidades de la población residente.
La gestión del agua ¿en manos del regadío?
En lo que a la gestión del agua se refiere, el futuro no se presenta muy alentador: las mejoras en la gestión que se han producido tan sólo están consiguiendo retrasar el colapso hídrico al que nos dirigimos, pues la situación sigue agravándose. Además, todo parece indicar que la reciente remodelación ministerial va a empeorar el problema, por cuanto se ha producido la fusión del Ministerio de Medio Ambiente con el de Agricultura, cesando a los principales responsables del primero, y poniendo al frente del nuevo a los que han dirigido la política agraria en los últimos años. Estos hechos han sido aplaudidos por una gran parte del sector de regantes, pues consideran, y posiblemente con razón, que van a poder influir mucho más en la gestión del agua.
No hay que olvidar que el Ministerio de Agricultura se ha caracterizado siempre por ser muy corporativo, velando únicamente por el interés del sector agrario, con independencia del signo político del gobierno de cada momento. La entrega de la gestión del agua, un bien propiedad de todos ciudadanos, a este Ministerio, ha sido un acto de irresponsabilidad, que trunca la mejora de la gestión que se ha estado produciendo en los últimos 15 años en España, y cuyas consecuencias vamos a sufrir el conjunto de la sociedad.
Las primeras víctimas de esta nueva situación serán los caudales ambientales, pues todavía predomina en el sector agrario la idea de que los ríos deben dejar de tirar agua al mar. Es muy posible que se potencie de nuevo la construcción de grandes embalses y trasvases, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado. También es previsible que se acentúe la sobreexplotación de los acuíferos, pues no hay que olvidar la demanda del sector agrario de legalizar el más de medio millón de pozos ilegales que hay en nuestro país, que además ha contado con el apoyo explícito de las consejerías de agricultura de algunas CC AA.
Por último, es también previsible que esta nueva situación ponga en peligro el abastecimiento de agua a poblaciones. Para garantizar el abastecimiento urbano, el Ministerio de Medio Ambiente, desde hace tres años, cuando todavía no era tan evidente la situación de sequía, empezó a reducir el volumen de agua destinado al regadío, lo que suscitó el rechazo entre los regantes. Sin embargo, gracias a esas medidas, ninguna de las poblaciones que se ubican en cuencas hidrográficas dependientes del Estado sufren actualmente problemas de abastecimiento.
Pero mucho nos tememos que el nuevo Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino no esté dispuesto a mantener estas medidas tan impopulares dentro del sector agrario, lo que nos puede abocar a restricciones al abastecimiento a poblaciones en situaciones de sequía. Así, podrían volver a darse situaciones como a principios de los noventa en Sevilla, cuando más de un millón de habitantes sufrieron restricciones y cortes de agua prácticamente a la vez que las comenzaba a soportar el regadío. En algunas poblaciones de la costa mediterránea, incluso había restricciones y cortes de agua en el abastecimiento urbano, mientras se seguían regando los cítricos por inundación.
La solución: decrecimiento
La experiencia de los últimos 15 años, en los que a pesar de la mejora que se ha producido en la gestión del agua el grado de insostenibilidad cada vez es mayor, nos demuestra que es necesario adoptar nuevas medidas. Como se ha señalado, el incremento en la eficiencia en la utilización del agua es insuficiente para alcanzar un cierto grado de sostenibilidad, pues los recursos liberados son inmediatamente absorbidos por nuevas demandas, incluso antes de haberse generado. Parece evidente, pues, que la solución pasa no sólo por frenar el crecimiento de la demanda, sino por proceder a su reducción sobre los niveles actuales. La recuperación de un cierto reequilibrio hídrico en una buena parte de las cuencas hidrográficas de nuestro país obliga a reducir la actual superficie de regadío, llevándola a un máximo de tres millones de hectáreas regadas para el conjunto del Estado, abandonando por tanto varios cientos de miles de hectáreas de regadío actuales.
A pesar del gran crecimiento del consumo de agua experimentado por el sector inmobiliario en los últimos años, ligado a su espectacular desarrollo, sigue siendo el sector agrario el principal y gran consumidor de agua. Esto es así gracias al bajo precio del agua para la agricultura, que en muchos casos es prácticamente gratis o no refleja sus costes de obtención, y jamás los costes ambientales.
En la actualidad la agricultura consume el 80% del agua, cifra que en realidad es mayor, dado que los retornos de agua del regadío a los cauces y acuíferos es de tan sólo un 10%, mientras que los retornos del abastecimiento urbano se sitúan alrededor del 80%, si bien en los nuevos desarrollos urbanísticos ligados al sector turístico este retorno ha bajado al 50%.
Es nuestro país resulta perentorio, por motivos de viabilidad y sostenibilidad ambiental, llevar a cabo una importante reconversión en el regadío que, cuanto más tarde en iniciarse, más traumática va a resultar. Por una parte, está el precio de agua para el riego agrícola como gran asignatura pendiente de la gestión hídrica española. De acuerdo con lo establecido en la Directiva Europea Marco de Agua, el precio del agua tendría que contemplar tanto los costes de obtención como los ambientales, lo que produciría el abandono de una parte del regadío existente. Por otra parte, las Administraciones deben reducir los recursos hídricos destinados a la agricultura, favoreciendo al abandono de una parte del regadío, o disminuyendo las dosis actuales, extensificando la producción. Asimismo, es necesario establecer ayudas públicas para favorecer este abandono del regadío y paliar sus efectos sociales.
A la vez, debería frenarse el desarrollo inmobiliario, lo que en parte parece que está consiguiendo la actual crisis del sector de la construcción, no sólo por el consumo de agua que conlleva, sino también por el de otros recursos naturales.
La adopción de estas medidas acarrea repercusiones sociales importantes, que desde las instituciones hay que intentar paliar. Pero se debe tener en cuenta que son las únicas realmente eficaces para recuperar un cierto reequilibrio hídrico en un escenario como el actual, en el que la demanda se sigue incrementando a la vez que se reducen los recursos. En esta situación, la no adopción de estas medidas por parte del Gobierno constituye un acto de irresponsabilidad, puesto que la dinámica actual nos lleva a un colapso hídrico. En el escenario de colapso estas restricciones llegarán por sí solas de manera intensa y brusca, desatándose importantes luchas por el agua entre diferentes sectores y regiones, y con unas afecciones sociales, económicas y ambientales mucho peores que si la reconversión del regadío se iniciase ahora de forma progresiva.
Sin embargo, ni mucho menos parece ser ésta la voluntad del actual Gobierno, preocupado tan sólo por la recuperación de su popularidad en algunas de las regiones de la costa mediterránea, para lo que de manera irresponsable ha entregado la gestión del agua al sector agrario.
Notas
[1] Santiago M. Barajas, 2007: “Reducción de los recursos hídricos”, El Ecologista 55, invierno 2007/08. Esta reducción ha tenido lugar en todas las cuencas, aunque de forma desigual, siendo más drástica en la cuenca del Segura, próxima al 40%, y también en las del Guadiana, especialmente en su cabecera, Ebro y Cuencas Internas de Cataluña, que han perdido en tan sólo 10 años del orden de una quinta parte de sus recursos.
[2] Parece ser que las reducciones no son debidas tanto a la reducción de las lluvias, dado que en el periodo 1996-2005, tan sólo hubo un año considerado como de sequía.
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