El
nacimiento del 15M despertó conciencias, ciertamente. Mucha gente
adormecida por el propio sistema —en el cual se había dejado
atrapar—, adocenada por la sociedad de consumo, por el supuesto
«estado del bienestar», reaccionó furibundamente cuando la llamada
«crisis» les afectó el bolsillo, el modus vivendi, la
comodidad de la no intervención, de la partitocracia, de la
alienación en suma. Evidentemente, el 15M también ha sido una
expresión más clara del final del transfranquisme y de sus
consensos sociales, políticos y territoriales.
No
analizaremos ahora ni el extraño surgimiento ni el desarrollo del
15M en estos tres años. Otras voces, mucho más autorizadas, lo han
hecho, con acierto y desacierto, y una simple búsqueda en los
buscadores de Internet puede dar fe de ello. Sin embargo, sí que nos
interesa ver si el 15M es un movimiento «revolucionario», tal como
se ha propagado a bombo y platillo, o un simple ataque de reformismo
para los nuevos tiempos que preconiza el neocapitalismo y que ya han
comenzado a dar resultados, como la irrupción de varias formaciones
políticas en el hemiciclo europeo el pasado 25 de mayo (por ejemplo:
Podemos y otras formaciones surgidas a la sombra del 15M) con
programas casi calcados de la literatura «indignada».
Indignarse
y comprometerse está muy bien siempre y cuando se tenga cordura
(conocimiento) y no solamente el simple e incluso lógico arrebato
que pueden provocar las consecuencias humanas y sociales de, por
ejemplo, los recortes que imponen el capital y el estado. Pasar de
criticarlo todo desde el sofá de casa o desde el bar a hacerlo en la
plaza, aprender qué es verdaderamente una asamblea, pensar, en
definitiva, en el presente arrollador y en el futuro incierto más
allá del propio ombligo, son hechos que no se pueden despreciar.
Aunque, claro, hacer todo esto para acabar con reclamaciones hacia el
estado y el capital desde la misma óptica del estado y del capital
no parece lo más adecuado para llegar a otro mundo posible
De
hecho, el llamado Estado de bienestar ¿qué es?: ¿una conquista de
las clases populares u otra faceta del sistema de dominación que
ofrece a la población algunos servicios sociales necesarios? Será
por eso que se sigue pidiendo, incansablemente, que el Estado
proporcione derechos y servicios, pero, por el contrario, parece que
estemos incapacitados para hacernos responsables de nuestra vida y de
cómo podemos alcanzar la libertad.
Actualmente,
tres años después de aquel desvelarse, en que en muchos lugares el
objetivo se centraba en el marco de asambleas que se quería que
fueran soberanas y de diversas iniciativas para modelar nuevas
instituciones y nuevos valores de carácter popular y autogestionado,
las movilizaciones se han convertido estériles y continuadas
—reivindicativas, claro, pero de pura resistencia cotidiana—, y
se ha abandonado cualquier otra perspectiva que no sea el
inmediatismo y el hiperactvisme, bases de la ideología sistémica de
la propia sociedad de consumo, que es uno de los «enemigos» a
abatir. El 15M no supo o, más bien, no quiso romper con las
instituciones del sistema y mucho menos construir otras nuevas, lo
que conduce a una especie de callejón sin salida en el que lo único
que se consigue es perpetuar el propio sistema. Evidentemente, todo
ello no es ni revolucionario ni transformador y hace pensar, en
definitiva, si no se trataba precisamente de eso.
La
apuesta del decrecimiento
Hay
un aspecto clave, en relación al 15M: el hecho de que la protesta
surge, como decíamos al principio, en el momento que las clases
medias descubrieron de pronto que ya no tenían dinero para pagar el
consumo brutal con el que estaban anestesiadas. La mayoría de la
gente vivía con la creencia —y la inconsciencia— que era posible
el absurdo de un crecimiento infinito en un mundo de recursos
limitados. El verdadero problema en nuestras sociedades, pues, es que
el decrecimiento por fuerza, y que ahora se identifica como un
«crecimiento negativo», se gestiona de forma autoritaria, aunque se
pase por el falso filtro de la austeridad mal entendida.
