Jesús Iglesias Campo - Menos es más
Primera Parte
Tod@s hemos estudiado biología en el cole (ciencias naturales,
en mi época). Los libros correspondientes nos decían, por ejemplo, que
los ecosistemas se libran de sus desechos y reponen los elementos que
necesitan según un proceso coherente y continuo: cuando la materia
orgánica de un árbol (hojas y ramas) muere y cae al suelo, se descompone
y forma nutriente natural que, junto con el agua y la energía solar, es
asimilada por el sistema radicular y fotosintético del mismo árbol. Es
decir, la naturaleza funciona constantemente según ciclos cerrados, ajustados y perfectamente equilibrados, tras millones de años de ‘experimentación’.
Pienso que se puede añadir algo más: durante todo este proceso, ese
mismo árbol participa en el ciclo del carbono -absorbe una pequeña parte
de la energía que le llega para fijar el CO2 en su propia
estructura- donde se recicla a tasas superiores al 99% (nuestra
civilización no recicla nada a escala amplia por encima del 50%); y usa
la mayor parte de la energía incidente en participar en ciclo del agua
de la biosfera -subiendo los nutrientes que necesita desde el suelo
hasta las ramas y las hojas-. Un árbol, además, presenta un elevadísimo
nivel de autorreparación, resiste las duras inclemencias del tiempo como
pocas estructuras humanas lo hacen, puede vivir durante milenios y,
mientras tanto, generar un bosque y alimentar a humanos y a animales. Y
por si fuera poco, crea a su alrededor un microclima cuya sombra es más
eficiente para enfriar el suelo que nuestros mejores aires
acondicionados. En definitiva, un árbol, como dice Carlos de Castro, “es una máquina de eficiencia y capacidad a años luz de lo que el mejor ingeniero podría soñar”.[1]
La revolución verde: adiós a los ciclos cerrados
En los años 50, el empleo masivo de
nutrientes químicos aceleradores de producción de biomasa por parte de
la nueva agricultura industrial, con el fin de obtener más cantidad de
alimento, rompió el ciclo de la materia orgánica. Efectivamente, el
modelo agroindustrial puede alardear de haber obtenido un incremento
espectacular de rendimientos, pero lo ha hecho a base de insumos
químicos, de mecanización y de simplificación, quebrando el equilibrio
metabólico y la racionalidad ecológica inherente a la agricultura
anterior, tradicional, enraizada en sus contextos
geográficos y climáticos. Así pues, el ciclo de la materia orgánica,
abierto y mantenido a base de insumos sumamente nocivos, ha certificado
una dependencia total de la agroindustria respecto a los fertilizantes químicos y al petróleo con el que se fabrican.
Toda la cadena alimentaria, de hecho, ha sufrido un progresivo
desarraigo local para convertirse en un sector extremadamente
petrodependiente y profundamente ineficiente en términos energéticos. La
viabilidad de este sistema, teniendo en cuenta que nos acercamos
peligrosamente a los límites de los recursos (suelo fértil, agua dulce,
petróleo, fertilizantes, etc.), está claramente en entredicho. Pero se
le ha llamado, curiosamente, revolución verde.
Medio siglo después ya somos el
doble de almas en este planeta, pero a costa de introducir en el
circuito de materia orgánica -antes cerrado- elementos tóxicos y no
reciclables. Debido a ello, la
agroindustria es una de las actividades que más contamina, consume una
desmedida cantidad de agua y energía, y destruye la biodiversidad del
planeta. Pero si todo esto supone un montón de graves
problemas, debemos entender que si falla la aportación de agrotóxicos
-lo cual está empezando a suceder tras el pico del petróleo y a la
espera de un colapso inevitable- este agrosistema artificial se
desploma. Sobreviene entonces la muerte súbita, materializada en
desertificación y hambruna universal. Un revolución, sí, pero tan negra
como el petróleo que la alimenta.
Con estos mimbres, podemos afirmar
que estamos ante una estrategia profundamente antieconómica: por lo de
pronto, a causa de tanto insumo tóxico (fertilizantes y fitosanitarios)
el suelo está envenenado y perdiendo su fertilidad. Y cuanto más se
empobrece, más fertilizantes agrotóxicos derivados del petróleo
necesita. Así que en realidad Michael Pollan tiene toda la razón al
decir que “cuando comemos del sistema alimentario industrial, estamos comiendo petróleo y vomitando gases de efecto invernadero”[2].
La cuestión de fondo aquí es que a aquél, que se nutre de una
agricultura de ciclo abierto mantenida a base de agrotóxicos para el
suelo, plantas y animales, no le interesa cerrar los ciclos de materia,
de la misma manera que no le interesa la alimentación sana, ni la
conservación de los ecosistemas. Su
interés es puramente económico y cortoplacista, basado en el comercio
de grandes distancias y el monocultivo de enormes extensiones,
abastecido indirectamente por las grandes corporaciones petroleras. Antieconomía pura y dura.
El capitalismo verde: la naturaleza como negocio
Tras la revolución verde, llegó el capitalismo verde,
que no es ni más ni menos que considerar la naturaleza como un gran
depósito de recursos infinito y dispuesto a ser explotado por los seres
humanos sin más miramientos ni objeciones. Obviamente, esto lleva a una
profunda degradación de multitud de ecosistemas, como vemos con los agrocombustibles o los cultivos de soja para pastos. En la selva amazónica, por ejemplo, ya se ha deforestado una superficie de selva similar al territorio de toda Alemania.[3] En
el Cono Sur, donde la soja se extiende con voracidad, se están
perdiendo nutrientes a marchas forzadas por la agresividad de este
monocultivo, al tiempo que el suelo y el agua son contaminados por el
glifosatos y otros agroquímicos. La producción de aceite de palma,
principal insumo para la elaboración de biodiésel, responsable a su vez
tala y quema de las hermosas y ricas selvas de Indonesia, genera el
triple de gases de efecto invernadero que los combustibles fósiles[4]. Son apenas tres ejemplos de las bondades de este capitalismo verde.
Este nuevo invento, creado para hacer realidad el ansiado desarrollo sostenible
(por otro lado, una evidente contradicción de términos) afirma que, en
virtud de las nuevas modalidades de reciclaje y de la innovación
tecnológica, las mercancías y los procesos productivos son cada vez
menos dañinos para el medio ambiente, por lo que todo el contenido de ese centro comercial que es la biosfera puede ser expropiado, apropiado y valorizado como cualquier mercancía.
Y ahora llegamos al quid de la cuestión -y a su razón de ser-: el
mercado es la herramienta ideal para reparar los problemas
medioambientales existentes. La solución, pues, pasaría por la privatización y la mercantilización de la naturaleza.
Ni más ni menos. Un disparate mayúsculo que la gran industria nos ha
colocado con lacito incluido. Abordaré el tema del descarado vínculo
entre capitalismo verde y estrategia neoliberal en los siguientes
capítulos. Por lo de pronto, bastan las palabras de Alejandro Nadal: “el
capital verde no es la solución a los graves problemas ambientales y
mucho menos a la creciente desigualdad. Es una justificación ideológica a
la necesidad de asegurar la continuidad de una relación social de
explotación clasista“[5].
