Serge Latouche
El proyecto de construir una sociedad autónoma y ahorrativa cuenta hoy en día con una amplia adhesión, aunque sus partidarios se enrolen en corrientes diferentes: decrecimiento, antiproductivismo, desarrollo recalificado, y hasta desarrollo sustentable. Por ejemplo, la consigna de antiproductivismo desarrollada por los Verdes corresponde exactamente a lo que los “objetores de crecimiento” llaman decrecimiento (1). La misma convergencia se verifica respecto de la posición de Attac, que en uno de sus folletos propone “evolucionar hacia una desaceleración progresiva y razonada del crecimiento material, bajo condiciones sociales precisas, como primera etapa hacia el decrecimiento de todas las formas de producción devastadoras y depredadoras” (2).
Y de hecho el acuerdo sobre los valores que la necesidad de “reevaluación” (3) vuelve deseables, va mucho más allá de los partidarios del decrecimiento, pues algunos defensores del desarrollo sustentable o del desarrollo alternativo tienen propuestas similares (4). Todos coinciden en la necesidad de reducir de manera importante la impronta ecológica, y por lo demás suscribirían sin problemas lo que John Stuart Mill escribía a mediados del siglo XIX: “Todas las actividades humanas que no generan un consumo exagerado de materiales irremplazables o que no deterioran de una manera irreversible el medio ambiente, podrían desarrollarse indefinidamente. En particular, actividades que muchos consideran como las más deseables y las más satisfactorias –la educación, el arte, la religión, la investigación fundamental, el deporte y las relaciones humanas– podrían llegar a ser florecientes” (5).
Pero vayamos un poco más lejos. En el fondo, ¿quién está contra la defensa del planeta, contra la protección del medio ambiente, o contra la conservación de la fauna y de la flora? En todo caso, ningún dirigente político. Incluso existen empresarios, altos ejecutivos y responsables económicos favorables a un cambio radical de orientación para salvar a nuestra especie de la crisis ecológica y social.
Por lo tanto, es necesario identificar con mayor precisión a los adversarios de un programa político de decrecimiento, los obstáculos que se opondrían a su aplicación, y por último la forma política que cobraría una sociedad ecocompatible.
1) ¿Quiénes son los “enemigos del pueblo”?
Trazar el perfil del adversario resulta problemático, pues tanto las entidades económicas como las sociedades multinacionales que poseen realmente el poder son –por su propia naturaleza– incapaces de ejercerlo directamente. Como lo señala Susan Strange, “actualmente, nadie asume algunas de las principales responsabilidades del Estado dentro de una economía de mercado” (6). Por una parte, big brother es anónimo; por otra, la servidumbre de los sujetos es más voluntaria que nunca, ya que la manipulación que ejerce la publicidad es infinitamente más insidiosa que la de la propaganda… En tales condiciones, ¿cómo enfrentar “políticamente” a la megamáquina?
La respuesta tradicional de cierto sector de la extrema izquierda, dice que una entidad, “el capitalismo”, es la fuente de todos los impedimentos y de todas nuestras impotencias. ¿Es posible el decrecimiento sin salir de esa entidad? (7). La respuesta requiere que evitemos todo dogmatismo, pues de lo contrario no podremos ver claramente los obstáculos.
El Wuppertal Institute propuso varios juegos de tipo “todos ganan” entre la naturaleza y el capital, como el plan Negawatt, destinado a reducir a su cuarta parte el consumo de energía, sin por ello dejar de satisfacer las mismas necesidades. Tasas, normas, bonificaciones, incitaciones y juiciosas subvenciones podrían hacer atractivas las conductas virtuosas, evitando así el derroche a gran escala. Por ejemplo, en Alemania se experimentaron con éxito sistemas de remuneración a los edificios, basados no tanto en el monto de las obras realizadas sino en la eficacia energética de las mismas. Respecto de ciertos bienes (fotocopiadoras, heladeras, automóviles, etc.) el alquiler podría reemplazar la propiedad, y evitar así una carrera desenfrenada hacia la nueva producción, favoreciendo un permanente reciclado. ¿Esto permitirá evitar un efecto de “rebote”, es decir, el crecimiento al final del consumo-materia? No es para nada seguro.
Teóricamente, se puede concebir un capitalismo ecocompatible, pero en la práctica resulta irrealista, pues implicaría una importante regulación, aunque más no fuera para imponer una reducción de la impronta ecológica. El sistema de economía de mercado generalizada, dominado por enormes firmas multinacionales, no se orientará espontáneamente hacia el camino “virtuoso” del ecocapitalismo. Las máquinas de fabricar ganancias, anónimas y funcionales, no van a renunciar a la depredación de no mediar coacciones que las obliguen. Aunque fueran partidarios de una autoregulación, sus directivos no tienen medios para imponerla a los free riders (pasajeros clandestinos), es decir, a la gran mayoría, obsesionada por maximizar el valor de las acciones a corto plazo. Si una instancia poseyera ese poder de regulación (el Estado, el pueblo, una organización no-gubernamental, las Naciones Unidas, etc.) tendría el poder a secas, y podría redefinir las reglas del juego social. En otras palabras, podría “reinstituir” la sociedad.
Claro que es posible concebir y desear cierta limitación del poder por parte del propio poder, como ocurrió durante la era de las regulaciones keyneso?fordistas y socialdemócratas. La lucha de clases parece (¿provisoriamente?) estancada. El problema es que el capital logró imponerse, ganó todas sus apuestas, y debimos asistir impotentes, y hasta indiferentes, a los últimos días de la clase obrera occidental. Estamos viviendo el triunfo de la “omnimercantilización” del mundo. El capitalismo generalizado no puede dejar de destruir el planeta del mismo modo que destruye la sociedad, ya que las bases imaginarias de la sociedad de mercado se apoyan en la desmesura y en el dominio sin límites.
Por lo tanto, no se puede concebir una sociedad de decrecimiento sin salir del capitalismo. Sin embargo, esta expresión cómoda designa una evolución histórica que es cualquier cosa menos simple… La eliminación de los capitalistas, la prohibición de la propiedad privada sobre los bienes de producción, la abolición de la relación salarial o de la moneda, sumirían a la sociedad en el caos, al precio de un terrorismo masivo que sin embargo no alcanzaría a destruir el imaginario mercantil. Escapar al desarrollo, a la economía y al crecimiento, no implica renunciar a todas las instituciones sociales que la economía anexó (moneda, mercados, e incluso el régimen salarial), sino “reinsertarlas” en una lógica diferente.