La
reducción de salarios y de pensiones, la negación de derechos
sociales, el paro creciente, las jornadas laborales interminables…,
se aceptan mayoritariamente sin violencias gracias a los mecanismos
de psicología social y los eficaces descubrimientos
neurocientíficos. De hecho, el mercado somos todos y gobernar es dar
miedo, crear frustración política —haciéndonos creer que no hay
alternativas posibles— y desanimar a la gente, sobre todo a través
de los medios de comunicación de masas, para que pierda poco a la
poco la capacidad de resiliencia. Sólo hay que ver cómo se han
incrementado las medidas restrictivas a nivel socioeconómico y de
disminución de derechos y de libertades, acompañadas del control y
de la represión propias de gobiernos paranoicos.
Es
en este contexto que las tesis reformistas del 15M entran en crisis,
porque sólo hay dos alternativas, tal como ha resumido el filósofo
Ramon Alcoberro
(http://www.alcoberro.info/planes/decreixement06.htm): o se tiende a
un decrecimiento voluntario y convivencial, consensuado socialmente y
explicitado, o nos dejamos llevar por el «crecimiento negativo»
gestionado por gobiernos cada vez más represivos y con la policía
del pensamiento instalada en la televisión, los periódicos y en
Internet. «Los gobiernos mienten cuando dicen que el capitalismo
actual puede crecer o que se puede implementar una ˝economía de
crecimiento sostenible˝ sin reducir libertades, derrumbar salarios y
destruir el medio natural. Por ello han sido cada vez más
autoritarios y manipuladores. Afortunadamente, los pueblos siempre
son más creativos y en momentos de crisis nacen también
herramientas para superarlo. O eso queremos creer. La filosofía,
entendida como sabiduría vital más que como herramienta de análisis
de los discursos, tendrá un papel importante si tenemos que salir de
la crisis de civilización provocada por el hiperconsumo», escribe
acertadamente Alcoberro.
¿Qué
clase de «bienestar», pues, es éste que produce malestar emocional
y pobreza?
Las
terribles e insospechadas consecuencias globales del hiperconsumo
(calentamiento global, manipulación genética, etc.), dramáticamente
aumentadas desde la catástrofe nuclear de Fukushima, revelan el
verdadero peligro de acomodarse a las exigencias de los estados y del
capital. «Una sociedad pensada desde el y para el crecimiento, pero
que no es capaz de ofrecer crecimiento se niega a sí misma —y de
ahí buena parte del desconcierto social y político que se ha
producido en el pensamiento político progresista desde principios de
siglo», apunta Ramon Alcoberro.
El
decrecimiento, que pretende romper el lenguaje engañoso de los
drogadictos del productivismo —con que deja de ser simétrico al
crecimiento— «no será posible sin la limitación necesaria de
nuestro consumo y de la producción, el paro de la explotación de la
naturaleza y de la explotación del trabajo por el capital», dice
Serge Latouche, uno de los más brillantes teóricos de este
concepto. Evidentemente, no quiere decir que tengamos que «retornar»
a una vida de privación y de trabajo, sino todo lo contrario: desde
la renuncia al falso confort material, debería ser una liberación
de la creatividad, una renovación de la convivencialidad y la
posibilidad de llevar una vida digna, aspectos sobre los que el 15M
no sabe/no contesta.
La
utopía local, autónoma, autogestionada, independiente,
cooperativa…, da la posibilidad de empezar a cambiar la sociedad
desde abajo, la única estrategia democrática que nos puede llevar a
otro mundo posible. Por el contrario, ni los métodos estatistas, que
nos proponen cambiar la sociedad desde arriba al amparo del poder del
Estado, ni los acercamientos de la “sociedad civil”, como el 15M
y otros, no apuntan en absoluto a cambiar el sistema, sino al
contrario: se empeñan en perpetuarse hasta el asco. Pero las
alternativas están ahí: complejas y necesitadas de profundos
cambios en nuestras conciencias, verdaderamente liberadoras para un
escenario de democracia ecológica.