Como el capitalismo ha demostrado
tener siempre una gran capacidad para el cambio tecnológico, se entiende
que ahora también encontrará la solución adecuada. Así pues, en virtud
de un tecnooptimismo
profundamente irracional -un descargo de conciencia, más bien-, la
economía capitalista generará una serie de tecnologías que permitirán,
entre otras virtudes, reducir el consumo energético y material
(ignorando el famoso efecto rebote o Paradoja de Jevons,
y desafiando, de paso, las leyes de la termodinámica), arreglar los
desaguisados ecológicos y todo ello creando un flujo de inversiones que
permita la introducción masiva de las innovaciones correspondientes. La
realidad, por el contrario, es que, con una política macroeconómica
orientada a cuidar los intereses del capital financiero (pues los
capitalistas necesitan de expectativas de ganancias) y una inversión
energética y material enorme en sectores industriales claramente
perjudiciales (automóvil, siderurgia, minería, agricultura y ganadería
industrial), la capacidad transformadora del sistema capitalista va a estar -ya lo está- fuertemente debilitada.
Pienso que en lugar de estimular el
crecimiento infinito de la tecnología, dependiente, como digo, de
minerales básicos y, dicho sea de paso, con unos balances de carbono muy
negativos, deberíamos apostar por hacerla más accesible, producirla con
menos recursos, emplearla de otro modo y diseñarla de tal forma que los
dispositivos de los que se sirva puedan preservarse largo tiempo en
funcionamiento. El problema es que la tecnociencia sigue empeñada en
crecer, en aumentar el PIB (un pésimo indicador de bienestar) y en hacerle el servicio a un capitalismo verde que no sólo yerra en el intento de conseguir esa pirueta imposible del desarrollo sostenible, sino que es, como han demostrado los hechos, claramente
incompatible con la reducción de la emisión de gases de efecto
invernadero, con la disminución del empleo de energías fósiles y de
agua, y con la preservación de la biodiversidad. Si a
esto sumamos el agotamiento acelerado del ‘almacén’ de materias primas y
recursos no energéticos del planeta, la amenaza parece ya bastante más
que seria.[6]
El imposible desarrollo sostenible
Dejo para el final algunas pinceladas en torno a la idea de desarrollo sostenible,
desde hace años tan trillada como absurda. De entrada, la buena acogida
que tuvo en su momento (aún la tiene, sorprendentemente), se debe en
gran parte a la deliberada y controlada dosis de ambigüedad que
conlleva. Asume una preocupación
por la salud de los ecosistemas pero la desplaza, como hemos visto hace
varios párrafos, hacia el campo de la gestión económica.
Esta indefinición y aquella ambigüedad hacen que las buenas intenciones
(si las hubiera) se queden en eso. Tras el Primer Informe del Club de Roma, ‘Los límites del crecimiento’ se adoptó el término de ecodesarrollo
para tratar de conciliar el aumento de producción (reclamado por el
Tercer Mundo) con el respeto a los ecosistemas marinos y terrestres. Sin
embargo, a instancias de Henry Kissinger (en aquellos tiempos
Secretario de Estado con el presidente Gerald Ford), el término se fue
modificando hasta que por fin se adoptó el de desarrollo sostenible.
Naciones Unidas entendió que los economistas más convencionales
aceptarían sin recelo la modificación, ya que se podía seguir
promoviendo el desarrollo tal y como lo venían entendiendo ellos mismos.
Así lo expresa Timothy O’Riordan: “la engañosa simplicidad del
término y su significado aparentemente manifiesto ayudaron a extender
una cortina de humo sobre su inherente ambigüedad”.[7]
Así las cosas, desde que Donella Meadows pusiera en entredicho las nociones de crecimiento y desarrollo
utilizadas en economía, venimos asistiendo a un peligrosísimo abandono
de las preocupaciones que el propio informe que ella dirigió en 1972
suscitaban: si el actual incremento de la población mundial, la
industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la
explotación de los recursos naturales se mantienen sin variación,
alcanzarán los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los
próximos cien años. La tesis principal que defiende el estudio es que, en un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial (población, producto per cápita), no son sostenibles.
De esta manera, el planeta pone límites al crecimiento, empezando por
los recursos naturales no renovables, la tierra cultivable finita, y la
capacidad de los ecosistemas para absorber la polución producto del
quehacer humano.
Veinte años después de este serio
aviso, parecía que había cierto consenso en la comunidad científica,
como lo atesora el documento elaborado por la UCS (Union of Concerned
Scientists) de EEUU en 1992. Los 1.700 científicos firmantes, daban
cuenta de su espíritu radical: “Los seres humanos y el
mundo natural están en camino de colisión […] Muchas de nuestras
prácticas actuales ponen en riesgo serio el futuro que deseamos para la
sociedad humana y los reinos animal y vegetal […] Se necesitan
urgentemente cambios fundamentales si es que queremos evitar nuestro
presente camino de colisión. No disponemos de más de una o dos décadas
para revertir los peligros que ahora tenemos si queremos evitar que el
progreso de la humanidad quede enormemente disminuido”.[8]
Pero todo ha sido un espejismo; no
sólo no hemos revertido los cambios, sino que continuamos imprimiento
más y más velocidad a los mismos procesos que nos llevan al desastre. Carlos de Castro se sirve de un buen ejemplo: “el Titanic ya ha chocado con el iceberg y además lo ha hecho acelerando”.[9]
Es evidente que la tendencia imperante -en general, no sólo entre
políticos y economistas- es asumir acríticamente la meta del crecimiento
(o desarrollo económico). La cultura del silencio sobre todo lo que tenga que ver con cuestionar este dogma, propiciada, en parte, por la retórica del desarrollo sostenible, es difícilmente discutible y supone para Godfrey M’Meweriria una “corrupción de nuestro pensamiento, nuestras mentes y nuestro lenguaje”[10]. Debemos bajar del pedestal la idea misma de crecimiento económico como algo deseable y advertir, como lo hace José Manuel Naredo, que “la
sostenibilidad no será fruto de la eficiencia y del desarrollo
económico, sino que implica sobre todo decisiones sobre la equidad
actual e intergeneracional”.[11]
En definitiva, el término desarrollo sostenible
nos sirve para mantener la fe en el crecimiento mientras escapamos de
la problemática ecológica y las connotaciones éticas que éste implica.
Por mucho que las referencias a la sostenibilidad abunden por doquier,
poca voluntad se aprecia en acometer la necesaria reconversión social
que conlleva: desandar críticamente el camino andado, volver a conectar
lo físico con lo monetario y la economía con las ciencias de la
naturaleza. Hervé Kemp va un poco más lejos cuando dice que “el
desarrollo sostenible tiene la única función de mantener los beneficios y
evitar el cambio de costumbres modificando escasamente el rumbo”.[12] Serge Latouche nos lleva hasta el fondo de la cuestión: “Desarrollo es una palabra tóxica, sea cual sea el adjetivo con que se disfrace”.[13]
[1] Carlos de Castro, Defensa del gaiarquismo.
[2] Michael Pollan, En defensa de la comida.
[3] Julio García Camarero, La revolución verde y los eufemismos del capitalismo verde (Artículo).
[4] Nazaret Castro, ¿Qué comen los automóviles? (Artículo).
[5] Alejandro Nadal, ¿Qué es el capitalismo verde?.
[6] Jean Gadrey, Florent Marcellesi, Borja Barraguè, Adiós al crecimiento.
[7] Timothy O’Riordan, La política de la sostenibilidad.
[8] UCS, Alerta a la humanidad.
