El Viejo Topo
Desacreditado ya el concepto de “desarrollo sostenible”, su lugar ha sido ocupado – en el imaginario de buena parte del movimiento ecologista, de los restos del movimiento antiglobalización e incluso en sectores de la izquierda política – por el de “decrecimiento”. Una palabra mágica, un eslogan poderoso, un ariete contra la idea del crecimiento ilimitado todavía vigente en las sociedades occidentales. Un concepto que atrae a los jóvenes que pululan por los movimientos. También un concepto que tiene detractores, que le reprochan no ser más que una artimaña para cambiar algunas cosas sin que en realidad cambie nada, al menos nada sustancial.
Sea como fuere, hay que convenir al menos en que el diagnóstico que se hace desde el decrecimiento — y no sólo desde él — es acertado: el mundo no puede seguir así. No es posible seguir destruyendo el planeta como impunemente lo estamos haciendo: pagaremos un precio muy alto, nosotros y sobre todo las generaciones que nos sigan. Hasta ahí, todos de acuerdo; el problema empieza cuando se trata de proponer cuándo y cómo se decrece, y en qué marco se hace.
Según los decrecentistas el reto estaría en vivir mejor con menos. Pero que formas de vida bastante snob, como el “slow food” — un contraconcepto gastronómico contra el fast-food entre producción regional y ecológica y cocina Gault-Millau — puedan adherirse a este lema muestra muy bien la vaguedad del imaginario del decrecimiento.
Los defensores del decrecimiento argumentan, entre otras muchas cosas, que para evitar las crisis que podrían derivarse del crecimiento negativo y para conseguir que nadie fuera excluido, el proceso de decrecimiento debe combinar simultáneamente una reducción del consumo, una reducción de la producción y el reparto del trabajo (y no sólo de éste). Sus detractores preguntan cómo puede hacerse eso sin salir del sistema y sin que se produzca una debacle económica que arrastre a la mayor parte de la población a la pobreza.
Los defensores del decrecimiento creen que de todas formas, por las buenas o por las malas, llegará un momento que a Occidente no le quedará otro remedio que decrecer. Sus detractores creen que para ese viaje no hacía falta alforja alguna (y aquí nos referimos, obviamente, a los que critican el decrecimiento desde un planteamiento de salida necesaria del capitalismo).
Algunos defensores del decrecimiento creen que este puede implantarse suavemente, flexiblemente, alcanzando un consenso con los poderes fácticos. Pero otros creen que esa es una idea ingenua, y que el capitalismo lleva en su esencia la idea de un necesario desarrollo perpetuo, exigencia imprescindible del modo de acumulación capitalista.
El debate, por tanto, está abierto.
Sólo en este 2009, se han publicado ya en España al menos cuatro libros sobre el tema: de Serge Latouche, Decrecimiento y Posdesarrollo. El pensamiento creativo contra la economía del absurdo (en El Viejo Topo) y Pequeño tratado del de crecimiento sereno (Icaria). De Nicolas Ridoux, Menos es más. Introducción a la filosofía del decrecimiento (Los libros del Lince). De Carlos Taibo, En defensa del decrecimiento: sobre capitalismo, crisis y barbarie (Catarata). Probablemente en los meses próximos aparecerán algunos más. Existen además, distintas redes sociales consagradas a difundir las teorías decrecentistas, redes que se incrustan en los movimientos sociales alternativos y que tienen un gran poder de atracción entre los jóvenes movimentistas.
Para debatir sobre esta idea, novedosa para algunos y algo menos para otros, El Viejo Topo ha reunido a ocho personas: Carlos Taibo, Joaquín Sempere. Miguel Amorós. Anselm Jappe, Miren Etxezarreta, Jorge Reichmann, Jose Iglesias y Giorgio Mosangini. Los ocho abordan la cuestión desde puntos de vista bien diferenciados, cuando no claramente opuestos, demostrando en sus intervenciones que se trata de un debate vivo y, por encima de todo, necesario.