Amaia Pérez Orozco - Feministas.org
La idea de esta ponencia es retomar el hilo de los debates sobre el capitalismo y el patriarcado, sempiternos en el feminismo, a la luz de la crisis civilizatoria que estamos viviendo. Parto de un sentimiento de urgencia, la urgencia de tener, como feministas, una voz incómoda, como dicen algunas compañeras, una postura molestosa, como dirían otras, ante lo que (nos) está ocurriendo. Hace mucho venimos debatiendo si el capitalismo y el patriarcado son dos sistemas distintos, si son uno solo, si se trata de un capitalismo patriarcal o un patriarcado capitalista. Y qué tienen que ver otros ejes de poder, si nos enfrentamos más bien a un patriarcado capitalista blanco, a un capitalismo patriarcal heterosexista racialmente estructurado… Si es que no tenemos ni nombres… porque, como dice Donna Haraway, ¿de qué forma podemos llamar a esa Escandalosa Cosa?
Pues bien, ¿qué hacemos hoy, Granada 2009, con esa Escandalosa Cosa en crisis? Aquí van unas breves líneas para afirmar que, en este momento, necesitamos retomar con fuerza un feminismo anticapitalista (o muchos feminismos anticapitalistas, ya que la voluntad, o el espejismo, de unidad se nos rompió y ahora andamos a la búsqueda de formas potentes de articular la diversidad). Para ello, en este texto (que, justo es decirlo, hace especial referencia al contexto del estado español y probablemente diga poco o suene extraño en otros) comienzo ahondando en la crisis de los cuidados – qué es, qué factores la han desencadenado, cómo está evolucionando – y, sobre todo, retomando brevemente algunos de los debates centrales que el discutir sobre esta crisis nos abría, y que tenían una fuerte potencia para la articulación de un feminismo anticapitalista diverso. Hablo en pasado porque, con el colapso financiero actual, esa articulación, que era frágil, está fuertemente amenazada; estamos a un tris de replegarnos hacia un feminismo productivista de fetichización del trabajo asalariado. Y, sin embargo, esa misma crisis, si le entramos estratégicamente, puede funcionar como acicate de cambio, como catalizador de esa articulación de un feminismo anticapitalista diverso.
Pero, antes de nada, ¿por qué es importante hablar de cuidados? ¿Qué potencia tiene dedicarle una atención específica y prioritaria? Entre otros muchos motivos que podríamos alegar y que de seguro nos vienen a la cabeza, hay uno clave: en los cuidados se produce la materialización cotidiana de los problemas más “gordos”, más estructurales. A fin de cuentas, es ahí donde se esconden todas las posibilidades y trampas del conjunto del sistema. Discutiendo sobre los cuidados, en lo concreto, en la vida del día a día, estamos discutiendo sobre esos grandes “dilemas existenciales del feminismo” que, enfocados desde un ángulo demasiado macro, demasiado abstracto, a veces se nos escapan. Por ejemplo, cuál es la relación entre capitalismo y patriarcado, qué posibilidades de liberación tenemos en los márgenes del sistema, qué significa igualdad en el reparto del trabajo y los recursos y cómo conseguirla, cómo se relaciona el género con otros ejes de poder en lo económico… Los cuidados son algo así como “lo personal es político” en el ámbito económico.