[9] Carlos de Castro, Defensa del gaiarquismo.
[10] Godfrey M’Meweriria, Tecnología, desarrollo sostenible y desequilibrio.
[11] José Manuel Naredo, Sobre el origen, el uso y el contenido del término desarrollo sostenible (Artículo).
[12] Hervé Kempf, Cómo los ricos destruyen el planeta.
[13] Serge Latouche, Pequeño tratado del decrecimiento sereno.
Segunda Parte
En la primera entrega de esta serie explicamos en qué consistió la revolución verde, transitamos hacia una nueva forma de entender la naturaleza que, allá por los años 70, (mal)llamamos capitalismo verde, para al final acabar con unas pinceladas acerca del concepto e historia del famoso desarrollo sostenible. El texto pasó por encima un par de cuestiones sobre las que me gustaría profundizar un poco más: la Paradoja de Jevons (o efecto rebote) y la desmaterialización de la economía, que puede entenderse como el estadio final en la búsqueda de una eficiencia tecnológica cada vez mayor.
La (deliberadamente ignorada) Paradoja de Jevons
Podríamos pensar que la eficiencia
tecnológica -que se traduce en un descenso del consumo de energía por
unidad producida- debería proporcionar como resultado una disminución
del impacto ecológico total (en cuanto a mitigar el cambio climático o a
reducir la contaminación) pero el denominado efecto rebote nos
dice que la realidad no es así, pues a medida que aumenta la eficiencia
con la que se usa un recurso, el consumo de dicho recurso aumenta. En
concreto, la Paradoja de Jevons implica que la
mayor eficiencia que proporciona el perfeccionamiento tecnológico
puede, a la postre, aumentar el consumo total de energía. De hecho, es
exactamente lo que pasa.
Es un fenómeno que descubrió William
Jevons a finales del siglo XIX y que, dicho sea de paso, es ampliamente
ignorado por el mundo de la política y la economía, que no cesa en su
constante bombardeo de llamadas a la ‘innovación’ y a la ‘eficiencia’
como si por sí solas fueran a arreglar algo. La cuestión es que, en
tanto que el sistema socioeconómico vigente necesita crecer (y hacerlo,
además, a buen ritmo), los esfuerzos en la eficiencia terminan
invertidos en crecimiento, con lo que a la larga obtenemos un mayor
consumo y no un mayor ahorro. Dicho de otro modo, las propuestas de eficiencia que no cuestionan el crecimiento económico terminan provocando un mayor consumo de recursos, pues, en palabras de Antonio Turiel, “sin
modificar otros factores resulta que se está dando un incentivo para
consumir más de ese producto si su mayor consumo nos reporta una
ventaja, ya que con la misma renta disponible podremos consumir más;
peor aún, quien antes no podía acceder a este consumo por tener una
renta insuficiente ahora podrá hacerlo […] Se ha de entender, por tanto,
que el repetido llamamiento a la mejora de la eficiencia es
contraproducente si no está acompañado de otras medidas, porque en vez
de dar un estímulo a consumir menos da un estímulo a consumir más”.[1] Serge Latouche lo dice de otra manera: “las
disminuciones del impacto y contaminación por unidad se encuentran
sistemáticamente anuladas por la multiplicación del número de unidades
vendidas y consumidas”.[2]
El fuerte vínculo entre energía y
economía que subyace bajo la Paradoja de Jevons nos lleva al absurdo de
describir como una situación de ‘escasez’ el consumo de más de 80
millones de barriles de petróleo diarios en todo el planeta. Obviamente,
esta ‘escasez’ no es técnica -ni material, como vemos- sino que deriva
del hecho de que la energía es el soporte de todo el sistema económico. La globalización y las economías modernas están basadas en la energía y materias primas baratas, abundantes y de buena calidad y, a su vez, de la salud de los ecosistemas depende el modelo socioeconómico. Valga la sentencia de Florent Marcellesi: “nuestra máquina socioeconómica tiene un problema de drogadicción con el oro negro”.[3] Cualquier
economía es indisociable de la realidad física que la contiene, no es
posible desacoplar consumo de energía y emisiones de CO2, por lo que
tratar estas dos variables de forma independiente oculta la enorme
gravedad de la situación actual.
Si hay algo que ejemplifica el
efecto de la Paradoja de Jevons es internet. Pese a que podría parecer
que el aumento de consumo energético se debe principalmente al cada vez
mayor número de usuarios, no es así. La clave está en el aumento del consumo de cada usuario, que tiene su origen en los sistemas de procesamiento portátiles con acceso inalámbricos y a la tasa de datos de los contenidos a los que se accede
(principalmente el streaming y la tv). Un dato bastará para
demostrarlo: el WiFi aumenta el uso de energía con respecto a la más
eficiente conexión alámbrica (DSL, cable, fibra), pero sólo un poco. Por
el contrario, el tráfico en internet a través de redes 3G utiliza nada
más y nada menos que 15(!!) veces más energía que una red Wifi y las 4G
23(!!!!!!!!!) veces más. Ahí queda todo dicho. El tal Jevons se sentiría
más que orgulloso.
Volviendo a donde estábamos, queda claro que el vínculo evidente entre economía y energía (el quid de la cuestión del efecto rebote), nos permite -y nos obliga a- cambiarnos de gafas y empezar a ver el asunto de otra manera: la
Paradoja de Jevons no es una ley física, sino un problema de asignación
de objetivos a corto plazo que no toma en consideración las
consecuencias a largo plazo. Esto, a priori, nos deja
con al menos cuatro vías de salida: una sería la planificación y el
racionamiento, pero la limitación al acceso a las materias primas desde
arriba no encaja demasiado bien con el funcionamiento de una economía de
libre mercado, pues con un PIB
constante, el sistema convulsiona y se multiplican las crisis. Otra
alternativa sería asumir activamente que debemos acabar con el derroche y
el despilfarro de comida, energía y materias primas en general, pero
estamos en las mismas: el sistema precisa un consumo creciente, de lo
contrario una masa enorme de personas se vería sin medios de
subsistencia. Habría, pues, que adelgazar a este obeso mórbido a
punto de explotar que es nuestro sistema económico (desinflando gastos
superfluos e invirtiendo sólo en los esenciales como renovables,
huertos, etc) pero, a la vez, hacerlo muy poco a poco, pues de lo
contrario el remedio sería peor que la enfermedad. Una situación harto
delicada que no actúa sobre el fondo del problema y que requiere un
valioso tiempo del que ya no disponemos.
Vemos que la Paradoja de Jevons es
irrefutable en la medida en que lo son los hechos a los que hace
referencia, pero se da en una organización social basada en unos valores
determinados, controlada en función de unos determinados intereses de
clase y no es, por tanto, un fenómeno universal y común a cualquier
modelo social. En este sentido, Eduardo García Díaz está de acuerdo en
que en el sistema actual la mayor parte de la energía disponible se
derrocha porque tiene un sentido económico hacerlo. Pero, sin embargo,
matiza que cuando se habla de incremento de la eficiencia sólo se
menciona la tecnología, añadiendo una crítica -muy merecida- al tecnooptimismo y a la tecnolatría. Díaz entiende, por lo tanto, que “este
enfoque es reduccionista, al entender la eficiencia sólo en al ámbito
tecnológico y no relacionarla con la organización social en su conjunto”.[4] El problema es que, como bien objeta Carlos de Castro, la organización social en su conjunto de la que partimos -la sociedad capitalista/modernista/tecnólatra-, está
organizada en base a un sistema muy complicado y de ‘ineficiente’
complejidad, de modo que cada generación es menos resiliente que la
anterior y, por lo tanto, más incapaz de afrontar los durísimos retos
que ya se están presentando.[5]
Así pues, para que ahorro y eficiencia sean realmente útiles, no nos va a quedar otra que emplear la tercera vía: salir de un sistema que nos ha convertido en auténticos yonkis del crecimiento permanente. Antonio Turiel no puede ser más claro: “De
esta espiral de degradación económica sólo se puede salir mediante una
explosión social, mediante una revolución. Alternativamente, mediante el
colapso“.[6] Y en éste último tenemos la cuarta y última salida. La que, cada vez con mayor certeza, no podremos evitar.