¿Qué es la crisis de los cuidados? Es la ruptura del modelo previo de reparto de los cuidados, que sostenía el conjunto del sistema socioeconómico, que de forma clave conformaba la base sobre la que se erigían las estructuras económicas, el mercado laboral y el estado del bienestar. Se trataba de un modelo basado en dos características. En primer lugar, en adjudicar a las mujeres en los hogares la responsabilidad de resolver las necesidades de cuidados. No existían mecanismos colectivos para asumir esa responsabilidad: no eran ni el estado, ni las empresas, ni la comunidad quienes se hacían responsables, sino los hogares y, en ellos, las mujeres. No cada una aisladamente, sino organizadas en redes más o menos extensas, más o menos simétricas o atravesadas de relaciones de poder entre ellas mismas. En segundo lugar, se basaba en la división sexual del trabajo clásica. La que a nivel macro adjudicaba a las mujeres los trabajos de cuidados invisibles, los no-trabajos, y a los hombres el espacio del trabajo reconocido como tal, el asalariado. La que permitía que el ámbito de la economía “real” o “productiva” se construyera sobre la presencia-ausente de las mujeres: las mujeres presentes, activas, pero en los ámbitos económicos invisibles, los de los trabajos gratuitos. Y esa “ausencia”, esa invisibilidad, era requisito indispensable para que el sistema siguiera adelante volcando ahí todos los costes de mantener y reproducir la vida bajo las condiciones impuestas por un sistema que no priorizaba la vida, sino que la utilizaba para acumular capital. Presencia-ausente que, en el caso de las mujeres obreras, se convertía en doble invisibilidad: porque, en el tajo, debían actuar como si no tuvieran responsabilidades fuera de la fábrica; y, en la casa, debían aproximarse lo más que pudieran al modelo de ama de casa volcada en los suyos. División sexual del trabajo clásica que, a nivel micro, erigía en norma social la familia nuclear radioactiva, aquella del hombre ganador del pan / mujer ama de casa. Ojo, decimos que era la norma social, pero no hablamos de familia normal en el sentido de que fuese abrumadoramente mayoritaria, sino de que se imponía como modelo al que aspirar y respecto del cual se desviaban todos los grupos sociales problemáticos: lo rural que debía tender a desaparecer con el progreso, las lesbianas, las madres solas, las mujeres obreras, etc.
Pues bien, este modelo se viene abajo, lo cual en ningún caso significa que se haya descuajeringado algo que estuviera bien. Precisamente desde el feminismo se ha luchado mucho contra la división sexual del trabajo, contra la familia nuclear, por ser una de las piezas clave en la opresión de las mujeres. Pero sí se ha descuajeringado algo que sostenía una falsa paz social. Y aquí está el quid: las tensiones empiezan a salir a flote.
¿Y por qué esa ruptura? Por muchos factores. De algunos nos hablan por todos lados de forma sesgada y tendenciosa. El envejecimiento de la población es uno de ellos, que es cierto, innegable. Otra cosa es cómo lo miramos, si lo entendemos como un mero aumento de un montón de gente “dependiente” “mercantilmente no productiva”; y cómo lo construimos, si como un simple alargamiento de la cantidad de vida, al margen de la calidad de vida o de la capacidad de decidir sobre la propia vida. El envejecimiento de la población y… la inserción de las mujeres en el mercado laboral. Que, más allá de la reducción cuantitativa del número de mujeres disponibles 100% para las necesidades del hogar, de amas de casa a tiempo completo, es sobre todo importante por reflejar un cambio en la identidad de las mujeres, que nos negamos a renunciar al empleo, a toda vida profesional, a la independencia monetaria, para dedicarnos en plenitud al trabajo no pagado en la familia. El revuelo que se monta socialmente por esta “inserción de las mujeres en el mercado laboral” está asociado también a un proceso de clase: ya había un montón de mujeres en el mercado laboral, todas aquellas mujeres obreras sujetas a la doble invisibilidad que decíamos antes. Eran mujeres que vivían en plenitud esos problemas de “conciliación de la vida laboral y familiar”, pero que no tenían legitimidad social para plantearla como un problema público. El revuelo empieza a formarse porque el feminismo lo saca a la luz, como indudable consecuencia de un ejercicio de dignificación del trabajo asalariado de las mujeres; pero también porque empiezan a ser tensiones sufridas por mujeres de clase media y mayor nivel educativo que tienen mayor capacidad para que sus voces se oigan.
Pero hay otros factores de los que se habla mucho menos, de los que no se quiere hablar. La crisis de los cuidados está íntimamente relacionada con el modelo de crecimiento urbano, que conlleva la desaparición de espacios públicos donde se pueda cuidar de forma menos intensiva (sin el miedo a que atropellen a la cría, ¿no sería más fácil que baje a jugar sola con sus amigos, o dejar que vaya sola a gimnasia sin tener que acompañarla?), y genera una escisión entre los distintos espacios de vida que, además de robarnos una barbaridad de horas en transporte, hace que el curro, la casa, las amistades, la escuela, el centro de salud estén cada uno en una punta, que sea una locura ir de un lugar a otro, que no puedas simultanear tareas, ni pedir a alguien que eche un ojo al abuelo mientras bajas a hacer recados. La crisis de los cuidados está íntimamente vinculada a la “explosión urbana y del transporte motorizado”, sobre la que alertan desde el ecologismo social, y que está en la génesis de la crisis ecológica. Otro factor del que hablamos poco, muy poco, es la precarización del mercado laboral: la flexibilización de tiempos y espacios que, más allá de la retórica que nos quieran vender, responde sistemáticamente a las necesidades empresariales. El baile caótico de tiempos y espacios de trabajo vuelve imposible cualquier arreglo del cuidado medianamente estable. Y esa misma precarización hace que los (escasos) derechos de conciliación que se van reconociendo o ampliando (léanse permisos de maternidad, paternidad, excedencias, reducciones de jornada, etc.) lleguen a una fracción privilegiada de la fuerza laboral y dejen fuera a otra mucha, mucha gente. Por último, la pérdida de redes sociales y el afianzamiento de un modelo individualizado de gestión de la cotidianeidad y de construcción de horizontes vitales, nos deja muy solas a la hora de abordar estas pequeñas grandes dificultades de la vida. El modo individualizado y consumista de apañárnoslas, cada quien consigo y con lo que pueda comprar en el mercado. Y, cuando esto falla, el reiterado recule a la familia tradicional. Imaginamos alternativas de convivencia que no pasen por el mercado ni por los lazos familiares prototípicos, pero no las construimos con solidez. Por qué seguimos ahí estancadas, desde el propio feminismo, es algo que no tenemos claro. La asunción de mayores cotas de libertad en la organización de la vida cotidiana no va unida a la incorporación de la idea de vulnerabilidad, por lo que la libertad no se traduce en la construcción de una responsabilidad compartida para lidiar con nuestras vulnerabilidades inevitables. ¿Estamos derivando, como sociedad, pero también nosotras, hacia una idea de autosuficiencia más que hacia la constatación de la interdependencia vital? ¿Cómo lidiar con el deseo de libertad y la necesidad de compromiso?
La idea de esta ponencia es retomar el hilo de los debates sobre el capitalismo y el patriarcado, sempiternos en el feminismo, a la luz de la crisis civilizatoria que estamos viviendo. Parto de un sentimiento de urgencia, la urgencia de tener, como feministas, una voz incómoda, como dicen algunas compañeras, una postura molestosa, como dirían otras, ante lo que (nos) está ocurriendo. Hace mucho venimos debatiendo si el capitalismo y el patriarcado son dos sistemas distintos, si son uno solo, si se trata de un capitalismo patriarcal o un patriarcado capitalista. Y qué tienen que ver otros ejes de poder, si nos enfrentamos más bien a un patriarcado capitalista blanco, a un capitalismo patriarcal heterosexista racialmente estructurado… Si es que no tenemos ni nombres… porque, como dice Donna Haraway, ¿de qué forma podemos llamar a esa Escandalosa Cosa?
Pues bien, ¿qué hacemos hoy, Granada 2009, con esa Escandalosa Cosa en crisis? Aquí van unas breves líneas para afirmar que, en este momento, necesitamos retomar con fuerza un feminismo anticapitalista (o muchos feminismos anticapitalistas, ya que la voluntad, o el espejismo, de unidad se nos rompió y ahora andamos a la búsqueda de formas potentes de articular la diversidad). Para ello, en este texto (que, justo es decirlo, hace especial referencia al contexto del estado español y probablemente diga poco o suene extraño en otros) comienzo ahondando en la crisis de los cuidados – qué es, qué factores la han desencadenado, cómo está evolucionando – y, sobre todo, retomando brevemente algunos de los debates centrales que el discutir sobre esta crisis nos abría, y que tenían una fuerte potencia para la articulación de un feminismo anticapitalista diverso. Hablo en pasado porque, con el colapso financiero actual, esa articulación, que era frágil, está fuertemente amenazada; estamos a un tris de replegarnos hacia un feminismo productivista de fetichización del trabajo asalariado. Y, sin embargo, esa misma crisis, si le entramos estratégicamente, puede funcionar como acicate de cambio, como catalizador de esa articulación de un feminismo anticapitalista diverso.