La (falsa) desmaterialización de la economía
En cualquier caso, las mejoras de la
eficiencia de la tecnología van encaminadas hacia una
desmaterialización de la economía. De hecho, es habitual pensar que se
puede reducir la base material y energética de la economía y que siga
creciendo el PIB -tal como nos quiso hacer creer Oriol Junqueras
en el Parlament de Catalunya hace bien poco-, lo cual es una falacia
que no resiste un simple par de datos: el 70% del PIB responde al uso de
la energía y la terciarización de la economía no se ha traducido, pese a
las apariencias, en una reducción del número de mercancías en
circulación o de las materias primas empleadas en la fabricación de
aquéllas. Por el contrario, ha provocado una conclusión llamativa: las economías que registran mayor presencia del sector servicios son las que generan huellas ecológicas mayores.
Estamos, ya lo habréis adivinado, ante los efectos de la Paradoja de
Jevons, que se asienta, como se ha dicho más arriba, en la certificación
de que el aumento en la eficiencia energética se traduce casi siempre
en un descenso de precios que, a su vez, produce un mayor consumo de
productos y, por tanto, una mayor demanda de recursos.
El desarrollo científico permite el
uso de dispositivos mucho menos nocivos para el medio natural (en tanto
que emplean menos cantidad de material y son más eficientes desde un
punto de vista energético), pero no olvidemos que la generación de
bienes supuestamente inmateriales reclama de infraestructuras
materiales. La pretendida
desmaterialización no está implicando, ni de lejos, una reducción de las
extracciones de recursos naturales ni está acrecentando la
reutilización y el reciclaje. Poniendo como ejemplo los
terminales de los ordenadores, su fabricación se basa en el uso
extensivo de multitud de minerales y productos sintéticos, muchos de los
cuales se encuentran poco concentrados en la naturaleza. Entre ellos
están las tierras raras, un grupo de metales difíciles de
separar y diferenciar, presente en su práctica totalidad en China, y que
requieren para su obtención de la explotación de grandes cantidades de
terreno en minas a cielo abierto -de tremendo impacto ambiental- y,
además, utilizar productos químicos muy tóxicos, algunos de ellos
incluso radioactivos. Huelga a estas alturas decir que la
comercialización de muchos de los minerales correspondientes está
controlada por multinacionales que los extraen -expolian- de reservas
del Tercer Mundo (pej, el coltán en la República Democrática del Congo),
incurriendo en graves violaciones
de los derechos humanos y alimentando conflictos bélicos encarnizados
que se ensañan, como es habitual, con las mujeres y l@s niñ@s.
Y esto sólo en cuanto a los terminales; porque para que éstos reciban
las señales de internet, se necesitan centros de datos, antenas, cables
que cruzan continentes por tierra, mar y espacio, generando una huella
material inconmensurable y difícil de imaginar en toda su dimensión.
En cuanto al reciclaje (o, mejor
dicho, la ausencia de reciclaje), de los 50 millones de residuos
electrónicos generados al año (portátiles, teléfonos, tabletas), la mayoría no es reciclada ni reciclable, teniendo en cuenta además que los desechos son muy contaminantes
(pues contienen cadmio, cromo, plomo, bromo y mercurio) y provocan
graves efectos en la salud y en el medio ambiente. En un 80% son
exportados a países como Ghana, China, Nigeria, India o Pakistán, donde
crecen los vertederos por doquier al calor de una legislación ambiental y
laboral tristemente demasiado laxa.
Y hablando de internet, creo que es
el momento y el lugar adecuados para, de la mano de la bióloga Charo
Morán, ir desmontando dos mitos al respecto, dos creencias falsas
totalmente generalizadas y asumidas. La primera es así de rotunda: desde el punto de vista energético, un ordenador nuevo es más eficiente. La
realidad es que el cambio de equipos requiere, con frecuencia, nuevos
materiales y uso de energía para su fabricación, de modo que las
emisiones de CO2 se reducen en un 20-35% cuando el ordenador
conectado a internet tiene unos 7 años -luego acaba, como hemos visto,
amontonado en uno de los almacenes de alguna región empobrecida que se
ocupa de hacernos el trabajo sucio-. Pero que un ordenador dure tanto
tiempo no es lo deseable para el propio sistema capitalista, pues crecer
es requisito fundamental de su existencia y para ello el
proceso producción-consumo debe ser forzosamente continuo, lo cual
queda garantizado por la transformación de objetos de uso en bienes de
consumo. En otras palabras, todo debe durar cada vez
menos para que se pueda vender cada vez más, algo que ya denunció Hannah
Arendt hace casi sesenta años: “nuestra economía se ha convertido
en una economía de derroche, en la que las cosas han de ser devoradas y
descartadas casi tan rápidamente como aparecen en el mundo para que el
propio proceso no termine en catástrofe“.[7] Dejaré el tema de la obsolescencia para más adelante.
El otro mito podría rezar así: es más ecológico leer un documento en internet que imprimirlo en papel.
Bueno, dependerá del tiempo que el documento esté en pantalla. Por
ejemplo, imprimir un texto de cuatro páginas en blanco y negro y a doble
cara será más ecológico si se va a tardar más de quince minutos en
leerlo en el ordenador.[8]
Y acabo con un par de apuntes,
también sobre internet -símbolo de la desmaterialización de la economía-
que quizá han pasado desapercibidos. Su impacto y el entramado
necesario causa alrededor del 2% de las emisiones de CO2 (la misma
proporción que la industria de la aviación o que un país como Alemania)
y, además, se trata de un sector que incrementa su desarrollo agravando el cambio climático e ignorando los límites que impone el planeta.
Aun aceptando -a duras penas- que internet facilite el trabajo en
muchas ocasiones, conviene tener presente que se ha convertido en una
red que genera dependencia, organiza lo inmediato, concentra poder (el
sistema financiero, el control de la población o las guerras modernas no
serían posible sin su uso) y que, aunque parece inmaterial, imprime su
huella -ecológica- allí por donde pasa.
Una perspectiva decrecentista,
crítica, emancipadora, nos dice que es el momento de repensar nuestra
relación con las pantallas, deshacernos de ellas en la medida en que sea
posible y utilizar la tecnología más frugalmente. Y ya puestos, también
nos anima a fomentar la reutilización de los aparatos y dejar de
acumular megabytes. Asumir una suerte de simplicidad voluntaria virtual, una actitud modesta sin prescindir de lo bueno que nos aporta. Dice Carl Honoré que “la tecnología es un falso amigo. Incluso cuando ahorra tiempo, estropea el efecto al generar toda una serie de deberes y deseos”.[9] Carlos
Taibo va más lejos: es una eventual fortalecedora de muchos elementos
que están en el origen del colapso que ya tenemos encima,[10]
lo cual genera una paradoja a la que recientemente apuntaba Elizabeth
Kolbert: la de una sociedad tecnológicamente avanzada que ha escogido
destruirse a sí misma.[11]
En definitiva, la nueva economía,
que se nos intenta vender como un mundo desmaterializado, limpio y muy
alejado de la revolución industrial, está causando más perjuicios que
beneficios. Estamos al servicio de la tecnología y no al revés y, a su
vez, ésta se diseña y despliega en descarado provecho de los intereses
de las grandes empresas. Ahí está el meollo de la desmaterialización de
la economía: inocular la fe en una
tecnología falsamente neutral -el llamado tecnooptimismo- para que
resuelva todos los problemas ambientales que han sido causados,
precisamente, por el crecimiento de la potencia tecnológica, mientras
las grandes empresas, visiblemente indiferentes y carentes de
escrúpulos, se llenan los bolsillos con la destrucción del planeta y el
agotamiento de recursos básicos de tod@s.
[1] Antonio Turiel, Por qué se despilfarra tanto (Artículo).
[2] Serge Latouche, La apuesta por el decrecimiento .
[3] Florent Marcellesi, La crisis económica es también una crisis ecológica (Artículo).
[4] Eduardo García Díaz, Menos puede ser más (complejidad).
[5] Carlos de Castro, Estamos en el Titanic, no en el Endurance (Artículo).
[6] Antonio Turiel, Por qué se despilfarra tanto (Artículo).
[7] Hannah Arendt, La condición humana.
[8] Charo Morán, La huella material (y social) de internet (Artículo).
[9] Carl Honoré, Elogio de la lentitud.
[10] Carlos Taibo, Colapso.
[11] Elizabeth Kolbert, La sexta extinción.
Tercera Parte
Tras la Paradoja de Jevons y la desmaterialización de la economía, hoy toca hablar primero sobre uno de los productos estrella del capitalismo verde,
los agrocombustibles, para a continuación abordar un fenómeno
relacionado con ellos, el acaparamiento de tierras, una práctica que, si
bien se remonta a épocas en las que los poderes coloniales se
repartieron el continente africano para alimentar con sus recursos las
economías occidentales, el proceso no se detuvo ahí, sino que ha
continuado con la colaboración de las nuevas élites gobernantes, que lo
justifican como ‘proyectos de desarrollo’ mientras disfrutan de la
protección y el apoyo de los Estados implicados. De esta manera, cientos
de miles de campesin@s y pueblos indígenas han seguido trabajando la
tierra en zonas marginales, mientras que las tierras más ricas en
minería y agricultura son, cada vez más, controladas por unos pocos.
Desde hace unos años, la búsqueda de
terrenos cultivables vírgenes para producir más alimentos y
agrocombustibles ha provocado nuevas olas de expropiaciones de tierras
que, tras una crisis alimentaria global caracterizada por los elevados
precios de los alimentos, se han saldado con expulsiones masivas de
campesin@s, nuevas formas de control por parte de los monopolios sobre
la tierra y el agua, y proliferación masiva de monocultivos y
megaproyectos. Lejos de ser una alternativa a los hidrocarburos, los
agrocombustibles reclaman una gran cantidad de gas natural, petróleo y
carbón, acaban con las cosechas tradicionales, dañan seriamente los
suelos y precisan grandes cantidades de agua. El modelo acompañante
genera, de esta forma, graves impactos sobre la vida agrícola e implica
fuertes retrocesos en materia de soberanía alimentaria y preservación de
la biodiversidad.
Agrocombustibles: todo un símbolo del capitalismo verde
El fuerte desarrollo de los agrocombustibles
se debió, en primera instancia, a la alarma creada por la alta
dependencia de los hidrocarburos, pero también al incremento gradual de
los precios de los combustibles tradicionales y a la preocupación creada
por el pico del petróleo (que tuvo lugar entre 2005 y 2015 según la
Agencia Internacional de la Energía). Todo ello ha impulsado una
búsqueda activa de alternativas que faciliten el crecimiento sin
considerar demasiado tanto los impactos ambientales como el agotamiento
de recursos existentes. Efectivamente, el transporte motorizado en la UE
se apoya especialmente en el gasóleo (EEUU es más proclive a la
gasolina), por lo que el cumplimiento del objetivo europeo del 10% de
agrocarburantes en el transporte para 2020 (Consejo Europeo de marzo de
2007) implica, a la fuerza, una importación masiva de biodiesel o de
aceites para fabricarlo. El oro a la mayor productividad se lo lleva la
palma aceitera -fruto tanto de un menor coste de explotación como de la
manifiesta debilidad de las instituciones medioambientales en el Sur-,
por lo que es de prever un aumento significativo tanto de la
deforestación de bosques como de la explotación de personas en los
países tropicales exportadores de agrocombustibles, pues el aceite de
palma, además, de producir cuatro veces más biodiesel por hectárea que,
por ejemplo, la colza, crece en lugares donde la mano de obra es más
barata.
Los objetivos obligatorios
establecidos por la UE para agrocarburantes no podrán ser cumplidos sin
provocar fortísimos impactos socioecológicos en los países del Sur, por
lo que es fundamental pedir su inmediata cancelación y reclamar en su
lugar objetivos obligatorios de reducción de la movilidad individual
motorizada y la eliminación de los subsidios para biocombustibles
importados del Sur en la UE, pues no representan una fuente de energía
limpia y eficiente; aparte de intensas deforestaciones, incendios,
fumigaciones, etc. (lo que aumenta las emisiones de gases de efecto
invernadero, agravando el cambio climático y los impactos humanos:
desplazamientos, desposesión de tierras, laborales, etc), implican el
consumo de una enorme cantidad de agua si atendemos a todo el ciclo de
producción (desde el riego hasta la refrigeración durante el procesado).
Los biocombustibles no sólo no son
una alternativa a los combustibles convencionales -ni mucho menos sirven
para paliar el cambio climático-, pues no pueden -ni de lejos-
sustituir el forzoso descenso de oferta de petróleo (y gas) para la
próxima década. Tal como indica Carlos de Castro, reemplazar el déficit
de petróleo en ese plazo implica, por ejemplo, la construcción de tres
mil centrales nucleares (en la actualidad hay unas 450), algo inviable
pues aceleraríamos el pico del uranio de forma drástica. Las energías
renovables, por su parte, presentan claros límites físicos y ecológicos:
producen electricidad, principalmente -que representa en torno a una
quinta parte de nuestro consumo energético- y precisan de las
correspondientes infraestructuras de electrificación a gran escala, cuya
puesta en marcha llevaría décadas[1]. Por otra parte, la sugerencia que lanza Lester Brown, “deben encontrarse otras alternativas a los combustibles, pero tengan por seguro que no hay otra alternativa a la comida”,[2] implica
necesariamente, un cambio de modelo, pues el problema de fondo no son
los agrocombustibles, sino la desmesurada cantidad de automóviles,
camiones y aviones en movimiento. Incluso desde un enfoque social y
ambiental adecuado, convendríamos en afirmar que los biocombustibles
pueden satisfacer parte de las necesidades energéticas, en particular de
las comunidades locales, pero en cualquier caso fuera de este modelo
industrial, carente de toda medida, petrodependiente, y basado en el
monocultivo, en el uso masivo de insumo externos, en el empleo de
transgénicos, en la mecanización y en la exportación. Al exceso de
tierras (así como de agua y otros recursos naturales) dedicado a
soportar -vía piensos para ganado- nuestras dietas altamente cárnicas,
estamos sumando las empleadas para alimentar también el indecente consumo energético
al que nos entregamos a este lado del globo. No olvidemos que si los
países europeos como España pueden permitirse el lujo de exportar
cereales y carne es porque importan grandes cantidades de oleaginosas de
países donde hay hambre.