Pero, antes de nada, ¿por qué es importante hablar de cuidados? ¿Qué potencia tiene dedicarle una atención específica y prioritaria? Entre otros muchos motivos que podríamos alegar y que de seguro nos vienen a la cabeza, hay uno clave: en los cuidados se produce la materialización cotidiana de los problemas más “gordos”, más estructurales. A fin de cuentas, es ahí donde se esconden todas las posibilidades y trampas del conjunto del sistema. Discutiendo sobre los cuidados, en lo concreto, en la vida del día a día, estamos discutiendo sobre esos grandes “dilemas existenciales del feminismo” que, enfocados desde un ángulo demasiado macro, demasiado abstracto, a veces se nos escapan. Por ejemplo, cuál es la relación entre capitalismo y patriarcado, qué posibilidades de liberación tenemos en los márgenes del sistema, qué significa igualdad en el reparto del trabajo y los recursos y cómo conseguirla, cómo se relaciona el género con otros ejes de poder en lo económico… Los cuidados son algo así como “lo personal es político” en el ámbito económico.
- La crisis de los cuidados: qué es y qué la desencadena
¿Qué es la crisis de los cuidados? Es la ruptura del modelo previo de reparto de los cuidados, que sostenía el conjunto del sistema socioeconómico, que de forma clave conformaba la base sobre la que se erigían las estructuras económicas, el mercado laboral y el estado del bienestar. Se trataba de un modelo basado en dos características. En primer lugar, en adjudicar a las mujeres en los hogares la responsabilidad de resolver las necesidades de cuidados. No existían mecanismos colectivos para asumir esa responsabilidad: no eran ni el estado, ni las empresas, ni la comunidad quienes se hacían responsables, sino los hogares y, en ellos, las mujeres. No cada una aisladamente, sino organizadas en redes más o menos extensas, más o menos simétricas o atravesadas de relaciones de poder entre ellas mismas. En segundo lugar, se basaba en la división sexual del trabajo clásica. La que a nivel macro adjudicaba a las mujeres los trabajos de cuidados invisibles, los no-trabajos, y a los hombres el espacio del trabajo reconocido como tal, el asalariado. La que permitía que el ámbito de la economía “real” o “productiva” se construyera sobre la presencia-ausente de las mujeres: las mujeres presentes, activas, pero en los ámbitos económicos invisibles, los de los trabajos gratuitos. Y esa “ausencia”, esa invisibilidad, era requisito indispensable para que el sistema siguiera adelante volcando ahí todos los costes de mantener y reproducir la vida bajo las condiciones impuestas por un sistema que no priorizaba la vida, sino que la utilizaba para acumular capital. Presencia-ausente que, en el caso de las mujeres obreras, se convertía en doble invisibilidad: porque, en el tajo, debían actuar como si no tuvieran responsabilidades fuera de la fábrica; y, en la casa, debían aproximarse lo más que pudieran al modelo de ama de casa volcada en los suyos. División sexual del trabajo clásica que, a nivel micro, erigía en norma social la familia nuclear radioactiva, aquella del hombre ganador del pan / mujer ama de casa. Ojo, decimos que era la norma social, pero no hablamos de familia normal en el sentido de que fuese abrumadoramente mayoritaria, sino de que se imponía como modelo al que aspirar y respecto del cual se desviaban todos los grupos sociales problemáticos: lo rural que debía tender a desaparecer con el progreso, las lesbianas, las madres solas, las mujeres obreras, etc.
Pues bien, este modelo se viene abajo, lo cual en ningún caso significa que se haya descuajeringado algo que estuviera bien. Precisamente desde el feminismo se ha luchado mucho contra la división sexual del trabajo, contra la familia nuclear, por ser una de las piezas clave en la opresión de las mujeres. Pero sí se ha descuajeringado algo que sostenía una falsa paz social. Y aquí está el quid: las tensiones empiezan a salir a flote.