Dicho esto, parece claro que
‘autolimitación’ es la palabra clave para llevar a cabo un uso
sostenible de la tierra -no sólo como productivo básico, sino también
como sistema vivo-, que pasa obligatoriamente por una fuerte reducción tanto de la movilidad individual motorizada (transitar hacia la prevalencia del transporte colectivo y no motorizado) como del consumo de carne
(transitar hacia la prevalencia de dietas con fuerte presencia de
alimentos correspondientes a los primeros escalones de la pirámide
alimentaria, es decir, más vegetales y legumbres, y menos carne y
pescado).
Acaparamiento de tierras y de agua
Como decimos, la obtención de
agrocombustibles requiere tanto extensas cantidades de tierras como de
agua, las cuales son obtenidas por las grandes empresas a través de
procesos de privatización, mercantilización y apropiación de bienes
comunes y que, conviene que haga notar, repercute principalmente en las
mujeres, pues son las que habitualmente cultivan la tierra para
alimentar a sus familias. En muchos países africanos, la perversa
tradición según la cual las mujeres no pueden ser propietarias de las tierras que trabajan se une al continuo expolio de las multinacionales.
Según un informe de la organización no gubernamental Grain de 2016, son
ya cerca de 500 casos de acaparamiento de tierras por todo el mundo,
incluidos sonados fracasados como el proyecto Daewoo en Madagascar o
Herakles en Camerún. Aunque el colapso de 2008 forzó una disminución en
el crecimiento del número de negocios cerrados en torno a las tierras
agrícolas, el acaparamiento global de tierras está lejos de terminar, se
expande a nuevas fronteras e intensifica los conflictos en todo el
mundo. El impacto del cambio climático, dicho sea de paso, agrava la
situación pues, además de provocar fuertes pérdidas en las cosechas
(algo que hemos constatado recientemente en Filipinas, donde se
multiplican los agricultores mendigando en las calles en busca de
alimento) está continuamente realimentado por el transporte motorizado,
que emplea la quema de carbón y petróleo, y por el sistema industrial de producción de alimentos.
En base al expolio de tierras, nuevos acuerdos de gran extensión y
largo plazo se siguen firmando con las élites de países empobrecidos,
como la palma aceitera y el avance de los fondos de pensión y
conglomerados comerciales para asegurar el acceso a nuevas tierras
agrícolas. “Ganar el acceso a las tierras agrícolas es parte de una
estrategia corporativa más amplia para obtener ganancias en los mercados
del carbono, recursos minerales, recursos hídricos, semillas, suelos y
servicios ambientales”.[3]
En este atraco legalizado no
sorprende la aparición de nuevos actores provenientes del sector
financiero, interesados ahora en obtener ganancias a costa de los
verdaderos pesos pesados entre los inversionistas institucionales: por
un lado los fondos de pensiones, fuente de la mayor parte del capital
detrás de las compañías que están ‘comprando’ tierras agrícolas en buena
parte del planeta, y por otro las instituciones para el desarrollo,
otro grupo importante de nuevos protagonistas en el sector de las
finanzas, parientes -pero con un visible ánimo de lucro- de las agencias
de ayuda para el desarrollo. En tanto que la actividad agrícola es
vista como una inversión de riesgo, las empresas deben acudir al
financiamiento de unas agencias que, con el dinero de los
contribuyentes, invierte en el negocio del acaparamiento de tierras. Sin
su participación, el número de negocios en tierras sería notablemente
menor.
Y si hablamos de finanzas,
obviamente no podemos pasar por alto los paraísos fiscales, cuyo papel
en el acaparamiento de tierras agrícolas actual es realmente importante.
En Mozambique, por ejemplo, casi todas las empresas que acaparan
tierras están registradas en Mauricio. Estas estructuras
extraterritoriales pueden ser legales, ocultar la corrupción, impedir
que se conozcan los verdaderos dueños y permitir a las compañías que
evadan el pago de impuestos. A todo esto ya no llama mucho la atención
el hecho de que compañías que acaparan tierra no tengan demasiado
interés en la actividad agrícola, sino que más bien parecen creadas para
lavar dinero, evadir impuestos o estafar a la gente con sus ahorros,
como son los casos de la African Landa Limited (Reino Unido) en Siera
Leona o de Karaturi (Kenia) en Etiopía. Aparte de José Manuel Soria, no
fue una gran sorpresa ver los nombres de muchos inversionistas en
tierras agrícolas en los tristemente famosos Papeles de Panamá.
Con unas pocas excepciones, las
adquisiciones de tierra incluyen también las de agua, de modo que un
recurso abierto y al alcance de tod@s se transforma en un bien privado
cuyo acceso debe negociarse según la capacidad de pago. El acaparamiento
de aguas se manifiesta en formas diversas; extracción para grandes
monocultivos (que se basan en la aplicación de prácticas productivas
industriales y orientan la agricultura hacia la maximización de los
beneficios), producción industrial de alimentos y combustibles o
construcción de represas fluviales para la energía hidroeléctrica.
Efectivamente, un número alarmante
de explotaciones de alto consumo de agua están instalándose en zonas de
conflicto: aguas arriba de las comunidades dependientes de agua o sobre
reservas no renovables de agua subterránea. Esto hace que cuando golpea
la sequía, las comunidades que viven cerca de las plantaciones ven
restringido su acceso al agua, como ocurre en la actualidad en regiones
que viven cerca de nuevas plantaciones de caña de azúcar en Camboya o en
el Valle del Bajo Omo (Etiopía).
La próxima y última entrega de esta
serie tratará sobre la impronta del dogma neoliberal en la economía y en
concreto en la estrategia destinada a resolver la contradicción entre
desarrollo económico y protección del medio ambiente. El capitalismo verde
se presenta así como una manera de recuperar las tasas de beneficios,
de seguir creciendo de forma ilimitada y de consolidar la hegemonía de
los lobbies energéticos fósiles mientras se ignoran de forma descarada
los aspectos ecológicos y el inminente agotamiento de recursos.
[1] Carlos de Castro, Colapso y transición de nuestra civilización: defensa del gaiarquismo .
[2] Lester Brown, Los supermercados y las estaciones de servicio ahora compiten por los mismos recursos (Artículo).
[3] GRAIN, El acaparamiento global de tierras en 2016 .
Cuarta Parte
Hemos visto que el capitalismo verde
se presenta como la solución a la contradicción entre desarrollo
económico y protección de la naturaleza, en la medida en que propone una
política ambiental que debe seguir criterios más ‘saludables’ -el
llamado desarrollo sostenible–
y rechazar aquellas actividades más dañinas para el medio ambiente. El
problema, sin embargo, es que deja al margen el proceso de acumulación
de capital, la productividad y la competencia, de manera que proporciona
continuidad y legitimidad a la estrategia productivista, la cual va a
seguir operando como lei-motiv de una economía en una dinámica grotesca
de interminable y obligado crecimiento, empujada a su vez por una
tecnología cada vez más eficiente cuya meta final es el fraude de la desmaterialización de la economía.
La ofensiva neoliberal
Tres décadas de consumo de masas y
de tasa de ganancia sostenida han dejado consecuencias ecológicas
intensas y una preocupación de efectos profundos y, en buena medida,
imprevisibles: el cambio climático producido por las emisiones de gas de
efecto invernadero. Si el período del ‘consenso keynesiano’ confirmó y
alentó la sed capitalista de beneficios que ha puesto a la humanidad al
borde un caos ecológico catastrófico e irreversible, es con la clausura
de estos ‘treinta gloriosos’ cuando, con Reagan y Thatcher a ambos del
Atlántico, entra en juego la ofensiva neoliberal y se procede a una
fuerte desregulación y a una regresión social que ha allanado el terreno
para que campe a sus anchas la economía de casino, que es la que hoy
tenemos.
Los problemas de acumulación,
recurrentes desde la Revolución Industrial, fueron ‘solucionados’ a base
de crédito barato, consumo conspicuo, privatización de lo público,
nuevos expolios de recursos (agua, genoma, semillas, tierras
cultivables), obsolescencia programada, globalización y deslocalización
de la producción en busca de mano de obra esclava. Esta batería de
despropósitos sólo podía agravar los impactos ecológicos: explosión de
emisiones y de contaminación, aceleración de la destrucción de los
sistemas naturales, saqueo de recursos, extinción de especies, etc. Por
su parte, los mecanismos del mercado se vieron fortalecidos por el
tratamiento de las problemáticas ambientales, como por ejemplo pone de
manifiesto el vergonzante trapicheo con las emisiones de carbono entre
países, permitido en el Protocolo de Kioto. De hecho, el tratamiento
neoliberal de la cuestión ambiental va a consistir en eliminar toda
dimensión social e histórica y proceder a su mercantilización. Sometida a
la ampliación del proceso de capitalización de la naturaleza y la vida,
para José Seoane el capitalismo verde “se constituye así en una
matriz del tratamiento neoliberal de la cuestión ambiental promovida a
nivel internacional por una fracción de las elites políticas y
económicas del viejo centro del capitalismo, tanto de EE.UU.
como de la Unión Europea. Su despliegue coincide y refuerza la
expansión del mercado, del capital y de la privatización de los bienes
naturales y la naturaleza características del neoliberalismo “.[1]
Esta profundización del daño
ambiental ha obligado a buscar otro eslogan resultón para ver si los
ecologistas se tranquilizan y las grandes empresas lavan un poco la
cara. Después de la revolución verde y del capitalismo verde, ahora llega la economía verde, que oficialmente dice algo así como conjugar la satisfacción de necesidades y la preservación de la biodiversidad y los ecosistemas con más crecimiento.
Esto en cristiano se traduce como mercantilizar -aún más- los recursos
naturales para que todos los servicios ecosistémicos, sin excepción,
sean transformados en mercancías. En este sentido, resulta toda una joya
del razonamiento mezquino e inmoral la afirmación de uno de los
arquitectos de la patraña neoliberal: “los valores ecológicos pueden encontrar su espacio natural dentro del mercado, como cualquier otra demanda de los consumidores. ¿Y por qué no los humanos, señor Friedman?, ¿a cuánto cotiza la bondad, la generosidad, la empatía?.
Los impactos ecológicos, de nuevo,
pasan a segundo plano como meros efectos colaterales, inevitables, en
pos relanzar la acumulación de capital, estrategia a la que las grandes
instancias internacionales han dedicado millones de artículos e informes
para tratar de implementarla. No hay que ser un lince para avistar el
nuevo estado de las cosas: intensificar los ataques contra el mundo del
trabajo, los jóvenes, las mujeres, las comunidades campesinas y los
pueblos indígenas bajo la hegemonía de los lobbys energéticos
fósiles, los agrocombustibles y el ‘carbón limpio’, todos ellos
funcionando a golpe de privatizaciones y subsidios públicos. Para Daniel
Tanuro, “Dos siglos después de su nacimiento, el capitalismo
enfermo, hundiéndose bajo las deudas, quiere imponer a la humanidad un
remake global de los “cerramientos”, combinado con la continuación de
sus otros crímenes sociales y ambientales”.[2]
Priorizar los aspectos económicos e
ignorar los energéticos y ambientales, como propone el dogma
correspondiente, es una opción que perpetúa la vulnerabilidad y la
inestabilidad. A día de hoy, de los diez equilibrios identificados en un
estudio reciente como fundamentales por la Universidad de Estocolmo (y
cuya alteración podría resultar muy grave para la biosfera en su
conjunto) ya hemos rebasado tres: cambio climático, biodiversidad y
niveles de nitrógeno. Por otro lado, el modelo económico sólo es estable
si crece a un ritmo determinado, hasta el punto de que acierta Aniol
Esteban cuando dice que “el imperativo de crecer ha definido la estructura de la economía moderna”.[3] En
este sentido, el culto al crecimiento opera como un mito que el
neoliberalismo tiene a bien emplear para mantener alejada de la gente la
gravedad de los retos económicos y ambientales a los que nos
enfrentamos, un precepto, por otro lado, ya ampliamente cuestionado pero
que goza de la inacción (complicidad, más bien) de políticos y
economistas de casi todo pelaje. Lo estamos viendo en España, con la
vuelta del ladrillo (uno de los principales causantes de la crisis de
2008, dicho sea de paso), la decidida intención de seguir rentabilizando el litoral y la irracional, absurda, despilfarradora y ecológicamente nefasta apuesta por el AVE, que pese a que la ristra de desastres que está causando parece que continúa de manera incontestable.
Ante la lógica productivista del
sistema, que agota las dos únicas fuentes de riqueza -tierra y
trabajador- en el altar del beneficio; y el furioso individualismo
impuesto por el desarrollo capitalista –en particular por los modos de
movilidad y hábitat inducidos por el vehículo individual motorizado
y la especulación inmobiliaria- no nos queda otra que contraponer a la
lógica del crecimiento y del beneficio la de los bienes comunes, la del tiempo libre
y la de la satisfacción de necesidades humanas reales,
democráticamente determinadas en el prudente respeto a los ecosistemas.