¿Y por qué esa ruptura? Por muchos factores. De algunos nos hablan por todos lados de forma sesgada y tendenciosa. El envejecimiento de la población es uno de ellos, que es cierto, innegable. Otra cosa es cómo lo miramos, si lo entendemos como un mero aumento de un montón de gente “dependiente” “mercantilmente no productiva”; y cómo lo construimos, si como un simple alargamiento de la cantidad de vida, al margen de la calidad de vida o de la capacidad de decidir sobre la propia vida. El envejecimiento de la población y… la inserción de las mujeres en el mercado laboral. Que, más allá de la reducción cuantitativa del número de mujeres disponibles 100% para las necesidades del hogar, de amas de casa a tiempo completo, es sobre todo importante por reflejar un cambio en la identidad de las mujeres, que nos negamos a renunciar al empleo, a toda vida profesional, a la independencia monetaria, para dedicarnos en plenitud al trabajo no pagado en la familia. El revuelo que se monta socialmente por esta “inserción de las mujeres en el mercado laboral” está asociado también a un proceso de clase: ya había un montón de mujeres en el mercado laboral, todas aquellas mujeres obreras sujetas a la doble invisibilidad que decíamos antes. Eran mujeres que vivían en plenitud esos problemas de “conciliación de la vida laboral y familiar”, pero que no tenían legitimidad social para plantearla como un problema público. El revuelo empieza a formarse porque el feminismo lo saca a la luz, como indudable consecuencia de un ejercicio de dignificación del trabajo asalariado de las mujeres; pero también porque empiezan a ser tensiones sufridas por mujeres de clase media y mayor nivel educativo que tienen mayor capacidad para que sus voces se oigan.
Pero hay otros factores de los que se habla mucho menos, de los que no se quiere hablar. La crisis de los cuidados está íntimamente relacionada con el modelo de crecimiento urbano, que conlleva la desaparición de espacios públicos donde se pueda cuidar de forma menos intensiva (sin el miedo a que atropellen a la cría, ¿no sería más fácil que baje a jugar sola con sus amigos, o dejar que vaya sola a gimnasia sin tener que acompañarla?), y genera una escisión entre los distintos espacios de vida que, además de robarnos una barbaridad de horas en transporte, hace que el curro, la casa, las amistades, la escuela, el centro de salud estén cada uno en una punta, que sea una locura ir de un lugar a otro, que no puedas simultanear tareas, ni pedir a alguien que eche un ojo al abuelo mientras bajas a hacer recados. La crisis de los cuidados está íntimamente vinculada a la “explosión urbana y del transporte motorizado”, sobre la que alertan desde el ecologismo social, y que está en la génesis de la crisis ecológica. Otro factor del que hablamos poco, muy poco, es la precarización del mercado laboral: la flexibilización de tiempos y espacios que, más allá de la retórica que nos quieran vender, responde sistemáticamente a las necesidades empresariales. El baile caótico de tiempos y espacios de trabajo vuelve imposible cualquier arreglo del cuidado medianamente estable. Y esa misma precarización hace que los (escasos) derechos de conciliación que se van reconociendo o ampliando (léanse permisos de maternidad, paternidad, excedencias, reducciones de jornada, etc.) lleguen a una fracción privilegiada de la fuerza laboral y dejen fuera a otra mucha, mucha gente. Por último, la pérdida de redes sociales y el afianzamiento de un modelo individualizado de gestión de la cotidianeidad y de construcción de horizontes vitales, nos deja muy solas a la hora de abordar estas pequeñas grandes dificultades de la vida. El modo individualizado y consumista de apañárnoslas, cada quien consigo y con lo que pueda comprar en el mercado. Y, cuando esto falla, el reiterado recule a la familia tradicional. Imaginamos alternativas de convivencia que no pasen por el mercado ni por los lazos familiares prototípicos, pero no las construimos con solidez. Por qué seguimos ahí estancadas, desde el propio feminismo, es algo que no tenemos claro. La asunción de mayores cotas de libertad en la organización de la vida cotidiana no va unida a la incorporación de la idea de vulnerabilidad, por lo que la libertad no se traduce en la construcción de una responsabilidad compartida para lidiar con nuestras vulnerabilidades inevitables. ¿Estamos derivando, como sociedad, pero también nosotras, hacia una idea de autosuficiencia más que hacia la constatación de la interdependencia vital? ¿Cómo lidiar con el deseo de libertad y la necesidad de compromiso?