Esperemos que François Chesnais tenga razón cuando dice que la
conjunción de la crisis económica y ecológica debería crear las
condiciones propicias para la eclosión de una conciencia y una lucha
ecosocialista durante las que -mediante una necesaria reapropiación
colectiva de las riquezas naturales- se irá forjando una cultura de las
relaciones entre la humanidad y su entorno “basadas en la premisa de nuestro compromiso en el mundo en lugar de nuestra desvinculación de él”.[4]
Un resultado desolador
En resumen, convertido en
‘desarrollismo verde’, la fórmula neoliberal sitúa la cuestión ambiental
al servicio del capitalismo y apuesta por el mercado y los parches
tecnológicos como soluciones al problema ecológico y social, siempre
tratando de dejar intacta la estructura de los actuales sistemas de
producción. Siguiendo a Kathleen McAffee, con la reconceptualización de
los problemas ambientales como problemas de eficiencia de los mercados,
los pilares ecológicos y sociales de la sostenibilidad aparecen como
subsidiarios y subordinados al económico, tratando de mantener alejado
del foco de atención el debate sobre el cambio socioestructural.[5]
Para Lanka Horstnick el resultado es
desolador: la mayoría de los habitantes del planeta continúa siendo
pobre (vive con menos de 10 dólares diarios), la desigualdad sigue
siendo endémica en regiones ricas, millones de pequeños campesinos ven
cada vez más restringido el acceso a bienes básicos
(tierra, agua, semillas) y nuestra presión sobre la biosfera no deja de
intensificarse. El paradigma productivista, bajo el mantra de que la
industrialización reduce el hambre y la pobreza, y pese a haber
incrementado enormemente la producción agrícola, está haciendo que la
mitad de los pobres del mundo sean los pequeños agricultores y un quinto
de ese total sean familias rurales sin tierra.[6]
El prestigioso antropólogo Marshall Sahlins no puede estar más
acertado: las sociedades actuales representan la era de un hambre sin
precedentes. “Ahora, en la época del más grande poder tecnológico, el hambre es una institución“.[7]
Hemos visto que la mercantilización
de la naturaleza y de la vida ignora los gravísimos desequilibrios
ecológicos creados por ella misma. Pero quizá el mayor problema al que
nos enfrentamos hoy día es que estamos prácticamente en tiempo de
descuento para mitigar, al menos, los peores efectos del colapso que se avecina, por lo que vamos a tener que darle toda la razón a Jorge Reichamnn cuando afirmó hace unos años que “la
crisis financiera de 2008 probablemente fue la última oportunidad para
quebrar a tiempo la desastrosa hegemonía neoliberal de los últimos
decenios”. Copenhage, al año siguiente, fue probablemente la última oportunidad para salvar el equilibrio climático del planeta.[8]
Por una democracia ecológica
Creo que hay un aspecto que este
texto no debe pasar por alto y es que el discurso del desarrollo
sostenible, argumento principal del capitalismo verde, aparte de no
contribuir a la eliminación de pobreza y el hambre y a la protección de
los recursos naturales para las generaciones venideras, no está
posibilitando ni la participación, ni la equidad social y ambiental. En
tanto que la salud medioambiental está claramente vinculada a la
existencia de instituciones y valores democráticos y participativos, se
hace cada vez más visible la necesidad de una ‘democracia ecológica’. De
hecho, buena parte del cuerpo científico, movimientos sociales y
ecologistas (y cada vez más instituciones supranacionales) denuncia que
la sostenibilidad tiende a favorecer a los países ricos –tanto
privatizando beneficios y socializando costes, como mediante las
externalizaciones propias de los procesos de producción-.
Así pues, sumándonos a la definición de de Timotny Mitchell, esta democracia ecológica estaría basada en una “gobernanza participativa centrada en los entornos saludables, la justicia social y una ciudadanía vigorosa”[9] que
trata de superar el modelo de gobernanza de perfil tecnocrático, poco
transparente, con fuertes alianzas público/privadas en la gestión del
territorio, interesado en la desregulación y la privatización, en la
austeridad (entendida como recortes injustos sobre l@s más vulnerables),
en la implementación de sistemas impositivos poco progresivos; en
gobiernos con vocación de transparencia, democracia y activa
participación ciudadana, empoderamiento social, regulación de materias
amenazadas por los mercados especulativos y un programa de acción
política y presupuestos orientados a la sostenibilidad general y, más
concretamente, a la ecológica. Explicado en palabras de Fernando Prats,
Yayo Herrero y Alicia Torrego, se trataría, en definitiva, de recuperar
el control democrático sobre campos estratégicos de interés general,
requerir la contribución de la esfera económica privada con el bien
común, aplicar prácticas democráticas también en el interior de las
empresas, confrontar el poder desmesurado de la banca y las grandes
empresas sobre la política y la vida social. Así pues, la democracia
ecológica se presenta como una eficaz alternativa que une dos poderosos
conceptos -democracia y ecología- y que parte del estudio de la
interconexión entre el ser humano con la naturaleza y todos los seres
vivos.[10]
Si el capitalismo está destruyendo
la base de recursos naturales y el entorno biofísico de los cuales
depende su propio crecimiento, la propensión humana –apuntada ya en su
momento por Adam Smith- a transportar, permutar e intercambiar[11] debe ser reorientada de acuerdo con una reforma democrática radical en defensa de la soberanía alimentaria
y los métodos participativos en virtud de los cuales la gente vaya
recuperando el control de los bienes comunes. Esto, obviamente, implica
la abolición de la mercantilización de la naturaleza sobre la que hoy
se basa el éxito de los negocios, nada más y nada menos que una
auténtica revolución contra el nefasto capitalismo verde, el último y desesperado intento de la era industrial para perpetuar su ya agónica existencia.
[1] José Seoane, La neoliberalización de la cuestión ambiental (Artículo).
[2] Daniel Tanuro, Las fases de desarrollo de la crisis ecológica.
[3] Aniol Esteban, De la economía de las 5 I’s a la economía verde (Artículo).
[4] François Chesnais, Pistas para un anticapitalismo verde.
[5] Kathleen McAffee, ¿Vender la naturaleza o salvarla?.
[6] Lanka Horstnick , Sostenible si es comercializable (Artículo).
[7] Mashall Sahlins, Economía de la edad de piedra.
[8] Jorge Reichmann, Economía, insostenibilidad, ceguera voluntaria, futuralgia (Artículo).
[9] Timothy Mitchell, ¿Política verde o tristeza medioambiental?.
[10] Fernando Prats, Yayo Herrero y Alicia Torrego, La gran encrucijada.
[11] Adam Smith, La riqueza de las naciones.
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Saludos amigos de Decrecimiento. A continuación les presento una propuesta que pudiera ser de su interés:
ResponderEliminarUN MODELO DE DEMOCRACIA ECOLÓGICA VIRTUAL, PARA CAMBIAR AL MUNDO REAL
A pesar de la elevada calidad de vida que han logrado alcanzar algunas de las llamadas naciones desarrolladas, lo cierto es que el mundo, considerado como un conjunto de países ubicados en una biosfera frágil y geográficamente limitada, está amenazado de extinción por causa de la depredación del medio ambiente y los conflictos humanos.
No obstante las buenas e importantísimas acciones tomadas por grupos e individualidades en pro de un mundo mejor, el deterioro a todo nivel continúa aumentando peligrosamente.
Después de más de treinta años dedicados a estos asuntos, y por aquello de que “una imagen vale más que mil palabras” se nos ha ocurrido como una idea novedosa, el diseño de una ciudad piloto sostenible y autosuficiente que posea todas las características de infraestructura y organización correspondientes a la sociedad pacífica y sostenible que deseamos para nosotros y nuestros descendientes, y cuya presentación en forma de maquetas, series animadas, largometrajes, video juegos y parques temáticos a escala real, serviría de modelo a seguir para generar los cambios necesarios.
El prototipo que presentamos posee algunas características que se oponen, a veces en forma radical, a los usos y costumbres religiosos, económicos, políticos y educativos que se han transmitido de generación en generación, pero que son los causantes de la problemática mencionada, por lo que deben ser transformados.
Si te interesa conocer este proyecto, o incluso participar en él, te invitamos a visitar nuestro sitio web https://elmundofelizdelfuturo.blogspot.com/ (escrito en español y en inglés), donde estamos trabajando en ese sentido.